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Rusia, una nación forjada en la lucha
Si alguien puede plantarle cara al imperialismo y al fascismo, nuevamente abrazando la causa de la humanidad entera, es Rusia. Un pueblo “con corazones libres e inteligencias libres”.
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Foto: EFE/Yuri Kochetkov

 

“Se ve el palacio de Pedro,
por un robledo rodeado,
que ostenta, grave y solemne,
su gloria lúgubre. Aquí,
Napoleón vanaglorioso,
por la victoria embriagado, 
estuvo en vano aguardando
a que Moscú se arrodillara
y le trajera, obediente,
las llaves del antiguo Kremlin.
¡Más no! Moscú no se postró
ante el tirano impaciente.
En vez de dones y festejos,
le recibió un gran incendio.
Desde aquí, meditabundo,
él contempló el mar de fuego”. 
(Alexander S. Pushkin)

 

En la gélida noche del invierno ruso, el general Éblé, jefe de pontoneros, instigaba a sus hombres que, sumergidos con medio cuerpo en el agua helada, construían el puente que sería la salvación de los restos del ejército napoleónico. De los 100,000 hombres que habían partido con Napoleón de Moscú, sólo 36,000 lograron salir de Smolensk. La salvación parecía imposible. El ejército ruso, sobre todo las hordas de cosacos organizadas en guerrillas, cerraban por todas partes el paso a la Grande Armée (ejército de Napoleón). La era napoleónica presentía su fin a orillas de un río mudo y frío: el Berecina, que veía cómo entre sus aguas flotaban miles de cadáveres que, para terminar por completar la viva imagen de la Città dolente, se convertían en el piso firme por el que cruzaban los pocos sobrevivientes de la invasión a Moscú.

Fueron 420,000 hombres los que en un primer momento entraron con el Emperador a Rusia. Los efectivos con los que se reorganizó el ejército en Polonia y Prusia no superaban los 30,000. La derrota del imperio napoleónico pueden buscarla los historiadores en Waterloo, confundiendo, como acostumbran, los motivos con las causas. Napoleón fue derrotado en Rusia y fue el terrible Beresina, “ese maldito río” como lo llama Balzac, el que oscureció para siempre los sueños imperiales.  Pero no fueron el río y la nieve los causantes de la tragedia. Es cierto que aunque “los pobres soldados –dice Balzac– no tenían otra perspectiva que un horizonte de nieve, otro alimento que la nieve, sin más bebida que la nieve, sin más lecho que la nieve […] muriéndose de hambre, de sed, de cansancio y de sueño”; sería estúpido culpar al crudo invierno, a pesar de que, «el invierno de 1812, excepcionalmente precoz, se mostró particularmente riguroso». Tampoco la audacia de Kutuzov, desobedeciendo los insensatos planes de Alejandro –quien sabía del arte de la guerra tanto como un elefante sabe de Dostoievski– explica la derrota. ¿Quién entonces? La “guerra popular”.

«En Rusia, el furor del pueblo contra el invasor crecía a medida que pasaban los meses. Desde el principio de la guerra, el pueblo ruso únicamente vio una cosa con claridad: que había penetrado en Rusia un enemigo cruel y pérfido que devastaba el país y saqueaba a sus habitantes. La conciencia del ultraje infligido a la patria desgarrada, la sed de venganza por las ciudades destruidas y los pueblos incendiados, por Moscú caído y saqueado, por todos los horrores de la invasión; el deseo de defender el suelo patrio y de castigar al feroz invasor, todos esos sentimientos se fueron apoderando poco a poco del pueblo entero.» (Napoleón, Evgueni Tarle).

No fue la primera, pero sí una de las más fervientes muestras de patriotismo del pueblo ruso. A Napoleón lo derrotaron los hombres que estuvieron dispuestos a ver arder sus hogares, su tierra y su país, para expulsar al invasor. Los millones de campesinos que abandonaron sus vidas y a sus familias para unirse al ejército y enfrentar valientemente al enemigo en las batallas de: Smolensk, Krasnoe, Borodinó, Maloiaroslavetz. «Sabemos por fuentes documentales que los mujics del gobierno de Tambov bailaban de alegría cuando los llamaban a filas en 1812, a pesar de que en época normal el servicio en el ejército se consideraba como la más penosa de las obligaciones» (Evgeni Tarle). A Rusia la salvó el arraigado sentimiento de patriotismo, de identidad y de lealtad de su gente. Y no fue la única, ni la última vez.

