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Desde 1914, Alemania empezó a reclamar violentamente un espacio para desarrollarse como país imperialista. Solo hasta que Otto von Bismarck unificó por la fuerza a los principados que componían a Alemania bajo la hegemonía de Prusia y, luego, con el aprovechamiento intenso del hierro de la cuenca del Ruhr, el país emprendió un vigoroso desarrollo con el modo de producción capitalista. Lo hizo de manera sorprendentemente rápida, de manera que ya en la primera década del Siglo pasado, en un mundo ya repartido entre las potencias, empezó a buscar las formas de hacerse de colonias y áreas de influencia para abastecerse de las materias primas que reclamaba su industria en ascenso, zonas en dónde invertir aprovechando mano de obra barata y mercados vastos para vender las nuevas mercancías que producía por millones. En consecuencia, la Primera Guerra Mundial fue una guerra imperialista, un enfrentamiento por los mercados entre los poderosos del mundo.
La Segunda Guerra Mundial fue su continuación. Al término de la Primera Guerra Mundial, los países vencedores le impusieron a Alemania pesadísimas reparaciones en dinero y restricciones económicas y militares que nuevamente estorbaban su desarrollo capitalista y, por tanto, irritaron enormemente a los capitalistas alemanes (y a sus socios de otros países) que hicieron hasta lo imposible para dejar de cumplir con las obligaciones que se les imponían y para armarse y volver a sus intentos de ocupar más espacios en el mundo. La crisis económica posterior fue hábilmente utilizada por las clases dominantes alemanas para conquistar apoyo popular atizando el sentimiento nacionalista con el fin de desatar la nueva guerra de venganza y conquista.
Sus instrumentos fueron Adolfo Hitler y el Partido Nacionalsocialista que, como todos los políticos y partidos que le sirven a la clase dominante, fueron una creación del dinero y el poder de los capitalistas de Alemania, de Europa y del mundo entero. En 1932, Hitler realizó una impresionante campaña proselitista con los llamados “vuelos sobre Alemania” mediante los cuales se dio a conocer no solo en las ciudades, sino en rincones alejados del país con un enorme financiamiento de las grandes empresas. Ya no es ningún secreto que en el financiamiento de Hitler, el Partido Nazi y la propia guerra, estuvieron involucradas empresas alemanas como la Krupp, la I.G. Farben, la Degesch (que producía el gas Zyklon B utilizado en las cámaras de gas), la German Steel Trust (consorcio fundado por un poderoso de Wall Street, Clarence Dillon, que tenía como colaborador de confianza a Samuel Bush, abuelo de George Bush), y que entre las empresas norteamericanas se encuentran, la Texaco (que mandaba petróleo en secreto desde Colombia y cuyo agente en Nueva York espiaba para los alemanes), la Standard Oil of New Jersey (de la familia Rockefeller, que enviaba petróleo a través de Suiza para los carros blindados alemanes), el Chase Manhattan Bank, la International Telephone and Telegraph (que tenía como uno de sus directivos a Walter Schellenberg, al mismo tiempo jefe del Servicio de Contraespionaje de la Gestapo), la Ford (cuyo propietario, Henry Ford, era antisemita declarado, en 1938 recibió la Gran Cruz del Águila, máximo reconocimiento del Estado Nazi a un extranjero, y los motores fabricados en sus empresas de la Europa ocupada eran los que usaban los aviones de la Luftwaffe), la General Motors (que en 1939, junto con la Ford, vendía el 70 por ciento de los autos que circulaban en Alemania), la Sterling Products y la IBM (que con sus computadoras clasificó datos de ciudadanos “indeseables” para confiscar sus bienes, confinarlos en guettos o encerrarlos en campos de concentración). Todo un ramillete de patrocinadores y beneficiarios del fascismo.
La Segunda Guerra Mundial, por tanto, no fue fundamentalmente una guerra contra los países capitalistas con los que Hitler negociaba y se entendía; fue más bien, y principalmente, una guerra de exterminio contra la Unión Soviética. “¿No podríamos dejar crecer a Alemania hacia el Este, a expensas de Rusia?”, dijo en 1935, el mariscal de campo sir John Dill, entonces jefe de la Oficina de Operaciones Militares y de la Inteligencia de Inglaterra. Y Wiston Churchill: “No pude evitar sentirme cautivado… como les ha sucedido a tantas otras personas, por el noble y sencillo porte del signor Mussolini y por su serenidad e imparcialidad pese a las numerosas cargas y peligros… si yo fuera italiano, habría sido desde el principio su partidario incondicional para acabar uniéndome a su triunfante lucha contra los brutales apetitos y pasiones del leninismo”.
