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Las experiencias históricas de los pueblos ilustran que, en momentos de alta tensión social, como una crisis económica generalizada o una guerra, se abren posibilidades de que fuerzas opositoras débiles y fragmentadas derroten a un oponente más poderoso. No obstante, si los disidentes no saben aprovechar las circunstancias, no solo quedan condenados a pactar para seguir viviendo bajo el régimen enemigo sino que, en condiciones extremas, pueden sufrir la represión contundente, a veces exterminadora, del poderoso.
Esto ocurrió a los insurgentes mexicanos durante la guerra de Independencia. Mientras el grupo de varias decenas de miles, que seguía a Miguel Hidalgo, se extendió por el reino de Nueva España entre 1810 y 1811, surgieron numerosos grupos locales de rebeldes populares diseminados en la geografía, que veían en la disidencia una salida próxima a su situación de vida en condiciones paupérrimas. Rebeldes notables de la dirección de esos grupos no eran propiamente pobres, como los líderes de los clanes Galeana y Bravo, hacendados del sur de México, y otros conformaban las filas marginales del bandidaje, como los insurrectos de Puebla, José Francisco Osorno, José Antonio Arroyo o José Vicente Gómez, alias El Capador.
De 1811 a 1816, Osorno, acompañado por el mariscal rebelde Mariano Aldama, logró mantener sobre las armas a varios pueblos y haciendas de los llanos de Apan y de las serranías que se extienden entre Zacatlán y Teziutlán. En ese periodo, ningún militar del virrey logró capturarlo, pues sus hombres adoptaron una táctica de ataques en pequeñas guerrillas, que se desplazaban velozmente de un lugar a otro, evitando los contingentes enemigos numerosos y mucho mejor armados, dando golpes sorpresa contra las guarniciones contrainsurgentes descuidadas, o sobre las tierras y pueblos de gente fiel a España para apoderarse de sus bienes. Los jefes realistas divulgaban que se trataba de bandidos y ofrecían recompensas cuantiosas a quienes lograran capturarlos, matarlos o presentar sus cabezas cercenadas. Pero esta guerra apenas afectaba a los de Osorno, pues ellos habían adoptado la medida inteligente de prometer u otorgar tierras a la gente que se integrara o ayudara a su revolución.
Sin embargo, Osorno y sus seguidores colaboraron muy poco con los demás insurgentes del virreinato. Se desaprovecharon los logros de José María Morelos quien, en 1813, dominaba lo que hoy es Guerrero, Oaxaca, el sur de Puebla y los caminos de Veracruz. Tampoco se cohesionaron bajo una sola directiva los rebeldes triunfantes de Morelos; esto produjo su derrota en diciembre de 1814, la prisión y muerte de su jefe en 1815 y la continua dispersión de los guerrilleros. No eran ya un oponente para las tropas del virrey, que acabaron con ellos paulatinamente. Osorno mantuvo sus posiciones entre 1814-1815, sin unirse a otros jefes para coordinar la rebelión; pero en diciembre de 1815 enviaron contra él un hábil contingente dirigido por Manuel de la Concha. Ese comandante tenía autorización plena para ejercer la violencia y no dudó en aplastar a los guerrilleros; quemaba sus pueblos y no otorgaba ni juicio ni confesión a sus prisioneros, a quienes fusilaba sin inmutarse. Nadie auxilió a los rebeldes de los llanos. Por eso, para la segunda mitad de 1816, Osorno y sus seguidores ya estaban fuera de combate.
Tal vez sea importante considerar ahora la pérdida de los rebeldes. En la crisis económica y sanitaria de hoy, estamos pasando unas jornadas electorales en las que se disputará la continuidad de la pésima administración ejercida por la Cuarta Transformación y la posibilidad de poner un bozal al absolutismo tan anticonstitucional como antidemocrático de Andrés Manuel López Obrador. Resulta imperativo que los inconformes, que no tenemos la fuerza del Estado entre las manos, nos unamos para plantear una propuesta que convenga a todos, y batear al mal gobierno acudiendo con claridad a las urnas.
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Escrito por Anaximandro Pérez
Doctor en Historia y Civilizaciones por la École de Hautes Étus en Sciences Sociales (EHESS) de París, Francia.