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Durante varias décadas del siglo pasado, el pensamiento social latinoamericano marchó al ritmo de “la escuela de la dependencia”. En su vertiente marxista, el postulado metodológico fundamental fue que la única forma para entender al capitalismo consistía en un sistema mundial donde el desarrollo desigual entre países genera relaciones asimétricas entre el centro (los países más desarrollados) y la periferia (los países subdesarrollados). Ésta era y es la relación de dependencia.
Algunos postulados básicos sobre el desarrollo capitalista en nuestras sociedades pueden resumirse de la siguiente forma: en el terreno económico, la burguesía imperialista aprovecha su posición de ventaja para desarrollar plataformas exportadoras en los países periféricos, buscando materias primas y otros bienes producidos por una fuerza de trabajo sobrexplotada. Estos sectores están directamente controlados por la burguesía imperialista o por una burguesía nacional clientelar que no tiene ningún interés en el desarrollo industrial propio. La inserción en el capitalismo global destruye las estructuras sociales en el medio rural, lo que acelera la migración a las ciudades sin que haya un aumento correspondiente de la demanda de trabajo en los grandes centros urbanos: el resultado es una urbanización dependiente caracterizada por la marginación, el desempleo y el subempleo crónicos. Los gobiernos nacionales tratan de corregir con estrategias de industrialización o por sustitución de importaciones (después de la Segunda Guerra Mundial); pero deben iniciar con la producción de bienes de consumo que son intensivos en bienes de capital (que se deben importar de los países ricos) y fuerza de trabajo calificada; el desempleo y subempleo persisten y los países periféricos entran en problemas con la balanza de pagos que amenazan permanentemente la reproducción del modelo: el resultado final es la crisis. El desarrollo en los países periféricos realmente es el desarrollo del subdesarrollo.
Esta escuela, que produjo algunos de los trabajos más originales en distintas disciplinas e inspiró a distintos movimientos políticos, fue rápidamente abandonada a finales de los 70, cuando la globalización capitalista, es decir, el neoliberalismo, irrumpió violentamente en la periferia del sistema mundial. Paradójicamente, esto sucedió cuando las liberalizaciones comercial y financiera, que expusieron a la industria y agricultura nacionales frente a la competencia con los países centrales, aumentaban la dependencia y subordinación. México es uno de los casos ejemplares: la liberalización comercial arruinó a millones de pequeños productores agrícolas e hizo quebrar a miles de empresas nacionales; el desempleo y la informalidad aumentaron mientras la economía se desindustrializaba; el desarrollo de una plataforma manufacturera de exportación basada en la inversión extranjera directa y la subcontratación de procesos intensivos en mano de obra (como la maquila), provocaron aumentos espectaculares en el comercio entre México y Estados Unidos, mismo que no se vio reflejado en valor agregado, crecimiento económico, empleo formal y mejores salarios. En Sudamérica, el auge en la exportación de materias primas creó una falsa sensación de prosperidad y desarrollo durante la primera década de los 2000; pero el fin de este ciclo se tradujo en estancamiento o profundas crisis económicas como en Brasil. El imperialismo reafirmó su hegemonía promoviendo golpes de estado blandos, como en Brasil y duros, como en Bolivia.
Los avances en materia de reducción de la pobreza y la desigualdad alcanzados en la década de los 2000 mil se revirtieron rápidamente. Estalló, en ese contexto, la pandemia de Covid-19 que, por el confinamiento y el freno de las actividades no esenciales, redujeron sustancialmente el ingreso de una parte considerable de la población. La estructura social de nuestros países, caracterizada por el trabajo informal, el auto empleo y la microempresa, obligó a millones de personas a trabajar a pesar de la pandemia; la falta de apoyos extraordinarios en países como México agravó la situación. El virus se expandió generando cientos de miles de muertes, afectando a los más pobres y marginados. Simultáneamente, millones de empleos se destruyeron; una parte importante abandonó la fuerza laboral y en México, por ejemplo, la pobreza laboral alcanzó máximos históricos a pesar de los aumentos consecutivos en el salario mínimo.
Los 22 millones de nuevos pobres en nuestro continente, que reporta la Comisión Económica para América Latina (Cepal) y el daño irreparable en pérdidas humanas, no pueden entenderse solo como efectos inevitables de un choque externo. El daño desproporcional que ha tenido la crisis sobre las clases trabajadoras de nuestros países se debe, fundamentalmente, al sistema capitalista mundial que beneficia a unos pocos países ricos y cada vez más a una pequeña élite de esos países. La vacuna –desigualmente distribuida entre los países y en el interior de éstos– probablemente traerá el fin temporal de esta pesadilla; pero entonces será el momento de decidir si seguir por el mismo camino de la dependencia y la subordinación, o iniciar un camino de transformación social donde las necesidades de los sectores populares estén en primer lugar.
A tres años del sismo del 19 de septiembre del 2017, miles de damnificados aún viven con familiares, vecinos, en campamentos callejeros o rentan viviendas porque las suyas siguen en proceso de reconstrucción debido al burocratismo.
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El mundo de la plusvalía está en su última etapa, se ahoga en su propia riqueza.
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Escrito por Jesús Lara
Licenciado en Economía por El Colegio de México. Doctorante en Economía en la Universidad de Massachusetts Amherst de EE.UU.