La Alemania Nazi concentró las dos terceras partes de su fuerza militar contra la Unión Soviética que perdió a 27 millones de sus ciudadanos, en comparación con la muerte de 400 mil franceses, 390 mil ingleses y 220 mil estadounidenses. No fue sino hasta junio de 1944 cuando los aliados se decidieron a desembarcar sus tropas en Francia y abrir el Segundo Frente, es decir, cuando ya habían pasado tres años de iniciada la salvaje invasión de los fascistas a la Unión Soviética. La idea de apoderarse de todo el mundo y establecer la dominación por parte de un solo país y un solo grupo de capitalistas, no era solo nazi, era compartida por todos los imperialistas que esperaron a que la Alemania Nazi y la Unión Soviética se despedazaran para proceder a apoderarse del mundo. No contaban con que la URSS se defendería heroicamente y, menos aún, con que detendría el avance alemán, derrotaría a Hitler en Stalingrado y marcharía hacia Berlín liberando a los países de Europa oriental que se encontraban bajo el yugo nazi; hasta entonces los “aliados” se decidieron a abrir el segundo frente y entrar a Europa para conservar bajo su dominio una parte de ella.
No han abandonado sus aspiraciones de mando único, no toleran –como los nazis no toleraron– a ningún competidor, ni siquiera a un posible competidor. “No tolerar jamás la formación de dos potencias continentales en Europa, ver siempre el peligro de una agresión contra Alemania en cualquier tentativa de organizar ante las fronteras alemanas una segunda potencia militar aunque solo fuese en forma de un Estado capaz de llegar a serlo y ver, también en ello, no solo el derecho, sino también el deber de impedir por todos los medios y hasta valiéndose del recurso de las armas, la creación de tal Estado y, si este ya existiese, destruirlo sencillamente”, escribió Adolfo Hitler. ¿Murieron con Hitler estas ideas? ¿no parece que son las mismas que alientan la actitud de las capas más beligerantes de Estados Unidos? En una palabra ¿Está muerto el fascismo?
Está vivo y muy vivo. Así se explican los intentos de someter a Rusia, a China y a todos los que ya sean o solo sean potencialmente capaces de “llegar a ser” una competencia para los intereses de Estados Unidos. Y ahora sí ya se puede contestar la pregunta original que está a la cabeza de este trabajo, ¿por qué ahora se publica en alemán, por qué tanto bombo y tanto platillo por la nueva edición de Mi lucha, la única obra que escribió Adolfo Hitler, que se distribuyó por millones y que se inoculó entre las masas como la verdad revelada? No es por su valor literario (se la corrigieron a Hitler) ni por su valor científico, ya que dice pendejadas tan grandes como: “La capacidad de asimilación de la gran masa es sumamente limitada y no menos pequeña su facultad de comprensión, en cambio, es enorme su falta de memoria… la gran mayoría del pueblo es, por su naturaleza y criterio, de índole tan femenina, que su modo de pensar y obrar se subordina más a la sensibilidad anímica que a la reflexión”. Se publica porque se trata de reincorporar las ideas de la exclusividad y superioridad de una raza sobre todas las demás para empujar la guerra de agresión contra el mundo multipolar que el imperialismo actual, como el fascismo original, no tolera ni en pintura. “Washington está tratando activamente de conservar su condición de ‘única superpotencia’ en Asia, Europa y Oriente Medio. Lo demuestra la negativa de Estados Unidos a unirse a Francia, Alemania y Rusia para el arreglo pacífico de la crisis en Ucrania, así como la negativa de Washington a adherirse al presidente ruso Vladimir Putin en la lucha contra el EI en Siria e Irak”, sostiene John Cohen, profesor de la Universidad de Nueva York. Así de que la publicación de Mi lucha en alemán, después de 70 años de prohibición, nada tiene que ver con la libertad de conocimiento y de pensamiento que, cuando les conviene a los poderosos, pisotean sin rubor; tiene que ver, y mucho, con la guerra que libran actualmente Estados Unidos y sus más estrechos aliados por la dominación del mundo, o sea, por la dominación de todos nosotros.
La decisión del Presidente es definitiva: nada puede tener prioridad frente a sus megaproyectos ni merece ser escuchado o considerado como una posible alternativa.
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Escrito por Omar Carreón Abud
Ingeniero Agrónomo por la Universidad Autónoma Chapingo y luchador social. Autor del libro "Reivindicar la verdad".