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La escalada delictiva en México avivó el afán geopolítico de Estados Unidos (EE. UU.) por relanzar su política injerencista en el país. Primero ofreció “coadyuvar” en una guerra contra el narcotráfico, en la que pretende desplegar militares, agentes y comandos encubiertos. Luego, para ampliar su autoridad en nuestro país, anunció que declarará “terroristas” a las redes de la droga mexicanas. De esta forma es como aprovecha su fracaso en la guerra global antiterrorista para cooptar la estructura mexicana de seguridad e inteligencia. Además, deja intactas a sus propias mafias, que distribuyen más de 30 millones de narcodosis diarias a los adictos estadounidenses. El gobierno mexicano no puede avalar esa estrategia de Washington, letal para nuestros países y un gran negocio para el crimen trasnacional.
Tras la masacre contra una familia mexicano-estadounidense, Donald John Trump ofreció su respaldo al gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Manifestó: “Es el momento para que México, con ayuda de EE. UU. libre una guerra contra el narco y borre a los cárteles de la faz de la tierra”. Ante la presión de su homólogo, el mexicano respondió: “Es un asunto que nos toca atender. Al gobierno de México, de manera independiente y haciendo valer su soberanía”.
Además de no comprender el nacionalismo mexicano, Trump parece ignorar que los vocablos “guerra” y “terrorismo” hacen alusión a un ámbito militar que implica la confrontación entre ejércitos; y en términos estrictamente castrenses, los grupos delictivos trasnacionales, no lo son. También, llamar “guerra” a los operativos antidroga induce a error, porque presupone la existencia de ganadores y vencidos y confronta a consumidores y productores.
Ese concepto también omite la atención geopolítica que merece el fenómeno del narcotráfico por su amenaza a los Estados. Esto significa que una estrategia para destruir las ilícitas redes empresariales trasnacionales no implica militarizar, sino minar su fortaleza financiera, inteligencia y telecomunicaciones.
Sin embargo, persistente en su afán belicista, el 26 de noviembre durante una entrevista realizada con The O’Reilly Update, Trump anunció que considerará “organizaciones terroristas” a los cárteles del narcotráfico que operan en México por su rol en el tráfico de personas y sustancias ilegales.
Este enfoque ignora que para los mexicanos, el despliegue de agentes extranjeros en su territorio es prácticamente imposible de admitir por sobradas razones históricas. “La idea de poner agentes extranjeros en el terreno es tan sensible que se ha mantenido en secreto”, advierten especialistas del centro británico de análisis internacional, Chatham House.
Además, esa reticencia se apoya en la historia de los errores tácticos y estratégicos de EE. UU. desde que Richard Nixon declaró esa guerra en 1971, y en el fracaso de estrategias como el Plan Colombia (1999-2012), también la Iniciativa Mérida firmada en el sexenio de Felipe Calderón (2006-2012).
Un criterio más integral es el de la académica canadiense Dawn Paley, quien afirma que no existe la guerra al narcotráfico porque lo que en realidad hay es una guerra capitalista contra los pueblos.
Las estrategias antidrogas son útiles para el capital trasnacional “porque van con la instauración de reformas y políticas neoliberales, militarización y violencia estatal con un proceso de paramilitarización, donde se incluyen los cárteles del narcotráfico”, estima la experta en drogas.
Además, la Comisión Global sobre Política de Drogas declaró, en 2011, que la guerra contra el narcotráfico fracasó por sus consecuencias devastadoras para individuos y sociedades, pues “las mafias se trasnacionalizaron y su poder creció a gran velocidad”.
La Universidad de Stanford, EE. UU. es el mayor mercado global, con más de 30 millones de adictos, casi un millón de muertos por sobredosis en los últimos años y con el repunte de ganancias del Complejo Industrial Militar (CIM). La “guerra” que pretende iniciar Trump, aportaría ganancias para el CIM que lo impulsó para ganar la presidencia.
Los variados operativos antidrogas de EE. UU. en el sur de su frontera con México le reportaron más de un billón de dólares a esa industria. Para muchos, la insistencia de Trump tiene tinte electoral y busca salir al paso del proceso del juicio político que enfrenta en el congreso de su país.
