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Mientras la aún “potencia” Estados Unidos (EE. UU.) festinaba su más reciente logro en aeronáutica espacial, el lanzamiento del cohete Falcon 9 con la cápsula Crew Dragon de SpaceX, el presidente de ese país, Donald Trump, debió ser conducido a un bunker subterráneo de la Casa Blanca para impedir que el ardor de las manifestaciones populares pusiera en riesgo su seguridad personal y la de su familia.
El brutal asesinato de George Floyd a manos de policías blancos a finales de mayo desató una serie de manifestaciones populares –históricas y muy justas– que no se habían visto desde el asesinato de Martin Luther King en 1968 y que, contradictoriamente, exhibió también los principios que rigen al Partido Republicano (PR) desde que surgió en el Siglo XIX.
EE. UU. siempre ha estado sumergida en conflictos raciales debido a la supuesta “supremacía” de sus habitantes blancos, quienes aún se sienten los legítimos amos y señores del poder y usan la represión contra las personas de otras razas, a las que consideran inferiores. Es decir, lo que hoy ocurre en esa nación no es algo nuevo.
Por ello, el discurso del presidente Trump y del PR, lejos de apaciguar el ambiente polarizado, busca atizar el conflicto racial con objetivos muy claros: distraer a la población de los problemas sociales de muchos estadounidenses que la están pasando muy mal con la crisis económica derivada de la contingencia por el Covid-19 y asegurar el voto de sus simpatizantes habituales y el de los grandes empresarios.
Esta estrategia política es compatible con las dos ofertas más relevantes de Trump –detener la invasión de extranjeros ilegales y hacer que EE. UU. vuelva a ser “grandioso”– y sus tácticas más a la vista son avivar el racismo y la xenofobia de sus seguidores, alimentar el ego supremacista de las élites económicas e inculpar a los periodistas y a la “izquierda radical” por las manifestaciones.
El racismo en el país vecino existe desde hace cientos de años y ahora Trump lo utiliza como arma política para recuperarse de las crisis sanitaria y económica de este año, las cuales podrían impedir su reelección en 2021. Por ello optó por la confrontación, el asegurar la mayor cantidad de votos blancos –el PR los acopia desde la década de 1960– y al apoyo de los gringos más ricos.
Sin embargo, los tiempos han cambiado y ahora la frustración de los afroestadounidenses se fortalece cada día. Las cosas empeorarán para el mandatario. Por ejemplo, aunque en la red social de Twitter exista paridad entre los usuarios en contra y a favor de Trump, es muy notorio que el candidato demócrata Joe Biden, quien se mantenía sumiso, está logrando el apoyo incondicional de los latinos, incluidos los que seguían la política republicana.
La frase “no puedo respirar” de Floyd se ha vuelto el grito de denuncia y reclamo de quienes han sufrido la misma violencia policial y la insuperada discriminación racial que sigue viva en ese país. Pero estas actitudes supremacistas no solo son sufridas por nuestros hermanos afroamericanos, sino también por los mexicanos, que desde la llegada de Trump a la Casa Blanca estamos en la larga lista de los “no gratos” para el gobierno estadounidense.
La historia nos permite, sin lugar a ningún equívoco, un símil entre Adolf Hitler y Donald Trump, ya que comparten la creencia de que hay una raza humana superior a las otras y que es la única que merece el poder económico y político. Esta creencia, sin embargo, la ha estado barriendo en menos de medio año el invisible y hasta ahora invicto Covid-19, que ha trastornado al mundo entero.
La gran ola del Covid-19 había provocado más de 100 mil muertes en EE. UU. hasta el inicio de junio, y la cifra seguramente se incrementará en estos días. Mientras tanto, las movilizaciones y los arrestos continúan y el racismo, hoy en manos de un siniestro gobernante enajenado por el poder, se mantiene como un arma de los poderosos para cometer atrocidades contra los seres humanos más débiles y abandonados. Por el momento, querido lector, es todo.
Los 55 millones de pobres que en 2016 fueron oficialmente registrados en dos mil 458 municipios de la República –la mayoría concentrados en la región sur– son los damnificados de los drásticos recortes presupuestales ordenados por el presidente.
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Escrito por Miguel Ángel Casique
Columnista político y analista de medios de comunicación con Diplomado en Comunicación Social y Relaciones Públicas por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM).