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La guerra contra el gigante asiático
Todos los imperios, del más antiguo al más reciente, cayeron inevitablemente y lo mismo le pasará al de los gringos.
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Cuando el mundo multipolar se abre paso, el gobierno oligárquico e imperialista de Estados Unidos (EE. UU.), que desde 1945 y la caída de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) en 1991 conserva el poder hegemónico en el mundo, sigue con la idea de que el planeta es inamovible y que, en el futuro, no presentará ningún cambio. Pero todos los imperios, del más antiguo al más reciente, cayeron inevitablemente y lo mismo le pasará al de los gringos.

Después del lanzamiento genocida de las bombas nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki, en Japón, con el que pretendió demostrar fuerza y con el que se agotó la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), el imperialismo yanqui activó un plan para dominar el planeta; y en obra de este objetivo promovió la creación de varias instituciones internacionales que obedecen sus mandatos a la fecha.

Ahora destacan el Banco Mundial (BM), el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en cuyas asambleas no sólo se ha frenado el levantamiento del bloqueo comercial contra Cuba –condenado cada año por la inmensa mayoría de los países miembros– también se ha avalado el crecimiento de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) de 12 a 32 ejércitos europeos para cercar a Rusia.

Entre 1945 y los años 90 se generaron también tensiones entre EE. UU. y la URSS, porque ésta se convirtió en un competidor serio alrededor del mundo. Ese periodo fue denominado Guerra Fría, porque Washington recurrió al uso de “armas blandas”, es decir, se dedicó a golpear al bloque socialista a través de la prensa, revistas, películas y canciones populares, cuyos contenidos mentían sobre el comunismo.

En el ámbito comercial, los estrategas gringos usaron el principio estratégico de “divide y vencerás”; y a finales de los años 70 negociaron con la República Popular China (RPCh) en el marco de la política económica “reforma y apertura”, impulsada por el expresidente Deng Xiaoping, quien difundió mundialmente la impresión de que el bloque socialista se había roto y que China se pasaba al campo de la economía de mercado.

Pero los oligarcas estadounidenses ignoraron que el gobierno chino y el Partido Comunista Chino (PCCh) no abandonaban los principios marxistas; el pueblo chino había decidido avanzar con el Estado hacia la construcción gradual de una nación moderna y socialista con un modelo de desarrollo que, en aquel entonces, fue denominado “socialismo de mercado”.

Este modelo tiene el propósito, con el apoyo del pueblo, de promover el desarrollo económico integral, la inversión de capitales, el control de los sectores estratégicos, el fortalecimiento de la educación en general y la técnica en particular; la ampliación de vías de comunicación y el impulso a la actividad tecnológica, primero armando y creando televisores, así como creando pilas y vehículos eléctricos, como los de la empresa BYD.

Mientras el gigante asiático crecía con las grandes ganancias del capital estadounidense y el de otros países, gracias a la explotación de la mano de obra barata china, la Casa Blanca siguió su guerra político-comercial contra el bloque socialista. En los años 90, la URSS se había debilitado por las divisiones internas, la burocratización del Partido Comunista, su alejamiento del pueblo e incapacidad para adaptarse a los cambios tecnológicos.

Esta inadaptación se expresó especialmente en que las mercancías rusas eran costosas y de mala calidad, a diferencia de los productos generados por el capitalismo, eran de mala calidad y costosas. Esto gestó una inconformidad permanente en el pueblo ruso hasta que la gota derramó el vaso en los años 90. Con la caída de la URSS y la inserción de China en el campo capitalista, los gringos creyeron encontrarse sin competencia y solos en el mundo.

Fue así como impusieron el modelo neoliberal en gran parte del mundo y los tratados de libre comercio. México fue una de las víctimas de esa “apertura comercial” y el resultado está a la vista: ahora los ricos son más ricos, hay muchos más pobres y el país sigue igual de atrasado en todos los rubros: económico, tecnológico, educativo y político.

Los estadounidenses tampoco previeron el nuevo modelo de desarrollo en China –ubicado en el marco del capitalismo, pero dirigido por un Estado con visión socialista– y que surgiría una economía fuerte, poderosa y superior a la suya; y que, con una estrategia similar, Vladimir Putin sacaría en poco tiempo a Rusia del atraso económico para convertirla en una nación poderosa, competitiva y con armas muy poderosas para defenderse.

El surgimiento de estas naciones con una visión nueva y distinta a la de las potencias hegemónicas ha propiciado la creación de un mundo multipolar y un nuevo orden socioeconómico de cuyas principales manifestaciones surgió el grupo de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica).

El desarrollo científico y tecnológico de la producción en China, como ha explicado el presidente del gigante asiático, Xi Jinping, se logró en el marco de la competencia comercial del mercado capitalista, donde pronto superó a los productores tradicionalmente capitalistas de Occidente en varios rubros.

Por ejemplo, hace 10 años, Elon Musk, uno de los más famosos productores de automóviles gringos, se burló de los carros eléctricos BYD durante un programa televisivo; y hoy, como advierte un viejo refrán mexicano, se ha quedado como “una marrana chillando en un portillo”, ya que está exigiendo que los países capitalistas impongan aranceles porque sabe que no podrá competir con ellos.

Canadá, por ejemplo, ya anunció la imposición de un arancel de 100 por ciento sobre estos autos eléctricos chinos. ¿Qué pasó con el principio del libre mercado? ¿Qué fue del respeto al sacrosanto mercado y sus leyes? Acá se aplica la máxima mexicana: “hágase la voluntad de Dios, pero en los bueyes de mi compadre, no en los míos”.

Ante su incapacidad para competir en condiciones iguales, el imperialismo reacciona con amenazas, sanciones y guerras, como lo evidencian las acciones beligerantes, económicas y políticas estadounidenses desde la isla de Taiwán contra el gigante asiático. Pero al imperialismo le queda poco tiempo de vida porque, cuando entra en la espiral de decadencia, como escribió Carlos Marx, nada de lo que se haga, puede poner remedio.

Las oligarquías de Occidente están perdiendo su hegemonía y, como león herido, lanzan zarpazos a diestra y siniestra; y éstos son un signo más de su debilidad. Ahora los malos de la película son los chinos y hay que sancionar sus mercancías; organizar campañas contra sus autos eléctricos e imponerles aranceles porque le están arrebatando el mercado, incluso amenazan con cerrar empresas emblemáticas como Volkswagen.

El modelo de desarrollo chino significa un ejemplo que debemos estudiar, pues ha sacado de la pobreza a su población. Tiene mercancías al alcance de la gente, cuenta con trabajo y ha generado condiciones de vida modestas, pero cómodas, para su pueblo. En EE. UU., en contraste y “gracias” al modelo egoísta e imperialista, hay más pobreza, desempleo, enfermedades, casas vacías y gente que vive en las calles.

México debe fortalecer sus lazos económicos y políticos con China. Lejos de frenar el ingreso o imponer aranceles a sus mercancías, hay que abrirles paso, pues así los mexicanos podrán acceder a productos de buena calidad y precios asequibles. Y, a la par, como lo hizo el pueblo chino a mediados del siglo pasado, el pueblo mexicano debe unirse y organizarse para construir el socialismo con características mexicanas. 

 


Escrito por Brasil Acosta Peña

Doctor en Economía por El Colegio de México, con estancia en investigación en la Universidad de Princeton. Fue catedrático en el CIDE.


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