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Todos los proyectos que llegan al poder por la vía democrática poseen un discurso histórico al que anclan su programa político. No hay excepción: todos los partidos satisfacen este requisito indispensable, pues el discurso histórico no solo justifica la necesidad de existir que tienen los partidos como proyectos políticos, sino que justifica también la posibilidad de que dichas instituciones lleguen a gobernar. Veamos tres ejemplos bien conocidos. Por lo menos hasta el sexenio de José López Portillo (1976-1982), el Partido Revolucionario Institucional (PRI) se presentó como el representante de las demandas populares enarboladas por la Revolución Mexicana; era el heredero de los hermanos Flores Magón, Emiliano Zapata, Pancho Villa y Francisco I. Madero. El Partido Acción Nacional (PAN) se erigió como la oposición que México necesitaba para hacer frente al autoritarismo priista, y años después encarnó los anhelos democráticos que buscaban la alternancia en el poder político. El Movimiento Regeneración Nacional (Morena), tercer partido gobernante de nuestra historia contemporánea, llegó al poder como representante de un proyecto nacionalista, democrático y antineoliberal, enarbolando las figuras de Miguel Hidalgo, Benito Juárez y Madero, “protagonistas” de las “tres transformaciones” históricas previas.
En general, los presidentes mexicanos han explotado poco el potencial político del discurso histórico. No es el caso de López Obrador, quien colocó a la historia en el centro de su proyecto político, al punto de equipararse con Hidalgo, Juárez y Madero, y elevar su gobierno a la altura de la Independencia, la Reforma y la Revolución. La historia no solo se ubica en el núcleo de su discurso, va más allá: es el plano cartesiano donde ubica a los actores políticos con los que comparte época. Las líneas que enmarcan su espectro político general son, por un lado, la pugna liberales–conservadores y, por el otro, el conflicto maderistas–porfiristas. Él se asume como perteneciente al eje liberales–maderistas y a sus adversarios los identifica con los otros dos extremos: conservadores decimonónicos con pretensiones dictatoriales. Se presenta una antinomia donde liberales y maderistas son “los buenos” y conservadores y porfiristas “los malos”.
Pero esta aparente antinomia solo es tal en términos relativos. Es verdad que el proyecto político económico de los liberales mexicanos del Siglo XIX se oponía al proyecto político económico de los conservadores, pues mientras los primeros buscaban hacer de México una república que se integrara a la dinámica capitalista mundial, los segundos preferían conservar el orden aristocrático del monarquismo europeo y económicamente se acercaban más al Antiguo Régimen. Pero si se analiza ese conflicto político desde el punto de vista de las clases sociales, resulta evidente que ambos proyectos representan a las dos clases que en ese momento se disputaban la hegemonía del país: por un lado la pujante burguesía liberal y por el otro la rancia aristocracia que luchaba por mantener el predominio político y económico heredado del Virreinato.
Lo mismo puede decirse de la relación entre maderistas y porfiristas. Madero no era un mártir de la democracia que buscaba desinteresadamente liberar a México de la dictadura de Porfirio Díaz. En realidad, el grupo encabezado por Madero era un conjunto de potentados del norte del país a quienes el octogenario dictador les había cerrado las puertas del poder político. Fue fundamentalmente por eso que Francisco I. Madero se levantó en armas y dio inicio a la Revolución. Porfirio Díaz, por otra parte, no gobernó al país durante 30 años únicamente gracias a la mano de hierro que aplicaba para mantener una relativa paz: fue sostenido por los grupos económicos que se beneficiaron de su gobierno (los grandes hacendados y los dueños de industrias boyantes como la minería, la textil y la henequenera) y que no estaban dispuestos a renunciar a ese statu quo ante el empuje de los norteños.
En ambos casos existían serias discrepancias, pero no eran discrepancias de fondo. Las dos clases sociales que se disputaron el poder durante el Siglo XIX y a principios del Siglo XX amasaron grandes fortunas y poder gracias a la explotación de la fuerza de trabajo esclava, servil y obrera. Los proyectos políticos emanados de las clases explotadoras no consideraban los intereses de las clases explotadas, sino solo los suyos propios; la burguesía pretendía crear las condiciones para que el capital se reprodujera más rápidamente y la aristocracia se abrazaba a mantener la explotación basada en el trabajo esclavo y servil. Ni los obreros, ni los esclavos, ni los siervos estaban representados en los proyectos de los liberales, los conservadores, los maderistas y los porfiristas.
Visto el fenómeno desde esa perspectiva, no es casual que un Presidente que se enuncia como liberal y maderista, represente intereses ajenos a los de las clases trabajadoras. Es verdad que el discurso presidencial echa mano de los símbolos de la historia para incorporar a su proyecto las demandas de las clases trabajadoras; por eso habla de los hermanos Flores Magón, Zapata, Villa, Lucio Cabañas, Genaro Vázquez, Valentín Campa, Demetrio Vallejo, Othón Salazar, entre otros representantes de las luchas populares del Siglo XX, pero la supuesta identidad del obradorismo con la historia de lucha de las clases trabajadoras es un mero artilugio discursivo. En realidad, las concepciones sociales de Andrés Manuel distan mucho de las posiciones revolucionarias de las clases trabajadoras. El proyecto político de la 4T no representa los intereses de los trabajadores mexicanos. Este hecho, que al principio del gobierno morenista era difícilmente entendido por el pueblo, es cada vez más transparente y comienzan a entenderlo mejor las masas trabajadoras.
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Escrito por Carlos Ehécatl
Maestro en Estudios de Asia y África, especialidad en China, por El Colegio de México.