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Sospecha frente al progreso
Lo que ayer se anunciaba como desarrollo, modernidad, bienestar, enriquecimiento y felicidad, hoy se presenta como contingencia sanitaria, crisis migratoria, económica y ambiental.


El planeta se nos cae a pedazos. La contingencia sanitaria que paralizó más de un año buena parte de las actividades comerciales, culturales, educativas y políticas, surgió en el seno de una sociedad polarizada económicamente y con enormes desigualdades. Pero la situación es muchísimo más grave, ya que las olas de calor y las sequías generadas por el cambio climático están provocando una crisis ecológica que “ya nos respira en la nuca”. La crisis del agua, que parecía un problema muy a futuro, cabalga ya como un silencioso jinete del apocalipsis.

El sistema de producción capitalista ha vuelto el mundo un páramo, aunque los heraldos del libre mercado anunciaban, con cornetas de oro, que el futuro sería resplandeciente. Lo que ayer se anunciaba como desarrollo, modernidad, bienestar, enriquecimiento y felicidad, hoy se presenta como contingencia sanitaria, crisis migratoria, económica y ambiental.

Esta visión del progreso en ascenso constante fue parte de la concepción filosófica de la burguesía próspera en el Siglo XIX. Sin embargo, desde su génesis hubo señales de alarma, sospechas y críticas. Ya en el Manifiesto del Partido Comunista (1848) Carlos Marx y Federico Engels advertían: “Donde quiera que se instauró, la burguesía echó por tierra todas las relaciones idílicas, echó por encima del santo temor de Dios, de la devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco y la tímida melancolía del buen burgués, el agua helada de sus cálculos egoístas. Enterró la dignidad personal bajo el dinero. Sustituyó un régimen de explotación velado por las ilusiones políticas y religiosos por un régimen franco, descarado, directo, escueto, de explotación”.

A pesar de los beneficios que traían consigo, el capitalismo industrial y el desarrollo de las fuerzas productivas, los autores citados alertaron sobre los peligros inmanentes a este sistema. Lo hicieron porque, desde entonces, advirtieron que el espíritu de la burguesía se caracteriza por la necesidad de producir de constante, dinámica e incesantemente, y porque además notaron que los recursos naturales eran perecederos debido a la explotación sin límites, a la imparable producción y reproducción de mercancías y la apropiación del trabajo ajeno con la que se distingue. Es así como el progreso aparece como “esa odiosa ídola pagana que se niega a beber el néctar si no es en el cráneo de los sacrificados”.

Por ello, en la tradición marxista existe una fuerte reserva sobre la teoría del progreso, sobre todo cuando se observa que éste exacerba las desigualdades y centraliza el capital. Uno de los pensadores que más se preocupó por esta cuestión fue el filósofo judío alemán Walter Benjamín, quien fue pionero en cuestionar la ideología del progreso, de la modernidad y del avance incansable hacia el futuro, como un rinoceronte metálico que a su paso embiste ciegamente a diestra y siniestra, destruyendo todo a su alrededor. “No hay progreso si no hay dicha para las almas.” Solo redistribuyendo todo y paliando las desigualdades, el progreso alcanza su punto más revolucionario.

El filósofo francés Henri Lefevre fue más contundente en su condena contra la sobreproducción anárquica y ecocida del capitalismo durante la segunda mitad del Siglo XX, pues, en su célebre obra La producción del espacio, escribió: “Junto con Dios, la naturaleza muere: el hombre los mata y quizá se suicida en la misma operación.” Esta frase fue una crítica terrible y premonitoria de la modernidad.

A pesar de que no hay otro planeta y que los recursos son limitados, la burguesía capitalista persiste en aumentar al máximo sus ganancias, sin importar que se consuma la humanidad. Por ello, es preciso actuar en consecuencia. La rapacidad de este sistema contra los recursos naturales y los trabajadores solo garantiza la continuidad de la crisis y, como lo anunciaba Lefevre, el fin de la especie.

 Al fin y al cabo, como se refería Marx al historiador conservador Thomas Carlyle: “Si los hombres perdieron la creencia en un dios, su único recurso contra un No-Dios ciego de necesidad y de mecanismo, contra una terrible máquina de vapor mundial que los aprisione en su vientre de hierro como un monstruoso Toro Faloris, sería, con o sin esperanza, la rebelión”.


Escrito por Aquiles Celis

Maestro en Historia por la UNAM. Especialista en movimientos estudiantiles y populares y en la historia del comunismo en el México contemporáneo.


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