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El cambio es una necesidad universal. No existen sociedades ni imperios eternos, por grandes, poderosos y aparentemente inmortales que hayan parecido. Todos son perecederos, como enseña la historia. El cambio está sujeto a leyes que determinan las grandes tendencias, tiempos y formas de ocurrir. Pero, ¿cuál es su fuerza impulsora? Según algunos, es obra de hombres dotados de cualidades extraordinarias, visión esta donde las masas no importan, pues en ellas, como postulaba Nietzsche, acérrimo enemigo del pueblo, predominan ignorancia, atraso, vicios e indolencia, que las incapacitan para acciones trascendentes. En las escuelas se enseña que la historia la hizo tal o cual personaje importante, héroes (como llamaban los griegos a los hijos de dios y humano), y se nos condiciona mentalmente a esperar que un superhombre cambie nuestra realidad. En esa cultura encajan los superhéroes de historietas, cuyo correlato es un pueblo incapaz de valerse por sí mismo, necesitado siempre del socorro de alguien fuerte y famoso; un pueblo siempre en actitud contemplativa y suplicante, que solo sabe aplaudir al héroe y agradecerle. No se reconoce a las masas el papel protagónico.
Esta visión, empero, es rechazada por la historia, elocuente maestra. Ahí, los cambios reales son obra de los pueblos, sin por ello menospreciar el papel de las personalidades. Dicen Ekelund y Hebert en su Historia de la teoría económica y de su método: “Iniciador de este nuevo planteamiento fue el filósofo francés Condorcet (1743-1794). Él creía que el desarrollo histórico está sujeto a leyes generales y que la tarea del historiador consiste en descubrir aquellas leyes por las que los seres humanos progresan “hacia la verdad y el bienestar” [...] Atribuyó el retraso en el desarrollo social al hecho de que la historia, hasta su época, había sido siempre la historia de los individuos más que la historia de las masas [cursivas en la obra citada, APZ]. En consecuencia, las necesidades y el bienestar de la sociedad habían sido sacrificados a los de unas pocas personas. Condorcet trataba de rectificar esto convirtiendo a la historia en el estudio de las masas [...] la idea de leyes “naturales” del desarrollo histórico y la visión “colectivista” de la historia como estudio de las masas” (pp. 248-249). En el mismo sentido hablan luego de un ilustre socialista utópico: “Al final, la mayor desviación de Saint-Simon respecto del liberalismo económico clásico fue su desconfianza en el egoísmo como guía y su insistencia en que sería sustituido por la cooperación y la identificación de los intereses de clase” (Ibíd.).
Pero estas teorías, suma y síntesis de una milenaria experiencia humana, son hoy utilizadas por quienes hablan a nombre de las masas, mientras en la práctica las incapacitan para actuar. El sistema electoral convierte al pueblo en simple “votante”, y luego lo excluye, y recluye, a esperar que le lleguen soluciones a domicilio, merced a la magnanimidad del gobernante. Así, el pueblo se queda con la ficción de que él decide, cuando de facto otros lo hacen a nombre suyo.
Hoy se alude a la voluntad del “pueblo” para legitimar las más disparatadas decisiones gubernamentales, como tapadera universal; abstracción maleable al gusto del gobernante. Pero el pueblo es algo concreto, personas que viven en tal o cual comunidad o colonia, que tienen un determinado centro de trabajo o de estudio, todos con necesidades particulares y con derecho a reclamar su solución. ¿Y por qué alguien puede arrogarse la atribución de exigir que no demanden, que se desorganicen los organizados, o no se organicen los dispersos, como condición para recibir, como limosna o graciosa dádiva, lo que estrictamente a ellos pertenece? Proscribir la organización y dejar inerme al pueblo ha sido constante afán de las clases poderosas; hoy es consigna de la 4T, y en ello radica su peligrosidad, pues como reclamo de la derecha franca, era obvio qué intereses representaba, sin embargo, hoy estos se mimetizan expresándose a través de un partido con aureola de izquierda.
En el terreno ideológico, dicha política busca desprestigiar la lucha de las masas y su organización. Quien se organice es tildado de acarreado, borrego, falto de criterio, y hasta de tonto, diciéndole que sus líderes se aprovechan de él, que lucran de su “ingenuidad”; en el mejor de los casos, de “revoltoso” (todo esto escuchan los estudiantes de parte de muchos profesores al servicio del sistema). Con esta batería de ataques se busca avergonzar a los ciudadanos para mantenerlos separados y descoordinados.
Cuando falla esta campaña de estigmatización, vienen las acciones de fuerza, físicas, legales y burocráticas, prohibiendo la movilización popular, como la Ley Garrote, en Tabasco; o la amenaza diaria desde el púlpito de la 4T, de que solo se atenderá a quien “no pertenezca a alguna organización”. Se pretende separar a los pobres, en medio de la selva humana que es la sociedad actual, donde impera la ley del más fuerte, y domina aquel que tiene dinero, educación, información privilegiada, relaciones políticas. El pobre, en cambio, es débil, desinformado; y siendo su única fuerza su unión con otros iguales a él, se le exige renunciar a ella. El colectivo político organizado es superior al hombre aislado en su capacidad de conocer; como el Argos Panoptes mitológico, tiene cien ojos, posee visión multilateral, contrario a la unilateralidad que sufre en mayor grado el hombre solo. La organización es ubicua: está en todas partes; el individuo, en un solo lugar. El colectivo está mejor informado, es económicamente más fuerte, pues puede exigir una parte más grande de la riqueza social, y tiene mayor capacidad de negociación.
Finalmente, debemos advertir cómo los gobernantes piensan que el poder que les confirió el pueblo al elegirles los hace dueños de los recursos públicos, y amenazan a la gente con no otorgarle becas, despensas, medicinas, obras públicas. Deben recordar esos gobernantes, de todos los partidos, incluyendo a morena y su 4T, que el erario es riqueza creada por el pueblo, y a él pertenece. De ahí dimana el derecho de este a reclamar lo que es estrictamente suyo, pues lo creó con su trabajo.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.