Geopolítica de una adicción
El tráfico de sustancias ilícitas representa un negocio que va de 320 mil a 500 mil millones de dólares (mdd) anuales. No lo conforma un solo mercado, sino que involucra la cadena (producción, consumo, tránsito, lavado de dinero y tráfico de precursores químicos, entre otros). Ha sido capaz de adaptarse a nuevas geografías, con lo que ha aumentado el valor estratégico de Colombia, México y Brasil, explica el analista Norberto Emmerich.
La innegable capacidad de control en el proceso (desde la producción hasta el lavado de utilidades) permite a la mafia determinar espacios territoriales con grupos criminales o subversivos en algunos países. Es un fenómeno de alcance trasnacional que actúa en rutas aéreas, terrestres y marítimas, usa alta tecnología para procesar su producto y evadir la vigilancia de las autoridades, explica el especialista Oswaldo Jarrín R.
Toda esa estructura busca abastecer la insaciable adicción de millones de consumidores, en el mayor mercado mundial, que es EE. UU. y en el segundo, que es la Unión Europea (UE). Los escasos informes oficiales estadounidenses al respecto revelan una realidad impactante: 21 millones de estadounidenses tienen “al menos una adicción a drogas y solo 10 por ciento recibe tratamiento”.
La Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (ATT) estima que esa adicción tiene un costo aproximado de 600 mil mdd. Las muertes por sobredosis se han triplicado desde 1990; entre ese año y 2017, más de 700 mil estadounidenses murieron por el consumo de alguna droga.
En 2017, la venta de cocaína superó los 200 mil mdd. Según la investigadora en jefe de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), Angela Me, de toda la cocaína que se produce en el mundo, EE.UU. es el principal consumidor.
El informe 2018 de los Centros de Atención a las Adicciones del Departamento de Salud revela que el alcohol, los opioides, la cocaína y otras sustancias estupefacientes “matan a miles de estadounidenses cada año e impactan en millones de vidas”, además de causar desórdenes mentales por su uso repetido. En EE. UU., unos 800 mil adolescentes (de entre 12 y 17 años) usan drogas.
El informe 2018 de la Sección de Inteligencia Estratégica de la Agencia Antidrogas (DEA), recién desclasificado, evidencia que entre 2016 y 2017 escaló a 65 mil muertes anuales por abuso de drogas controladas. El ícono de la prensa corporativa, The New York Times, en su sección Addiction Inc, reveló que en EE. UU. hay una “epidemia de opioides que representa un mercado de 35 mil millones de dólares”.
El histórico abuso de drogas en EE. UU. ha generado una “guerra” contra ellas, que ya dura varias décadas. Sin importar quién sea el presidente, crece el presupuesto para combatir esa adicción sin éxito. Hoy, el presidente Trump se enfoca en la crisis de opioides considerada como emergencia nacional.
“Hay 54 millones de usuarios de opioides, principalmente en Washington DC, Michigan, Kentucky, Maine, Oregon, Missouri, Virginia del Este e Indiana”, decía en septiembre pasado John S. Kiernan en The New York Times.
El reporte 2019 de la UNODC apunta que en EE. UU. van al alza, desde hace 10 años, los arrestos por crímenes cometidos por drogas. Estadísticas de septiembre de la Oficina Federal de Investigaciones de EE. UU. (FBI) muestran que solo en 2018 hubo un millón 654 mil 282 arrestos por drogas.
La inepta DEA
El trabajo de la Drug Enforcement Administration (DEA) resultó poco efectivo e incita a la corrupción. Creada en 1973 por Richard Nixon, con la misión de reducir el abasto, la distribución y el consumo de estupefacientes ha sido ineficiente.
Pese a tener una poderosa fuerza humana (cinco mil agentes especiales), amplia presencia territorial (oficinas en 66 países), recursos colosales (presupuesto superior a los cuatro mil mdd anuales) y mantener programas de cooperación en países productores y de tránsito de esas sustancias; en 1980, Ronald Reagan la autorizó a realizar misiones en Bolivia y Perú, pero un incidente aéreo que dejó varios muertos concluyó tal proyecto.
El giro más significativo en la actividad de esa agencia ocurrió en 2005 cuando George Walker Bush creó cinco comandos antidroga secretos: Equipos de Apoyo y Asesoramiento de Despliegue Extranjero (FAST). Estas unidades no están obligadas a respetar la soberanía ni el marco legal del país donde actúan.
