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Según el Presidente López Obrador, en México la teoría de Marx sobre el valor y la plusvalía “no aplica” porque aquí todos los males vienen de la corrupción de los gobiernos anteriores, que saquearon las arcas nacionales para beneficiar a sus amigos y a los magnates mexicanos (“capitalismo de compadres”, le llama). Algunos politólogos y firmas encuestadoras creen que la repetición machacona de ese discurso es la causa de que se mantenga alta su aprobación popular a pesar de sus gravísimos errores y los pésimos resultados de su gobierno en materias tan sensibles como la seguridad pública, la salud, la educación y la crisis económica, que ha provocado el cierre de miles de empresas y el despido de millones de jefes y jefas de familia. Piensan que la gente de menores ingresos y ya sin posibilidad de trabajar, la más necesitada de la ayuda gubernamental que recibe y que, además, se informa poco y mal sobre la situación del país, se identifica con ese discurso y, por eso, su apoyo se mantiene inconmovible.
Me parece muy probable que sea así, porque la gente que vive de su trabajo o de la venta de su fuerza de trabajo, solo maneja cosas visibles y tangibles, objetos materiales a lo largo de toda su vida. Son contadas las ocasiones en que puede o debe generalizar su experiencia llevándola al plano de lo general, al terreno de las verdades o los principios abstractos. Por eso, cuando el Presidente le muestra la corrupción materializada en la “lujosa” residencia de Los Pinos, en el avión presidencial o en personas con nombre y apellido, rápidamente capta el mensaje, lo cree y hace suya la idea de que tiene ante los ojos a los causantes y la causa de su desgracia. Y no interroga más; no se pregunta, por ejemplo, cuál es el origen de esa riqueza ni cómo pudo llegar a donde está.
Otra cosa son quienes le dicen que la corrupción explica todos los males de la nación y que esa lacra solo ocurre en México. Ellos sí saben (o deberían saber) que están ocultando la parte mayor y más importante del problema social que critican y que, con ello, inducen a error a la gente y bloquean el camino a la verdadera solución del mismo. Creo que lo primero que hay que pedirle al Presidente es que defina con toda precisión qué entiende por corrupción, porque el manejo de conceptos imprecisos o mal definidos sirven más para atacar e insultar a los “enemigos” que para expresar con rigor una verdad científica.
Quienes escuchan con atención las mañaneras, se habrán dado cuenta de que el Presidente usa el término “corrupto” como sinónimo de peculado o concusión, palabras que el diccionario define como “hurto de caudales del erario cometido por el que los administra”. Por tanto, el calificativo solo se aplica correctamente a los funcionarios de un gobierno cualquiera, pero no cuando se aplica a quienes piden “mordida” en los cruceros y sus jefes concentradores del dinero; a los que cobran por un servicio que debe ser gratuito; a quienes exigen una “mochada” por resolver favorablemente una solicitud o por asignar un contrato con inversión pública, que son las formas que más sufre y más irritan a la gente común. A ellos no se les puede llamar corruptos porque no “hurtan dinero del erario”. Por tanto, el adjetivo resulta corto para el fenómeno que pretende explicar y, por tanto, resulta falso en un buen número de casos.
El Presidente también califica como corruptos a los empresarios mexicanos (y a algunos extranjeros) por haber amasado sus fortunas –dice– al amparo de los corruptos gobiernos anteriores. Contratos sin licitación o con licitaciones a modo; permisos indebidos; concesiones para la explotación de minas; venta a precio de regalo de activos nacionales; exención y devolución de impuestos e incluso inyección directa de recursos públicos como el caso Fobaproa, son algunos de esos favores ilícitos. Sin embargo, suponiendo que eso sea cierto, esos empresarios tampoco caen dentro del concepto de corruptos, simplemente porque tampoco administran dinero público.
Y no es cierto que eso ocurra solo en México ni que solo aquí exista el “capitalismo de compadres”. En tal juicio se pone de manifiesto la falta de entendimiento profundo de cómo funciona realmente el sistema capitalista mundial, del cual México forma parte integrante, y del Estado “democrático” engendrado por ese capitalismo. Si el Presidente se ubicara mejor en estos temas, vería que en el fondo de todo está la organización de la sociedad en torno a y al servicio de la empresa privada, de la producción de mercancías y de la obtención, mediante su venta, de la máxima ganancia del capital; que el “delito” de los corruptos consiste en repartirse una parte pequeña de la riqueza social sin haberla devengado, pero que, más allá de la formas, todos hacen lo mismo: acumulan riqueza, legal o “ilegalmente”, porque la organización social está diseñada para eso. Se daría cuenta de lo pueril que resulta querer encarcelar a todos los corruptos, es decir, al sistema entero, o reformarlo mediante una “cartilla moral”.
