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Mariano Otero nació en Guadalajara, Jalisco, el cuatro de febrero de 1817. Fue un joven de gran sensibilidad que se relacionó con algunas de las mentes liberales más destacadas de principios del siglo XIX en México. Recibió una formación universitaria y jurídica estrechamente arraigada con la ideología liberal, que adoptaría posteriormente, pero en forma moderada. Concluidos sus estudios, Otero acreditó su examen de oposición el 10 de junio de 1835. A la edad de 23 años, Mariano Otero contrajo nupcias con Andrea Arce, con quien procreó siete hijos. Los relatos de la época, señalan que ambos mantuvieron una relación muy sólida, y consideran a Otero como cabeza de familia firme y responsable.
Vivir en la Ciudad de México le permitió relacionarse con grandes personajes que influyeron en el ámbito político del México de aquellos tiempos, como Ignacio Comonfort, José María Yáñez, Joaquín Navarro, Joaquín Cardoso, Domingo Ibarra, José María Lafragua, Manuel Gómez Pedraza y Guillermo Prieto, por mencionar algunos.
Fue delegado de Jalisco en la Junta de Representantes de los Departamentos en el año de 1841; posteriormente fue representante popular ante los Congresos Constituyentes de 1842 y 1847, donde demostró su vivaz conocimiento de las corrientes constitucionales más innovadoras y modernas de México y del mundo; y finalmente fue secretario de Relaciones Exteriores en 1849, durante el gobierno del entonces Presidente de la República José Joaquín de Herrera.
Mariano Otero concebía a la constitución de un país como “la ley de leyes... el solar común, el abrigo colectivo, el punto de concurrencia, encuentro y convivencia de la pluralidad humana. Y es por esta razón que todos la reconocen como tal, la aprueban, la apoyan y la acatan, y buscan hacerla efectiva en cada caso, problema o conflicto, individual o colectivo, en que haga falta un criterio imparcial y superior al de los actores en litigio”. Reyes Heroles confirma esto al señalar respecto del ideario de Otero “el problema consiste en atar de tal suerte las partes que compongan un mismo pueblo, que tengan todos los rasgos de la fisonomía nacional, que reconozcan un punto de unión, un cetro que ayude a cada uno en su carrera, que la defienda de todos los peligros, que la proteja en todo lo que necesite, que arregle todos los puntos que deben ser uniformes, y que fuerte y poderoso solo para estos objetos, concilie la independencia de la administración interior con la unidad nacional y la defensa exterior” .
El juicio de amparo es uno de los medios de control constitucional con mayor trascendencia para la defensa de los derechos humanos de cualquier individuo frente a los actos del poder público, cuando éstos vulneran sus derechos. Sin duda alguna, es una de las creaciones constitucionales más progresistas no solo del siglo XIX, sino también de nuestro tiempo. Este juicio es quizá la contribución más importante que México ha hecho al mundo en materia constitucional.
El juicio de amparo nació en el derecho local, pues fue previsto por primera vez en el Artículo 53° de la Constitución del Estado de Yucatán, promulgada el 16 de mayo de 1841, propuesta del abogado, periodista y político mexicano Manuel Crescencio García Rejón y Alcalá.
A pesar de que dicho juicio nació en el ámbito local, al ver la importancia que éste tenía como un arma fundamental del ciudadano para defenderse de los embates del poder, Mariano Otero, con ese pensamiento visionario que le caracterizó, propuso llevarlo al ámbito nacional mediante su incorporación al texto de la Constitución.
El trabajo que Mariano Otero realizó como diputado constituyente y como el gran jurista que fue, dio resultados: sus contribuciones fueron finalmente incorporadas, con algunas adecuaciones, en el Acta Constitutiva y de Reformas que fue jurada y promulgada el 21 de mayo de 1847.
Respecto de la estructura de gobierno y la división de poderes, Otero concebía a la Constitución como un ordenamiento jurídico prohibitivo, que debía imponer necesarios límites y controles no solo a las relaciones entre sociedad y gobierno, sino también al ejercicio del poder público emanado del pueblo mexicano. Para ello, consideraba indispensable dividirlo en órganos con delimitadas facultades y un sistema de controles que evitara cualquier intento de dominio sobre sus pares, a saber: Legislativo, Ejecutivo y Judicial; se trataba de otorgar a los poderes públicos una función equilibradora entre ellos mismos.
Para 1848, nuestro país atravesaba un momento trágico de su historia: las fuerzas armadas mexicanas se encontraban derrotadas por los invasores estadounidenses, lo cual obligó al gobierno mexicano a firmar el Tratado de Guadalupe Hidalgo o Tratado de Paz, Límites, Amistad y Arreglo Definitivo entre la República Mexicana y los Estados Unidos de América, por el que se cedió la mitad de nuestro territorio para poner fin a la guerra con los norteamericanos. En este contexto, Otero se convirtió en un severo crítico del estado tan vulnerable y humillante de la nación. Así, entre otras cosas, como senador en 1848, cuando era el turno de ratificar dicho acuerdo, se opuso enérgicamente a este indigno tratado que cercenaba el territorio mexicano; y con fulgor patriótico, propuso no ceder a las pretensiones expansionistas del enemigo y continuar la guerra contra la poderosa potencia extranjera.
A pesar de su buena labor diplomática, Mariano Otero renunció a su cargo como secretario de Relaciones Interiores y Exteriores el 14 de noviembre de 1848, para luego regresar al Senado de la República. Éste sería el último cargo que ostentaría antes de que se apagara su patriótica luz, el 1º de junio de 1850, a los 33 años.
Por todo lo antes escrito, podemos decir con certeza que el Consejo Editorial de la Cámara de Diputados de la LXIV Legislatura atina al promover la publicación de las obras de Mariano Otero, por dos razones fundamentales: primero, por el legado constitucionalista de nuestro ilustre pensador, como fue el equilibrio de poderes, el juicio de amparo y su labor valiente y patriótica en defensa de la soberanía; y segundo, porque los tiempos que corren nos llaman a reflexionar sobre la necesidad de que estos preceptos legados por Mariano Otero, y los grandes pensadores mexicanos, prevalezcan, se difundan, se adopten, se defiendan a cabalidad y se asimilen por el Congreso mexicano, por todas aquellas partes que conforman el federalismo y por nuestro pueblo. Las obras de Mariano Otero deben ser conocidas y el Consejo Editorial contribuye a hacerle justicia a su memoria. Sirva, pues, este libro como una defensa de nuestra Constitución, cuyo manto protector debe cobijar a todos los mexicanos y sea también un homenaje a los grandes constructores del federalismo, entre quienes destaca la estrella luminosa y guía del jalisciense ilustre: Mariano Otero.
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Escrito por Brasil Acosta Peña
Doctor en Economía por El Colegio de México, con estancia en investigación en la Universidad de Princeton. Fue catedrático en el CIDE.