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La precarización laboral ha alcanzado en México niveles ignominiosos. Más allá de la cantidad de estadísticas con las que desde el gobierno se pretende demostrar lo contrario, la implacable realidad no deja de refutar cada pretendido paso hacia adelante como verdaderos retrocesos en materia social y económica. De los 61.6 millones de mexicanos en edad de laborar, se presume que sólo 1.6 millones están desocupados. Para después aclarar, a mitad del texto y después de los vítores del título, que más de la mitad de esos 60 millones se encuentran en el empleo informal: 32.8 millones de mexicanos, el 54.6 por ciento de la PEA, no tiene un trabajo fijo, no cuenta con prestaciones sociales, vacaciones, salario mínimo, etc. La verdad sobre el trabajo en México radica en que más de la mitad de los mexicanos apenas consigue lo suficiente para no morir de hambre, trabajando las jornadas más largas del mundo: más de 48 horas semanales y más de dos mil 225 horas al año.
Muchas de las veces, las estadísticas terminan por echar sobre la realidad un manto que oscurece su verdad. Con el argumento de que el empleo informal es también empleo, se oculta la miseria, el cansancio y las precarias condiciones de vida de todos aquellos que se dedican a vender su fuerza de trabajo casi regalada. Que no exigen ya ni las condiciones mínimas porque no están en situación de pedir nada. Que no se fijan en el salario porque cualquier cosa es mejor a morirse de hambre o a vivir en la mendicidad. Que aceptan malos tratos, humillaciones e injusticias porque al menor reclamo se les arroja a la calle. La verdad sobre el trabajo en nuestro país estriba en que los trabajadores han perdido casi de manera absoluta el poder sobre su propia vida. Frente al capital están inermes; el Estado los tiene sometidos, a los trabajadores formales con sindicatos charros dirigidos por la patronal, a los informales con la imposibilidad “legal” de prestar siquiera oídos a sus quejas, dado que no se encuentran entre los trabajadores “productivos”. La desorganización de los trabajadores los ha dejado a merced de los apetitos voraces del Estado y el capital.
La fatalidad de la organización social en la que vivimos radica en que, a pesar de ser terribles las circunstancias en las que el trabajo se desarrolla, millones de hombres y mujeres están obligados a venderse a perpetuidad. No hay opción, o tomas lo que encuentras o condenas a tu familia al hambre y la miseria. En ese dilema se encuentran cientos de miles de familias en nuestro país. Y, sin embargo, cuando aparecen las fatales consecuencias de esta carrera mortal por un empleo miserable, el Estado no tarda en culpar a las víctimas o, en todo caso, en echar rápidamente tierra sobre las verdaderas causas del mal. El incremento de la violencia es, desde el poder, producto de la insana maldad de algunos cuántos desadaptados. Si en la última década el consumo de “sustancias psicoactivas” aumentó en nuestro país en un 416 por ciento, debe ser, seguramente, porque la juventud está “desenfrenada”, “ociosa” o “perdida”. Lo único que puede hacerse, como se le ocurriera a la Presidenta en turno y a su predecesor, es predicar amor y sugerir a la juventud mantenerse alejada de las drogas.
La desastrosa respuesta que el Estado ha dado a males sistémicos, o es ignorancia, lo que nos hace pensar inmediatamente en que estamos gobernados por hombres y mujeres incapaces, o es el cinismo y el más absoluto desprecio que desde el poder muestra el Estado por la clase trabajadora. Puede ser también un poco de ambas. Pero lo cierto es que tanto la violencia, que ha convertido a nuestro país en un mar de sangre, como el incremento de la drogadicción, el aumento de la deserción escolar, el atraso cultural, etc., están íntima y estrechamente ligados a la falta de empleo y, más concretamente, de un empleo digno. La táctica hasta ahora consiste en hacer de la víctima el culpable. Todos los efectos que un empleo mal pagado, jornadas extenuantes, ausencia de seguro social, etc., traen consigo, se reflejan en la degeneración del ser social. Todos los males que hora se atacan con discursos, son realmente efectos de la ausencia de una política laboral digna y humana. Una familia que no esté obligada a verse sólo de madrugada o de noche por el desplazamiento cotidiano de sus miembros al trabajo; que pueda convivir sanamente con el tiempo libre que ahora consume en largas jornadas laborales; que no tenga que salir a buscar dos empleos porque una enfermedad ha obligado a hipotecar la vida de todos sus miembros; en fin, una sociedad que no esté pensada en servir de sacrificio al grupo de ricachos que tiene en sus manos el capital y el Estado, estaría, con toda seguridad, exenta de todos los males que, hoy por hoy, nos dicen esos mismos expoliadores, son culpa de la “ignorancia” y la “inmoralidad” del vulgo.
No habrá quién quiera hacer de la excepción la regla. Es cierto, porque no puede ser de otra manera, que existan desviaciones psicológicas o grados tales de inmoralidad, muchas veces propios del lumpenproletariado, que impulsen a los hombres a actos de maldad o violencia. Sin embargo, en la gran mayoría de los casos, las causas son materiales, económicas. El hombre dedica su vida al trabajo, y si el trabajo es precario, monótono y enajenante, por lo tanto la vida del trabajador tendrá estas características, independientemente de la bondad intrínseca que pueda atribuirse a la naturaleza humana. Si en la fábrica, en la oficina, en el tianguis, etc., se tiene la sensación de estar en una jaula de la que no se puede escapar, y se obtiene algo de libertad en las dos o tres horas que al día quedan libres, tiempo que por lo demás se dedica a satisfacer las necesidades más básicas, tendremos entonces una contradicción realmente grotesca, que es a la que hoy el capitalismo ha reducido al hombre: “el hombre (el trabajador) sólo se siente libre en sus funciones animales, en el comer, beber, engendrar, y todo lo más en aquello que toca a la habitación y el atavío, y en cambio en sus funciones humanas se siente como animal. Lo animal se convierte en lo humano y lo humano en animal. Comer, beber y engendrar, etc., son realmente también auténticas funciones humanas. Pero en la abstracción que las separa del ámbito restante de la actividad humana y las convierte en fin único y último son animales” (K. Marx).
La vida, la verdadera vida, está en el trabajo. Si el trabajo es enajenado, la vida misma será enajenada. ¿Cómo librarse de los males sociales que parecen surgir de la vileza humana y que en nuestro país se combaten con discursos por lo demás insulsos y huecos? La solución es clara: regresándole al trabajo y al trabajador toda la dignidad que el capital y el Estado le han arrebatado. Si queremos un México mejor, es necesario un trabajo mejor. Si pretendemos aniquilar los males sociales habrá que atacar la causa y no los efectos. Históricamente, la única forma en que este problema se ha resuelto reside en la unidad de los millones de trabajadores. Jamás el Estado, por humanidad, ha resuelto los males de una clase a la que ve como enemiga. Quienes pretendan resolver los trastornos sociales que hoy nos aquejan no se distraigan con curanderos sociales o discursos morales, abóquense a la única solución factible: la organización en un solo frente de los millones de trabajadores de este país.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).