La madrugada del 22 de junio de 1941, Ribbentrop, ministro de asuntos exteriores de Hitler, hacía pasar a su despacho a los representantes soviéticos: Berezhkov y Dekanozov. El asunto no llevó más de algunos minutos. El temible Ribbentrop parecía dudar de sus propias palabras y constantemente se repetía: «El Führer está absolutamente en lo correcto al atacar ahora a Rusia.» No podía creer que su más grande obra, el pacto Mólotov-Ribbentrop, que había evitado la confrontación con la URSS, se derrumbara como un castillo de naipes. No tuvo mucho que pensar, las órdenes de Hitler no admitían discusión. Soltó así, pues, a bocajarro, el mensaje: «El Führer me ha encargado informarle a usted oficialmente de estas medidas defensivas». Dekanazov, levantándose bruscamente de la mesa, tuvo apenas tiempo de contestar: «¡Ustedes lamentarán este ataque insultante, provocador y absolutamente rapaz contra la Unión Soviética. Lo pagarán muy caro!».

Nadie, ni Hitler ni Churchill, imaginaban siquiera la implacable resistencia del pueblo ruso. La operación Barbarroja estaba pensada para una derrota fácil, la Blitzkrieg, tal y como había sucedido con Polonia. Sin embargo, el pueblo soviético jamás pensó en rendirse. La defensa de su patria, sus ideas y su cultura, fue la salvación del mundo. Nadie, nunca, hizo tanto, ni sufrió tanto por la humanidad como el comunismo soviético. Se perdieron 27 millones de vidas y, aunque el historiador suele mentarlas como una estadística, con la mirada fría que presume objetividad, fue el espíritu de esos hombres y mujeres, su convicción y la conciencia de la justicia de su causa la que nos permite ver, tras los cadáveres, a decenas de millones de seres capaces de comprender y demostrar que la vida vale la pena entregarla si la causa por la que se lucha es justa y necesaria.

Esto no es adulación o excesiva glorificación de la nación rusa. Es la certeza que la historia nos otorga de la resistencia, la abnegación y el desprendimiento, al que un pueblo puede llegar si es consciente de la justeza de su lucha. «El odio que el fascismo nos profesa –declara Mostovskoy, personaje de una novela de la época– es otra prueba más, una prueba trascendental, de la justicia de la causa de Lenin.» El arte imita la realidad. En la Navidad de 1943, a diferencia de las cartas que los soldados alemanes enviaban a sus familias en las que con tristeza pensaban en el regreso al hogar, los soldados soviéticos escribían palabras cargadas de furor y esperanza: «Un soldado escribía a su esposa en la Nochebuena: “Querida: Estamos haciendo retroceder a las serpientes por donde vinieron. Nuestro exitoso avance hace nuestro encuentro más cercano”. Kolia, otro soldado, escribió: «Hola, Mariya. He estado luchando aquí durante tres meses defendiendo nuestro bello […] Comenzamos presionando fuertemente al enemigo. Ahora hemos cercado a los alemanes. Cada semana unos cuantos miles caen prisioneros y varios miles son destruidos en el campo de batalla. Sólo quedan los más obstinados soldados de las SS. Se han hecho fuertes en los búnkeres y disparan desde ellos. Y ahora me voy a volar uno de esos búnkeres. Adiós, Kolia» (Antony Beevor).

¿Qué le hace pensar hoy al imperialismo occidental que un pueblo que ha dado manifiestas pruebas de sacrificio rendirá las armas ante un enemigo desprovisto de causas legítimas, con las manos chorreando sangre inocente y envuelto en la misma bandera del fascismo que causa en Rusia furor y cólera al despertar el recuerdo de la tragedia que ellos evitaron, sacrificando millones de vidas, a la humanidad? El pueblo ruso es un pueblo forjado en la lucha. Educado en la escuela de Lenin. Sabe combatir y se ha despojado del espíritu de servidumbre que la angaria y el obrok dejaron en sus corazones. Si alguien puede plantarle cara al imperialismo y al fascismo, nuevamente abrazando la causa de la humanidad entera, es Rusia. Un pueblo “con corazones libres e inteligencias libres”. Dos veces el imperio ha querido hacer presa de esta nación y dos veces ha tenido que salir de ahí humillado y arrepentido de su osadía. ¿Será la temeridad de la OTAN y Estados Unidos tan grande como para ignorar la historia? Habrá que verlo.


Escrito por Abentofail Pérez Orona

Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).


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