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La noticia apareció en varios medios de circulación mundial. Copio de uno de tantos: “¡El 8 de mayo de 1945, EE. UU. y el Reino Unido consiguieron la victoria sobre los nazis! El espíritu de EE. UU. siempre ganará. Al final eso es lo que sucede”, reza un tuit de La Casa Blanca. Otro más informó: “con ocasión de este 75 Aniversario, el Departamento de Defensa de EE. UU. ha hecho un relato en el cual la parte fundamental de la victoria se la atribuyen a sí mismos.
“La Guerra llevaba casi cinco años cuando las fuerzas de EE. UU. y de los aliados desembarcaron en las playas de Normandía, Francia, el 6 de junio de 1944. La invasión marcó el comienzo del fin de Hitler y de la Alemania nazi. En menos de un año, Alemania se rendía y Hitler estaba muerto”, escriben. En pocas palabras, llegaron ellos y terminaron la guerra.
Por su lado, el presidente de Rusia, Vladimir Putin, dijo estar informado de “acusaciones” que culpan a la Unión Soviética de haber preparado y desencadenado la Segunda Guerra Mundial. “el presidente ruso Vladímir Putin, calificó este viernes (ocho de mayo) de ‘delirio’ las acusaciones a la Unión Soviética de preparar y desencadenar la Segunda Guerra Mundial. ¡No tenemos y no podemos tener ningún sentimiento de culpa! Pusimos 27 millones de vidas de los ciudadanos (…) de la Unión Soviética en el altar de la Victoria, aseveró Putin”.
Pienso que se requiere una gran dosis de desmemoria, o de perversión, para salir ahora (75 años después de la derrota de los nazis, cuando se han escrito tantas obras sobre la Segunda Guerra Mundial como para llenar bibliotecas enteras y se han publicado toneladas de documentos infalsificables sobre ella) con que a Estados Unidos y sus aliados les bastó menos de un año para acabar con la amenaza más grande que ha pesado sobre la humanidad, desde sus orígenes hasta hoy. Peor y más repulsivo resulta pretender arrojar el fardo de las culpas propias sobre las espaldas del pueblo que lo sacrificó todo para librarnos de la sangrienta catástrofe desencadenada por Hitler y sus hordas, hambrientas de territorio (el famoso Lebensraum) y sedientas de sangre.
¿Cómo entender tan monstruosas mentiras, verdaderos estupros a la verdad histórica y a la inteligencia? Haré mi modesto intento por ayudar a poner la verdad en su lugar. El proyecto de dominación mundial de Hitler fue bien conocido por todos los intelectuales y los políticos del mundo, al menos desde 1924, año de la publicación de Mein Kampf, la biblia nazi redactada por el propio Hitler. En ella dejaba claro que Mi Lucha se fundamentaba en cuatro ejes: 1) el derecho de Alemania a disponer de un “espacio vital” (Lebensraum), eufemismo para mal disfrazar un nuevo reparto del mundo; 2) la denuncia unilateral del Tratado de Versalles, que prohibía a Alemania crear y armar un gran ejército moderno y la obligaba al pago de una elevadísima suma por concepto de indemnizaciones de guerra; 3) la superioridad de la raza aria, que le daba derecho a conquistar y someter a su dominio a los países y pueblos habitados por “razas inferiores” y 4) su propósito de acabar de raíz con el problema de los judíos y los comunistas que vivían y operaban en Alemania.
Nadie, en el momento de la aparición de Mein kampf, pareció inquietarse por su terrible contenido. ¿No lo tomaron en serio? ¿No encontraron en él nada que se opusiera a “los valores occidentales” que dicen defender? ¿O acaso más de uno se identificó con aquello del derecho a dominar al mundo por la “raza superior anglosajona”, que sigue vigente hasta nuestros días? No lo sabemos. Pero el hecho es que nadie dijo nada ante la brutal amenaza. Y que fueron las condiciones leoninas que los aliados (incluido EE. UU. y sin la participación de Rusia) impusieron a Alemania en el Tratado de Versalles, las que impidieron que la República de Weimar se consolidara como el primer régimen republicano y democrático en toda la historia de Alemania, y las que proporcionaron a Hitler y su partido nazi algunos de sus mejores argumentos y banderas para conquistar la simpatía del pueblo alemán.
Cuando Hitler, apoyado en su exigua mayoría parlamentaria, forzó al anciano presidente, mariscal Hindenburg, a nombrarlo canciller en lugar de Franz von Papen, puso de inmediato manos a la obra. Arrancó a Hindenburg un decreto que daba a su ministro del Interior, Hermann Goering, entera libertad para suspender a discreción el derecho de reunión; prohibir mítines y reuniones políticas; censurar y prohibir publicaciones “peligrosas” para el régimen; incorporar a la policía de Prusia a 40 mil miembros de la SS, brazo paramilitar del partido nazi. Con estas fuerzas bajo sus órdenes, Hitler ordenó de inmediato el asalto y destrucción de la sede del Partido Comunista, no sin antes incautarse sus archivos, alegando que los “rojos” estaban preparando un golpe de Estado. Para incrementar su apoyo parlamentario y su poder personal, convocó a los industriales más ricos de Alemania y los forzó a aportarle tres millones de marcos para organizar unas elecciones de Estado en que su partido arrollara a los opositores.
