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Cuando se debate sobre la mejor manera de proteger y desarrollar a los pueblos originarios de cierta nación, suelen hallarse tres posturas: una propone que hay que protegerlas como si fueran piezas de museo para que sus culturas se conserven lo más intactas posible; otra que la conservación de las tradiciones propicie el intercambio con los avances científicos, tecnológicos y políticos para que las comunidades eleven su nivel de desarrollo social; y una tercera que sostiene que es innecesario cualquier tipo de protección, pues la globalización terminará con las diferencias entre los pueblos y lo mejor es aceptar que somos ciudadanos del mundo y sin raíces.
En México, este debate resulta importante porque es uno de los países con mayor diversidad cultural y aún es posible diferenciar a los pueblos originales en nahuas, mayas, purépechas, huicholes, mixtecos, entre otros más, pues cada uno de ellos ha logrado mantener tradiciones que los identifican y diferencian de otros. Este hecho obliga a que cada gobierno tenga un plan de acción sobre cómo tratar los asuntos y problemas de las comunidades indígenas, pues desde la conquista española en 1521 hasta nuestros días, éstas viven sometidas a las condiciones de un manifiesto atraso en casi todos los parámetros del bienestar social: educación, salud, vivienda y servicios urbanos básicos.
La respuesta del gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) a este subdesarrollo socioeconómico es muy cercana a la primera postura, es decir, la “protectora” a toda costa de las tradiciones y raíces culturales de los pueblos originarios. Esta “defensa” se ha reducido a exigir al gobierno de España una disculpa por la masacre de la conquista y a utilizar los rituales de estos pueblos como parte de un show en el que el Presidente es su salvador y protector; aunque su agenda política de las culturas originarias carezca de contenido físico o pragmático o incluso sea contraria al discurso, pues se caracteriza por recortes presupuestales a los programas dedicados a atender y eliminar el atraso social y aun por la invasión de sus tierras, como ocurre hoy con la construcción del Tren Maya que, para los pueblos mayas de la Península de Yucatán, Chiapas y Tabasco, no representará ningún beneficio económico pero sí para los empresarios del turismo nacional e internacional.
Además, hasta ahora el Gobierno Federal no ha formulado una sola propuesta destinada a eliminar la violencia que los cacicazgos regionales y municipales de la República ejercen contra algunos pueblos indígenas. Esta postura vacía de “defensas” muestra su contundente infertilidad en los problemas vitales que los pueblos originarios enfrentan cotidianamente a lo largo del país y que en algunos casos alcanzan el más alto nivel de amenaza para su existencia como comunidades humanas y culturas.
Una postura más congruente con la actual situación de los indígenas en México debería traducirse en una mejora de sus condiciones socioeconómicas, para que conserven dinámicamente sus raíces e identidades, no sean mantenidas como reliquias inamovibles y se abran a la posibilidad de un desarrollo cultural propio que no implique la renuncia a sus orígenes étnicos. Es decir, en vez de invocar sus culturas a través de rituales mágicos o religiosos que supuestamente legitiman a un régimen, debería convocárseles a una genuina representación política en todos los niveles de gobierno –Federal, estatal y municipal– para que sean ellos quienes decidan el rumbo que más convenga a su desarrollo sociocultural. Pero todo esto no puede darse, desde luego, si no existen las condiciones materiales que les permitan tener una vida más plena. Es ahí, y no con “perdones”, por donde debería comenzarse.
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Escrito por Jenny Acosta
filosofa