Cada escuadrón tiene 10 miembros: un supervisor, cuatro agentes especiales, un especialista en inteligencia y cuatro soldados de élite. Su primer destino fue Afganistán. En 2009, Barack Obama autorizó el despliegue de los FAST en nuestra región, América Latina.
Al igual que la sombría actuación de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) en América Latina, la DEA mantiene “contactos y negocios con los cárteles de la droga y han servido para organizar importantes redes de lavado de activos, que llegan hasta Wall Street. Y si el dinero está marcado por ese tráfico, también lo está la política”, explicaba a TeleSUR el experto Ricardo A. Salgado Bonilla.
“Sus agentes recibieron dinero, costosos regalos y participaron en las fiestas con prostitutas pagadas por jefes delictivos en Colombia, justo a los que debían combatir. En 2012, asesinaron en Honduras a cuatro inocentes en una embarcación y alegaron defensa propia, aunque se descubrió que fue un asesinato a sangre fría”, refiere el experto Fernando Casado.
En 2005, la DEA fue expulsada de Venezuela cuando sus agentes fueron acusados por cometer actos de narcotráfico y espionaje, denunció entonces la emisora TeleSUR. Hasta donde se conoce, los comandos FAST han realizado unos 15 operativos en América Latina, algunas solo fueron de capacitación.
En 2010, el director de la Oficina de Política Nacional para el Control de Drogas de EE. UU., Gil Kerlikowsk, declaró: “Desde una perspectiva amplia, la guerra contra las drogas no tiene éxito; después de 40 años, esa preocupación es, si cabe, mayor y más intensa”.
En enero de 2018, el exsecretario de Estado de EE. UU., George P. Shultz y el exsecretario de Hacienda de México, Pedro Aspe, escribieron en The New York Times: “La guerra contra las drogas en EE.UU. ha sido un fracaso que ha arruinado vidas, ha abarrotado las prisiones y ha costado una fortuna”.
Presión sobre México
Por la naturaleza binacional del proceso producción-tránsito-consumo, es natural que exista una colaboración efectiva entre México, asiento de potentes cárteles de la droga, y las autoridades estadounidenses. Es válido reforzar la cooperación policiaca, fiscal, de vigilancia y tecnológica para socavar el poderío de esas organizacones.
Sin embargo, la Iniciativa Mérida (2008) fracasó porque EE. UU. aplicó en México la misma estrategia que contra Al Qaeda, consistente en buscar y exterminar a los líderes con tal de liberar otros miembros (Kingpin Strategy). Con la pretensión de tipificar al narcotráfico como “terrorista”, Washington invocaría su derecho a combatirlo donde sea y cuando sea, sin respetar la soberanía de los países.
Por ello, su embajador en México, Christopher Landau, primero en tono conciliador admitió que ambos países viven retos compartidos; pero luego se puso en plan de diplomático duro cuando afirmó que “deben ponerse manos a la obra para vencer a los muy poderosos criminales”. Ése es el gran desafío para México en el futuro cercano.
Avidez insaciable
La epidemia del crack durante los años 80 en EE. UU. impactó sobre todo en comunidades afroamericanas y latinas. Nancy Reagan ─esposa del presidente Reagan─ propuso su campaña “Di no a las drogas”; y el 25 de octubre de 1988 declaró ante la Organización de las Naciones Unidas (ONU): El cartel de la cocaína no comienza en Medellín, Colombia; comienza en las calles de Nueva York, Miami, Los Ángeles, y en cada ciudad estadounidense donde se vende y compra este veneno”. Por su limitado respaldo entre gobernadores e instituciones del gobierno, ese intento fracasó.
Pasados 31 años, el analista de seguridad regional de la Oficina en Washington sobre Asuntos Latinoamericanos (WOLA), Adam Isacson, explicó en junio a la BBC: “La estrategia de represión y combate, aplicada por los gobiernos estadounidenses no ha logrado hacer mella en el comercio de drogas ni disminuir el deseo de estadounidenses y europeos de consumirlas”. Por ello sentenció: “Tenemos una crisis en nuestras manos, y por 50 años hemos sido incapaces de resolverla”.
La paz mundial depende, pues, de que EE. UU. entienda la nueva situación global, incluida la fuerza real de Rusia y China, y se resigne a ocupar un lugar menos relevante en ella.
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Escrito por Nydia Egremy
Internacionalista mexicana y periodista especializada en investigaciones sobre seguridad nacional, inteligencia y conflictos armados.