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Donald Trump impuso aranceles a 180 países. Aplica a China 145 por ciento. Su objetivo expreso es “reindustrializar” Estados Unidos (EE. UU.) y pagar su deuda. Muchos billones de dólares recaudarán así, esperan, para salvar de la bancarrota al imperio. Pero la estrategia Trump no resolverá, pues no ataca la causa estructural sino sus efectos, el déficit en la balanza comercial y la deuda.
En lo inmediato, el capital financiero reaccionó en rechazo, haciendo caer las bolsas, pues las empresas ven reducidas sus expectativas de ganancias al verse obligadas a regresar a EE. UU., pagar salarios más altos e incurrir en mayores costos. La venta masiva de acciones hace caer las bolsas. La banca JP Morgan y el jefe de BlackRock, Larry Fink, advirtieron de una recesión global y este último declaró que empresarios norteamericanos enviarían sus inversiones a Europa. Bajo esa presión, Trump aplicó una prórroga y “flexibilizó” su postura, declarando una excepción a varios productos y una pausa de 90 días, no aplicable a China.
En lo inmediato, los aranceles reducirán el mercado, pues los importadores no los pagan de su bolsillo: los transfieren al consumidor en el precio. Pongamos por caso, un artículo importado de China que entraba en 100 dólares costará 245. Es ilustrativo que entre 70 y 80 por ciento de los productos que vende Walmart vienen precisamente de China (La Jornada, 12 de abril). No es de extrañar que la confianza del consumidor cayera a su nivel más bajo en los últimos 73 años. El arancel terminará siendo un impuesto a los consumidores. Particularmente afectadas se verán las pequeñas y medianas empresas, que realizan la tercera parte de las importaciones (The Wall Street Journal). Muchas quebrarán, y el capital se concentrará más.
Otro efecto inmediato. Al contraerse el mercado cae la producción, y la demanda de energéticos. El precio del petróleo cayó ya a 59 dólares el barril. Y como la extracción de petróleo de esquisto en EE. UU. es más cara, muchas empresas dejarán de producir, pues ya no sería rentable.
Pero atrás del pandemónium desatado por Trump hay un hecho determinante: EE. UU. está en quiebra; por eso “la austeridad” gubernamental. Precisamente hoy 15 de abril, Sputnik publica: “El presupuesto del Departamento de Estado podría reducirse de 54 mil 400 millones a 28 mil 400 millones en 2026. Además, cerca de 30 misiones estadounidenses, principalmente en África y Europa, serían cerradas”. ¿Pero cómo se ha llegado a esto?
“Entre 1945 y 1950 su economía (de Estados Unidos) llegó a representar la mitad del PIB mundial, con más de la mitad de las reservas de oro mundiales. El valor de su PIB nominal está ya en el entorno del 25% (…) producía la mitad de los bienes manufacturados del mundo” (Andrés Piqueras, 11 de abril). Más recientemente, su participación “en el valor agregado de la manufactura en los países de altos ingresos cayó (…) del 25% en 2000 al 16% en 2021” (Observatorio de la Crisis). Asimismo, “El porcentaje de trabajadores empleados en la industria manufacturera se ha reducido a más de la mitad desde 1980, al igual que su participación en el PIB entre 1978 y 2018” (Cato).
La bonanza industrial terminó. La innovación se rezagó y muchas empresas emigraron, aprovechando los bajísimos salarios y otros beneficios que obtienen en países pobres. El capital se desplaza siempre entre sectores y naciones buscando la máxima ganancia. Y siguiendo esa lógica, EE. UU. se desindustrializó. Y, como es propio del imperialismo, la economía se fortaleció en el sector financiero, y controló al mundo mediante bancos, fondos de inversión u otras estructuras de carácter especulativo, no productivo. Y surgió la contradicción en Oriente.
En PIB en términos de poder adquisitivo, China superó a EE. UU., y “está a la par como actor central en la Cuarta Revolución Industrial (…) desde 2010 lo ha reemplazado como la mayor economía manufacturera” (Observatorio de la Crisis). Incluso en las finanzas: China es el segundo acreedor de EE. UU. y puede influir en la estabilidad del dólar.