No se trata de un problema subjetivo, del mal comportamiento de los individuos, sino de un problema estructural inherente a las sociedades con economías de mercado. Según la teoría de la productividad marginal, en una economía donde el mercado funcione correctamente, cada ciudadano recibe un beneficio equivalente a su aporte personal a la riqueza social. La acumulación excesiva y la desigualdad que genera son, según esta teoría, el resultado y un indicador seguro de que los mercados están funcionando mal y de que el Estado no está cumpliendo su función reguladora. Esto es lo que López Obrador llama “corrupción gubernamental” y “capitalismo de compadres”. Joseph Stiglitz, uno de los mejores economistas del capital, dice: “Gran parte de la desigualdad que existe hoy en día es una consecuencia de las políticas de gobierno, tanto por lo que hace el gobierno como por lo que no hace”. (El Precio de la desigualdad, p. 75).
Sigue Stiglitz: aunque es más frecuente y más fácil de hacer en los países subdesarrollados ricos en recursos naturales, también en los países más desarrollados y con economías modernas la “búsqueda de renta” asume muchas formas, algunas de las cuáles son muy similares a las de los países ricos en petróleo: conseguir activos estatales (como petróleo o minerales) por debajo del precio justo de mercado. No es difícil hacerse rico cuando el gobierno le vende a uno por 500 millones de dólares una mina que vale 1,000 millones. Otra forma de buscar rentas consiste justamente en lo contrario: venderle al gobierno productos por encima de los precios de mercado. Las compañías farmacéuticas y los contratistas militares destacan en esta modalidad de búsqueda de rentas. Las subvenciones públicas del gobierno (como las destinadas a la agricultura), o las subvenciones ocultas (restricciones al comercio que reducen la competencia, o las subvenciones ocultas en el sistema tributario) son distintas formas de obtener rentas del público” (op.cit. p. 87).
Aquí tenemos, reproducido hasta en sus detalles mínimos, el “capitalismo de compadres” que López Obrador considera exclusivo de México y que, según él, es otra forma de la corrupción. No se trata de eso exactamente, sino de un desajuste del mercado que consiste en que “los de arriba” reciben un beneficio mayor a la riqueza que aportan a la sociedad, ayudados por la omisión o comisión de los gobiernos respectivos. El remedio, por tanto, no es la cárcel, sino la correcta y oportuna intervención del Estado para volver a establecer la justa proporción entre lo que dan y reciben los privilegiados. Dicho en otras palabras, se trata de instrumentar políticas públicas de reparto equitativo de la riqueza social, que es lo que viene proponiendo desde hace cuarenta años el Antorchismo Nacional. Y el gobierno mexicano dispone de todas las herramientas legales para hacerlo; solo falta entender bien el problema y tener la firme voluntad de resolverlo a favor de los que menos tienen.
La corrupción es, siempre y en todas partes, desplazamiento, redistribución ilegítima de la riqueza previamente creada; nunca, por ningún lado, se ve que la corrupción reparta o redistribuya riqueza creada por ella misma. Para que exista corrupción tiene que haber primero riqueza. La mordida y el moche trasladan riqueza del bolsillo de los ciudadanos a los del policía y del funcionario corruptos; el peculado traslada dinero del erario, de los impuestos pagados por los ciudadanos, a manos de los funcionarios que lo hurtan; las ayudas de los gobiernos a la empresa privada para engordar sus rentas, reparte empresas nacionales que ya existían, recursos naturales que existían miles de años antes o formas virtuales de extraer rentas del público para entregarlas a los buscadores de rentas.
La corrupción, pues, no es una variable independiente sino derivada de la preexistencia y acumulación de la riqueza creada por los obreros en las fábricas del capitalista y por los campesinos. Nace de la exagerada e irracional concentración de la riqueza así producida en unas cuantas manos, mientras la inmensa mayoría de la población apenas tiene lo indispensable para no morir de inanición. De aquí, y del afán de acumulación y de lucro que el sistema mismo inocula en el alma de todos, nace la tentación de abusar del cargo o del prójimo para hacerse rico a como dé lugar, para igualarse con los millonetas, que son modelo de éxito y de ciudadano en el mundo del capital. El remedio está a la vista: reparto equitativo de la renta nacional, o como dice Stiglitz, hacer funcionar correctamente la productividad marginal. No lucha anticorrupción, que es luchar contra molinos de viento, sino por la redistribución de la riqueza social en bien de todos.
Quienes nos proponemos esto, estamos en desventaja frente a la “explicación fácilmente entendible” de AMLO por el espíritu práctico de las masas que ya dije. Pero a pesar de eso, la verdad está de nuestro lado y se la debemos decir a la gente ahora, aunque no nos crea. Al final de este sexenio, la vida le habrá enseñado que el combate a la corrupción solo trae más pobreza y desigualdad para ella. Y entonces verá clara como la luz la verdad que ahora se le hace difícil captar. Ése será el momento de iniciar un nuevo rumbo, mejor para todos.
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Escrito por Aquiles Córdova Morán
Ingeniero por la Universidad Autónoma Chapingo y Secretario general del Movimiento Antorchista Nacional.