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Está por concluir el gobierno de Donald Trump, y la llegada de Joe Biden genera comentarios muy optimistas en medios de prensa mexicanos; algo explicable, pues el presidente saliente destaca por su acendrado racismo, por misógino y bravucón, por una vulgaridad de antología y por su particular desprecio a los mexicanos, especialmente a los inmigrantes, a quienes ha dado un trato brutal. Trump representa, en su forma más descarnada, la decadencia del imperio, económica, política y moral. Biden es un político, al parecer, educado, y es acompañado en la vicepresidencia por una mujer, identificada además con las minorías raciales. Por ello, en muchos comentaristas de medios escritos y en redes sociales puede percibirse que albergan esperanzas en que al pueblo mexicano le irá mejor: se ha ido el orate, llegan los tranquilos. Tales expectativas, sin embargo, son exageradas, y no se corresponden con la historia. Cierto que las formas cuentan, y puede un presidente ser relativamente menos agresivo que otro, hecho no desdeñable; pero ello no modifica en su esencia la realidad; a lo sumo podría esperarse un cambio en las formas, una mitigación. Nada más.
En Economía Política, la base económica (las relaciones de producción y de propiedad dominantes, la clase social que se apropia lo producido y la forma en que lo hace), determina la superestructura política, esto es, quién y cómo detenta el poder del Estado. Personajes o partidos políticos van y vienen, con estilos diferentes de lenguaje (vulgar o educado, culto o ignorante); pero es la superficie, y si la estructura económica permanece, es ilógico esperar cambios trascendentes. El género o el color de la piel de los gobernantes no son determinantes esenciales.
Trump se ganó a pulso su imagen fascistoide, y eso ayuda a que inconscientemente muchos esperen, por fin, desde las esferas de poder del imperio, una alternativa más “educada y amable”. Es ésta una ilusión que presupone separar el actuar de los gobernantes de los intereses económicos y políticos dominantes; una separación entre política y economía, en nuestro caso el dominio comercial y corporativo de empresas multinacionales norteamericanas sobre México. Ambos fenómenos en realidad están fundidos en uno solo, bajo la tutela del gobierno estadounidense. Nadie llega a la presidencia sin el beneplácito de uno u otro sector de las grandes finanzas y de los corporativos empresariales. Lo ilusorio de las esperanzas puestas en Biden radica también en un segundo supuesto falso: que quien realmente manda es el presidente, y no es así. Parafraseando aquella popular frase del Maximato: “aquí vive el Presidente, el que manda vive enfrente”; en este caso, el gran capital. Y vaya que éste, principalmente norteamericano, impera.
Nuestra dependencia es estructural, y progresiva. “La apertura comercial permitió la entrada de empresas extranjeras al país, y que año tras año han ido ganando relevancia en la actividad económica. Tan solo en la última década, las ventas de las 100 empresas extranjeras más grandes que operan en México pasaron de representar 21% a 27% del Producto Interno Bruto (PIB) nacional (...) Además, el número de empresas extranjeras dentro del ranking ‘Las 500 empresas más importantes de México’ aumentó de 214 a 234 (...) En 2019, el incremento de las ventas acumuladas por las 100 extranjeras más grandes que operan en México fue de 9.1%, mientras que las 100 mexicanas más grandes tuvieron una caída de 0.9% (...) las mexicanas han ido perdiendo peso en el mercado mexicano. En los últimos 10 años, la participación de las 100 empresas mexicanas más grandes en el PIB pasó de 55% a 44%” (Expansión, 29 de septiembre de 2020). Adviértase que el 43% de las trasnacionales que aquí operan son estadounidenses. Además, se alude aquí solo a las grandes empresas; de las pequeñas ni hablar. Durante el TLCAN, el comercio regional pasó de 100 mil millones a más de un billón de dólares anuales, imponiéndose un modelo exportador, que soslaya el mercado interno y las necesidades sociales. La mano de obra barata sigue siendo un “atractivo” para la inversión extranjera. El 81 por ciento de nuestras exportaciones van a Estados Unidos; además, existe una masiva importación ilegal de armas hacia México y somos el panteón de la chatarra automotriz norteamericana.
Más concretamente. En 1994, en México: Walmart tenía 25 tiendas; hoy, dos mil 400, la tercera parte de todas las que tiene; entre 2007 y 2016 sus ventas aumentaron en 140 por ciento (Altonivel), arruinando a incontables tiendas pequeñas. Pepsi obtiene más de cuatro mil millones de pesos de ingresos anuales; las ventas de Coca-Cola representan el 42 por ciento del total en Latinoamérica. Heineken obtiene 15 por ciento de sus ganancias globales (América Retail). En maquinaria agrícola, John Deere controla el 26 por ciento del mercado. Sin mayores detalles, resalta el dominio de las trasnacionales en sectores como el automotriz, minería, hotelería, computadoras y software, cine, industria farmacéutica, química y pesticidas, semillas mejoradas. Importamos de Estados Unidos 7.5 de cada 10 litros de la gasolina consumida (el año pasado con un importe de casi quince mil millones de dólares), y 80 por ciento del arroz y de la leche en polvo; este año, las importaciones de maíz amarillo alcanzarán un récord de 18 millones de toneladas, dos millones más que en 2019. En fin, están los más de once millones de mexicanos que viven en Estados Unidos, la mitad indocumentados, que aquí no encuentran oportunidades de empleo y progreso.
A la supeditación económica sigue la política, agravada hoy por la sumisión del presidente López Obrador a Donald Trump. La correlación de fuerzas se impone; nos tratan como nos ven, y Estados Unidos interviene en nuestras decisiones, violando sistemáticamente nuestra soberanía. Ahora, el T-MEC nos impide firmar tratados de libre comercio con China; nos ordenan con quién y qué tipo de relaciones podemos establecer. Así que vale la pregunta: ¿Cambiarán estas tendencias con el arribo de Biden y Harris? Seguro que no. Y no hablo de su política doméstica, sino de las implicaciones para nuestra realidad cotidiana.
Añádase también la dependencia ideológica: muchos ven en Estados Unidos un modelo de sociedad. Mientras no liberemos nuestra mente (y mientras no hagamos de la nuestra una mejor sociedad) no superaremos este complejo de inferioridad. Conque no es uno u otro presidente de Estados Unidos quien resolverá, sino un cambio de raíz aquí, impulsado por nosotros, elevando los niveles de salud y educación, desarrollo científico y tecnológico, para conquistar independencia económica y soberanía política.
Compartimos con Estados Unidos una vecindad que facilita y hace conveniente la relación comercial y en otros ámbitos; hay una interdependencia natural obligada, pero ello no implica renunciar a nuestra soberanía. La triste realidad es que el imperio tiene en el ADN su carácter acumulador y avasallador, y que pueda hacerlo en forma más o menos grosera no cambia mucho las cosas. Vale recordar aquella cruda verdad de John Foster Dulles, Secretario de Estado de Dwight Eisenhower: “Estados Unidos no tiene amigos, solo intereses”, y muy bien definidos.
El objetivo imperial y sus empresas multinacionales consiste en controlar recursos estratégicos y rutas clave para distribuirlos y definir precios en el mercado mundial.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.