Trump quiere hacer retornar y reactivar la industria mediante aranceles que, recordemos, se aplican en sectores específicos sensibles, con limitada competitividad por sus altos costos relativos. Pero los aranceles no resuelven el problema de fondo, a saber: la baja competitividad; sólo limitan el ingreso del competidor. Además de la reindustrialización está la deuda, que en 2024 fue 1.2 veces superior al PIB, y 43 veces superior a la de un siglo antes. Impagable. Trump piensa pagarla con los ingresos arancelarios, arrebatados al mundo por la fuerza, en un verdadero atraco.
Y mayor deuda significa pérdida de confianza en los bonos del Tesoro y en el dólar, y éste se devalúa. Desde 1971 dejó de tener respaldo en oro y se convirtió en dinero fiduciario. El mundo lo aceptó porque la economía estadounidense era fuerte; pero ya no, y viene la desdolarización: aumenta el número de países que reducen la proporción de dólares en sus reservas internacionales; y como el comercio al margen de EE. UU. crece, igual lo hace la demanda de monedas nacionales y se usan menos dólares. “la cuota del dólar en las reservas mundiales pasó del 73% en 2001 al 47% en 2022” (Andrés Piqueras, 11 de abril).
Además, en 1973 se apuntaló al dólar como moneda exclusiva en el mercado del petróleo, con la fuerza militar norteamericana, que ofrecía “protección” (como la mafia) a los saudíes en los años de la Guerra Fría frente a la “amenaza rusa”. Ahora eso también cambió. China es el gran importador de petróleo (EE. UU. ocupa el tercer lugar), y los saudíes se lo venden en yuanes. Asimismo, EE. UU., emitiendo dólares sin límite (puro papel) compró por el mundo cuanto quería; pero eso se agota.
La política arancelaria de Trump resulta anacrónica. Pareciera estar ubicada hace cuatro o cinco décadas; no considera la nueva realidad, como la fortaleza de China, que hace algunos años no habría sido capaz de responder como hoy, imponiendo a EE. UU. un arancel de 125 por ciento, y prohibiendo exportar tierras raras, indispensables para producir aviones, motores eléctricos, radares, sistemas de comunicación, misiles. China controla el 90 por ciento del procesamiento mundial de esos elementos. Para colmo, EE. UU. tiene una sola mina, en California, pero el mineral debe ser enviado a China para su procesamiento.
En cuanto a las consecuencias de la política de Trump, aumentarán el aislamiento de EE. UU. y la desconfianza entre sus propios socios. China se verá afectada en sus exportaciones, pero según especialistas se recuperará en dos o tres años. Se incentivará el acercamiento regional entre países en busca de relaciones comerciales más confiables. Hoy Xi Jinping visita Vietnam, Camboya y Malasia para fortalecer el comercio intrarregional, y “China llama a la India a unir fuerzas frente al abuso de los aranceles de Estados Unidos” (RT, nueve de abril). Japón, India y Corea del Sur buscaron un acercamiento con China para crear un bloque comercial regional. Europa procura ampliar su comercio con ese país.
Los aranceles se aplican normalmente en sectores sensibles específicos, pero aquí, rebasada la medida ocurre el salto de calidad, y catalizarán la cohesión de bloques regionales y estructuras globales ya existentes, como los BRICS, alternativa real para muchos países, con más del 40 por ciento del PIB global, así como la expansión de la Franja y la Ruta de China, y el Mercosur, que recientemente firmó un tratado comercial con la UE. En resumen, la generalización de aranceles no resuelve el problema de raíz: el rezago productivo. Con aranceles no se revierte la decadencia.
Finalmente, en esencia, lo que está en juego es la lucha por el dominio mundial entre capitalistas. Es el forcejeo por el reparto de la plusvalía. El conflicto no representa solamente una “crisis de hegemonía”, sino más aún: la crisis final del sistema, que ha llevado la saturación de mercados y capitales a su tope. Y ni la fuerza ni arreglos comerciales consiguen conjurar las potencias desatadas. No revela tampoco, principalmente, como opinan muchos, el agotamiento del modelo comercial vigente, del orden institucional global surgido de la postguerra y la necesidad de un reordenamiento más progresista. En su esencia más profunda exhibe el agotamiento del capitalismo, cuya razón de ser es la acumulación, y pone de manifiesto la necesidad de sustituirlo por una sociedad donde el ser humano y sus necesidades importen más que la ganancia y las acciones bursátiles.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.