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El domingo 10 de noviembre tuvo lugar en Pachuca, Hidalgo, en el magnífico teatro Gota de Plata, la decimocuarta edición del Concurso Nacional de Voces y Coros Universitarios, esta vez en su modalidad regional. Allí se dieron cita no profesionales de las televisoras o compañías disqueras; no figurones de la farándula, muchos de ellos creación artificial de las empresas, nacionales o extranjeras, que avasallan la cultura del mundo desde Hollywood o con los Latin Grammy, donde se premia a cantantes de moda, creaciones de artificio moldeados por las grandes empresas (hasta quirúrgicamente), con el único propósito de generar ganancias; no fueron esos cantantes sintéticos cuya valía artística se mide por las ventas de sus discos; que hacen un arte-mercancía, parte obligada luego de la programación musical de radiodifusoras y televisoras para consumo masivo obligado. No estuvieron esas expresiones de un arte desvirtuado, donde más que las voces se realzan el espectáculo en sí, el show, los efectos especiales de iluminación, las toneladas de aparatos de sonido y la exhibición del cuerpo del o la cantante, artificios sucedáneos del verdadero arte del canto.
Ese tipo de arte mercancía y esos artistas a su servicio dan la nota dominante en nuestra sociedad, en detrimento de la verdadera calidad estética, la riqueza de armonías y la belleza de la letra en las canciones, que es sustituida por estridencias con los máximos decibeles soportables, y donde resalta el ruido ensordecedor (que incluso está generando hipoacusia en muchos jóvenes) que degenera la cultura musical, sobre todo entre la juventud, a la que se enseña a despreciar la música popular mexicana clásica, tildándola de “canciones de viejitos”. Ignoran que el verdadero arte no envejece. Es inmarcesible. Y al despreciarlo empobrecen culturalmente a la sociedad.
El concurso de este domingo es algo totalmente diferente. Su propósito es reivindicar el arte, quitándole su carácter de mercancía, para convertirlo en un recurso de educación, de elevación cultural y espiritual de las grandes masas y, en última instancia, en arma de liberación social. Ahí participaron cantantes del pueblo, desde niños, estudiantes, campesinos, colonos, obreros, convocados por el Movimiento Antorchista Nacional en su regional Centro 1 (Morelos, Hidalgo, Queretaro, Estado de México y Ciudad de México). Era el pueblo haciendo arte, interpretando boleros y canción ranchera de compositores que han forjado nuestra cultura musical popular más fina; entre ellos: Agustín Lara, Alberto Domínguez Borrás, Gonzalo Curiel, Mario Ruiz Armengol y tantos otros. También escuchamos creaciones de compositores consagrados por el gusto popular, como Quirino Mendoza y Cortés, Manuel Esperón y Ernesto Cortázar, Rubén Fuentes, José Alfredo Jiménez, Tomás Méndez. En la categoría de coros se interpretaron piezas tan entrañables para los mexicanos como Cielito lindo, y también creaciones de la música universal. Destacó por su participación el coro de la Escuela de Bellas Artes de Ixtapaluca, interpretando la majestuosa cantata Carmina Burana, del músico alemán Carl Orff.
Era el pueblo cantando, y era también el pueblo el que, arrobado, escuchaba las preciosas interpretaciones de lo mejor del arte popular mexicano y universal. La sala estaba repleta de campesinos, obreros, amas de casa, habitantes de colonias populares y estudiantes de extracción humilde, que escuchaban con gran atención. Tan fue así que, salvo algunos casos, el público permaneció desde las 10 de la mañana hasta las seis de la tarde, hora en que concluyó el evento. Sin duda un gran esfuerzo cristalizado en un evento cuya función constructora de conciencias es incuestionable. Y el Movimiento Antorchista la realiza, no como algo decorativo, sino para educar al pueblo y prepararlo para que pueda realizar el necesario cambio social. Y es que el arte es un poderoso medio de conocimiento.
