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Las primeras economías capitalistas surgieron en condiciones históricas ventajosas, que a la postre les permitirían dominar los mercados y controlar la política del mundo, dejando a los países pobres siempre sometidos. En su despegue, se beneficiaron del monopolio del comercio, el saqueo de los recursos naturales de las colonias, y el esclavismo, practicado por las potencias europeas, entre los Siglos XVI y XIX. La carrera y la competencia capitalistas arrancaron en su forma moderna desde mediados del Siglo XIV: en 1349 en Inglaterra ya se legislaba el trabajo asalariado; al mismo tiempo, el capital usurario y el comercial operaban con prosperidad en Italia (como narra Shakespeare en El mercader de Venecia). En los burgos o ciudades libres de la baja Edad Media, tenían lugar las ferias comerciales, aceleradoras del mercado. En 1401 se fundó en Barcelona el primer banco de Europa: la Taula de Canvi, y en 1608, en Amsterdam, la primera bolsa de valores. Simbolizarían aquella pujanza financiera, comercial y política las familias Medici, Fuggar y, más tarde, Rotschild.
El mercantilismo fue la doctrina que guió al colonialismo, y el monopolio comercial, un formidable instrumento para el progreso capitalista en las metrópolis europeas, a cuyo propósito sirvieron las grandes compañías. En 1600, el gobierno inglés fundó la Compañía de las Indias Orientales, durante más de dos siglos, monopolio absoluto de Inglaterra en el mercado con sus colonias de Asia; en 1711 se constituyó la Compañía del Mar del Sur, empresa comercial privada, con exclusividad sobre el comercio en América del sur. Lo mismo harían para sus países la Compañía Holandesa de las Indias Orientales (VOC), a partir de 1602, y en Francia, la Compañía de Occidente, para el comercio con sus posesiones en el Atlántico.
España había creado en 1503 la Casa de Contratación de Sevilla (más tarde en Cádiz), para controlar todo el comercio con sus dominios en el Caribe, y luego en América. Se impusieron puertos únicos de destino, se prohibió el comercio de varias mercancías y se aplicaron abusivas cargas impositivas (como la alcabala y el quinto real) a las agobiadas colonias. Se prohibió también la fabricación de muchos productos, aunque España terminó siendo víctima de sus propias contradicciones, pues la suya era una industria atrasada, lo que a la postre convertiría a aquella gran potencia en vil intermediaria entre Holanda e Inglaterra, y las colonias americanas, compradoras de bienes manufacturados. En fin, el orden institucional impuesto a las colonias fue un eficaz medio de despojo.
La fuerza de trabajo gratuita fue otro factor de ventaja del joven capitalismo europeo. De las colonias, sobre todo de África, obtendría una inmensa fuerza de trabajo esclava, y casi esclava en el resto del mundo, que por más de tres siglos impulsó a las futuras potencias capitalistas: más de 12 millones de personas fueron capturadas en África y vendidas en Latinoamérica, el Caribe y Estados Unidos, para los rudos trabajos de las minas y las plantaciones de tabaco, caña de azúcar y algodón. Dicho de otro modo: en el inicio de las “civilizadas” y glamorosas naciones capitalistas modernas, y de muchas de sus grandes empresas, está el trabajo de millones de esclavos en un espantoso régimen impuesto a sangre y fuego. Finalmente, Inglaterra, Holanda y Francia, mediante el saqueo colonial y guerras de conquista, obtuvieron valiosas y estratégicas materias primas para su floreciente industria. En estas condiciones de invernadero, con todo a su favor, se incubó el capitalismo. Vendría luego la Revolución Industrial, desde mediados del Siglo XVIII hasta el primer tercio del XIX. Con la maquinización y el uso del vapor en la industria, la navegación y el ferrocarril, Inglaterra se hizo competitiva, lo que le permitiría, en junio de 1846, derogar las leyes cerealeras, que protegían con altos aranceles su ineficiente agricultura terrateniente, productora de granos caros, incapaz de competir con los cereales del continente, producidos con mejor tecnología. Triunfó así el liberalismo y se abrió el reino del libre mercado, postulado por Smith y Ricardo, críticos acerbos de los monopolios comerciales.
A diferencia de aquellas prósperas economías industriales, el capitalismo criollo en las excolonias latinoamericanas es un fenómeno tardío. Pero hoy, ignorando toda esa historia de proteccionismo, las potencias coloniales, hoy cúpulas del capitalismo, que ganaron tanta ventaja en el desarrollo y la competencia, imponen a las naciones atrasadas la apertura de sus mercados, el libre e irrestricto movimiento de capitales, y estándares de control económico difícilmente alcanzables. Así, con la ventaja tecnológica de su parte, y con la protección de las instituciones financieras internacionales, es difícil que las naciones altamente industrializadas puedan ser alcanzadas por las excolonias atrasadas y pobres. Muy difícil, sí, pero no imposible, siempre y cuando se cubran condiciones fundamentales: gobiernos que antepongan el interés del pueblo y el desarrollo nacional; verdadera independencia y soberanía nacional, que los libere de la tutela del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial; impulso vigoroso de la educación, la ciencia y la tecnología, y muy importante, fortalecimiento del mercado interno, que consuma la producción, eleve los niveles de bienestar social y reduzca la dependencia de las exportaciones. Y de que ello es posible, podemos verlo en los casos de las economías llamadas emergentes, otrora también colonias, como Brasil, Rusia, India y China, que han cubierto las condiciones antes dichas. La conclusión es clara: mientras sigamos dócilmente las instrucciones del “Consenso de Washington” y del FMI, permaneceremos en el subdesarrollo crónico, condena histórica que nos impuso la estructura original del mundo capitalista.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.