Finalmente, el 27 de febrero de 1933, a eso de las nueve de la noche, el edificio del Reichstag (parlamento) comenzó a arder por todos lados, “como si fuera una antorcha del cielo”, según dijo Hitler. De inmediato Goering, sin ninguna prueba, declaró a la prensa que los culpables eran los cabecillas comunistas, y ordenó a su policía que procediera al arresto de todos los que pudiera encontrar esa misma noche. La cosecha fue abundante porque se hizo con base en las listas halladas en los archivos incautados al partido días atrás. Con esto se demostró, sin ninguna duda, que el incendio había sido planeado con toda anticipación por el propio Hitler y su secretario del interior, buscando el pretexto ideal para aplastar a los comunistas. Hitler fue ungido Canciller el 30 de enero de 1933, y poco menos de un mes después, gozaba ya de poderes dictatoriales sobre la población civil, había asaltado y destruido la sede del Partido Comunista y había encarcelado a cientos de sus líderes tras el incendio del Reichstag. Todo esto tuvo amplia difusión fuera de Alemania pero, como en el caso de Mein Kampf, nadie dijo nada.
Suma y sigue. El primero de abril de 1933, el Gobierno convocó a una jornada nacional de boicot a los judíos. De inmediato promulgó una serie de decretos que ordenaban renunciar a sus cargos en la Administración, la Universidad, la Jurisprudencia y la Medicina, a todos los “no arios”. Varios miles de judíos tuvieron que cambiar de empleo o exiliarse. El caso más destacado fue el de Albert Einstein, el padre de la teoría de la relatividad, que enseñaba física en la Universidad de Berlín, quien tuvo que buscar asilo en EE. UU. Siguió la “quema” de las ideas. Goebbels, ya entonces ministro de propaganda, organizó la quema de obras literarias, políticas y filosóficas cuyos autores eran “enemigos” de las ideas nazis. En las piras, que iniciaron en Berlín pero que pronto se extendieron a toda Alemania, ardieron las obras de Thomas Mann, Remarque, Proust, Wells, Einstein, Heine, Zola, etc. Igual destino se decretó a las obras de pintores como Picasso, Kandinsky, Klee y Van Gogh, que se salvaron gracias a que Goebbels convenció a Hitler de que sería más provechoso venderlas en el mercado mundial de arte. Las medidas vesánicas se extendieron a la juventud en general, a los programas de enseñanza, a los profesores universitarios y, finalmente, a los partidos políticos de oposición, que fueron disueltos y sus bienes confiscados por órdenes del Führer. Nada de esto ignoró occidente y, sin embargo, una vez más guardó silencio.
Hindenburg murió el dos de agosto de 1934. De inmediato Hitler, sin consultar a nadie, anexó al Canciller, que era él, los poderes presidenciales, con lo que se constituyó en el amo absoluto de Alemania. Es a partir de esta fecha que comienza a tomar decisiones de trascendencia internacional, de cuyo conocimiento y tolerancia cómplice no podrán librarse las potencias occidentales por más que retuerzan la verdad histórica. Con calculada discreción y lentitud, comenzó a ejecutar medidas que violaban abiertamente el Tratado de Versalles: canceló el pago de las indemnizaciones de guerra, comenzó a levantar un ejército de millones de hombres, al mismo tiempo inició el rearme de Alemania con la construcción de buques de guerra, de submarinos, de aviones de caza, de cañones y ametralladoras con alta capacidad de fuego. Era evidente que se preparaba para tomar revancha por la derrota de 1918.
El siete de marzo de 1936, finalmente, Hitler dio un paso decisivo. Ordenó a sus tropas ocupar la orilla izquierda del Rin, colindante con la frontera oriental de Francia y desmilitarizada por el Tratado de Versalles. Para colmo del desafío, Francia y Gran Bretaña, en el Tratado de Locarno firmado en 1925, se comprometieron a responder con una acción militar conjunta en caso de que Alemania violara los límites fijados en Versalles. Pero, al conocer la invasión alemana, el premier británico, Stanley Baldwin, se negó a tomar las armas alegando que eso era la guerra, y que si Hitler salía derrotado, “probablemente Alemania se haría bolchevique”. Francia misma, dijo, corría el peligro de volverse comunista. El general Gamelin, comandante en jefe del ejército francés, dijo a su Gobierno que 300 mil soldados alemanes, bien armados y pertrechados, se hallaban ya en Renania. Cualquier respuesta armada, dijo, exigiría una movilización a gran escala, que los políticos rechazaban.
Pero el informe de Gamelin era falso. El propio Hitler confesó más tarde: “Las 48 horas previas a la marcha sobre Renania fueron las más tensas de mi vida. Si en aquel momento los franceses hubieran avanzado hacia Renania, nosotros habríamos tenido que retirarnos con la cola entre las piernas, porque los recursos militares de que disponíamos habrían sido claramente inadecuados para una resistencia siquiera moderada”. Entonces, ¿cuál fue la verdadera causa de la inacción de los aliados? La que dijo Baldwin: temían más al comunismo que a Hitler y sus hordas nazis.
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Escrito por Aquiles Córdova Morán
Ingeniero por la Universidad Autónoma Chapingo y Secretario general del Movimiento Antorchista Nacional.