El ingeniero Aquiles Córdova Morán, uno de los pensadores más preclaros del México actual, ha expresado que cada obra de arte es una expresión singular de un fenómeno social representado en ella, y que para apreciar en toda su profundidad cada creación debemos entender qué realidad refleja, a qué época y clase social pertenecen los personajes, por ejemplo, en la novela, el teatro, la poesía. Si el creador artístico fue de lo general a lo singular, quien disfruta la obra y busca entenderla, deberá ir de lo singular hacia lo universal, para conectar la parte con el todo y poder así desentrañar su significado más profundo.
Y son precisamente los clásicos los que merecen ser conocidos y representados, ello obviamente sin desdeñar creaciones actuales, garbanzos de a libra, que suelen aparecer y cuya calidad es extraordinaria. Las obras clásicas en las diferentes artes expresan la naturaleza humana en sus raíces y manifestaciones más profundas; evitan lo banal y efímero, los “dictados de la moda”, creaciones de artificio que, así como aparecen desaparecen, sin dejar huella, sin pena ni gloria. Precisamente por su capacidad de penetrar en lo más profundo de la vida del hombre, de épocas enteras, es que los clásicos atraviesan siglos e incluso milenios, para llegar hasta nosotros, conservando su frescura y actualidad. No pasan de moda. Forman parte del tesoro cultural de la humanidad entera.
El pueblo necesita el arte verdadero. Primero, porque a diferencia de la ciencia, que conoce la realidad y la expresa en forma de conceptos y teorías abstractos, el arte lo hace en imágenes, normalmente más atractivas y accesibles al público. Asimila la realidad y la recrea en forma bella. Es una forma de conocer la sociedad y la realidad toda. Es como poner un espejo frente a la clase trabajadora para que, mirándose en él, se reconozca, se descubra a sí misma; así, el arte verdadero hace una valiosísima aportación al autoconocimiento del pueblo. Nada que ver con la vulgaridad del seudoarte frívolo y enloquecedor, servido masivamente como sopa aguada para consumo popular, que satura la programación “musical” de las radiodifusoras y programas de televisión; que corrompe la conciencia, degrada al ser humano, denigra a la mujer e induce a la animalización.
Además de aportar conocimiento, el arte humaniza, eleva espiritualmente al hombre, desarrolla la sensibilidad hacia los sufrimientos de los demás, tan necesaria en nuestros tiempos de barbarie, donde día a día, masacres, violencia, atropellos gubernamentales y policiacos adormecen la conciencia, atrofian la capacidad de indignación y sumen al pueblo en la apatía. Y todo esto tiene su raíz en la sociedad capitalista, que concibe al dinero y la acumulación de riqueza como valores supremos, dios en cuyo altar se sacrifican la verdadera solidaridad y la capacidad de sentir como propio el dolor ajeno; y que destruye cualidades tan nobles como la gratitud y la fraternidad, convirtiéndolas en estorbos. En tales circunstancias, promover el arte es recuperar la condición humana; es convertir al hombre en hermano del hombre, en lugar de lobo del hombre.
Así, necesitamos el arte para conocer la realidad y humanizar a la sociedad. Pero ni el conocimiento en sí mismo ni la conmiseración bastan: se requiere acción. Decía Marx en su conocida tesis sobre Feuerbach, que el verdadero sentido del conocimiento es transformar la realidad, no sólo interpretarla y adoptar ante ella una actitud contemplativa. Consecuentemente, el trabajo artístico que aquí comentamos es un instrumento de conocimiento y un acicate de la voluntad, un llamado a trabajar arduamente para construir una nueva sociedad, más justa y humana. Por todo eso, vaya mi más sincera y entusiasta felicitación a todos los cantantes, a sus maestros, a los abnegados activistas y dirigentes que con su esfuerzo cotidiano hacen posible que el pueblo disfrute este verdadero festín artístico. Eso es trabajar para el progreso y el verdadero cambio. Enhorabuena.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.