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Según el discurso oficial de la “Cuarta Transformación” (4T), el poder político será separado del económico. Pero eso no pasa de ser una frase vacía. Es conocidísima aquella tesis clásica, ley del desarrollo histórico, que dice: la clase social que detente el poder económico tendrá también el político. Ambos van siempre de la mano, en una relación experimentada por todas las sociedades divididas en clases sociales, como ley de hierro. Hoy, pretendidamente, con palabras se eliminará ese hecho duro; con la fe en el idealismo semántico propio del actual gobierno: como por ensalmo, la simple palabra puede modificar realidades o suprimir una ley científica. Pero se olvida que la economía constituye el sustrato de la política y de toda superestructura.
Históricamente, esa ley ha operado en sociedades escindidas en clases. En la Grecia clásica, donde la asamblea decidía los asuntos relevantes, eran en realidad los dueños de tierras, ganados, minas y esclavos quienes lo hacían. La democracia tiene sello de clase. A decir de un experto: “[...] tampoco hay que valorar excesivamente la democracia antigua, que no dejaba de ser una democracia esclavista, en la que los ciudadanos libres constituían una parte insignificante de la población laboriosa, siendo los esclavos los principales productores. Estos últimos, lejos de disfrutar del menor derecho político, eran oprimidos por las instituciones del Estado, las cuales combatían toda veleidad de resistencia por parte de los mismos [...] Solo la sexta o séptima parte de la población ática disfrutaba de derechos [...] pero los campesinos, o no estaban representados en absoluto en ella, o bien enviaban solamente un pequeño número de delegados, ya que la presencia en la Asamblea les hubiese hecho perder dos o tres días, que coincidían a veces con el pleno periodo de faenas agrícolas. Por ello, el número de participantes apenas pasaba de dos o tres mil hombres, de los 35 mil ciudadanos libres del Ática [...] según la ley, todos los ciudadanos de la polis eran elegibles para todos los cargos del Estado, pero, como la mayoría de dichos cargos no eran remunerados, solo los ricos tenían acceso a los mismos” (Dekonski, A., Historia de la Antigüedad: Grecia, págs. 157-158). Igual ocurrió en la antigua Roma, donde los patricios, después junto a los plebeyos nobles, dominaban el senado y la política. En la Edad Media las cosas no cambiaron con los terratenientes convertidos en reyes o con los lores dominando el Parlamento en Inglaterra. Entonces la propiedad de la tierra era la expresión de la riqueza, como el dinero lo es hoy.
A finales de la Edad Media, familias de comerciantes y banqueros como los Medici, Welser, Rotschild o Fugger, adquirieron real preeminencia sobre los señores de la tierra (estos últimos financiaron la coronación de Carlos V): eran la burguesía en ascenso, que sucedería a la aristocracia feudal. En Europa, en sus inicios los burgos fueron débiles: amparados apenas con un precario permiso de los terratenientes para ocupar un espacio en la geografía; pero con el tiempo adquirieron poderío económico y reclamaron su soberanía. Cuando la economía feudal decayó, los nobles perdieron también el poder político, por ejemplo con la Revolución Francesa, o en Inglaterra con la derogación de las leyes cerealeras, o la reforma de los distritos, que fueron conquistados por la burguesía urbana, económicamente fortalecida.
En México, desde la conquista, los españoles controlaron la tierra, las minas y plantaciones, y también el gobierno. El régimen de haciendas continuó hasta el porfiriato, cuando detentaron el poder familias de prosapia como los Limantour, Terrazas y Creel. Pero también su capacidad económica decayó y fueron desplazados del poder en la Revolución Mexicana por la clase capitalista moderna, más eficiente y productiva, a la que pertenecía Francisco I. Madero, miembro de una acaudalada familia norteña de banqueros e industriales; destacaron también Venustiano Carranza y Álvaro Obregón, próspero agricultor. Vale aclarar que en ocasiones la clase poderosa no gobierna personalmente, sino a través de sus representantes: conviene un rostro popular cuando el sistema pierde prestigio entre las masas.
El poder político hoy sigue perteneciendo a los adinerados. En Estados Unidos, los Bush, ricos petroleros texanos, gobernaron durante 16 años; hoy lo hace otro magnate. Es conocida la pertenencia del presidente francés Emmanuel Macron al círculo de poder de la antigua banca Rotschild; en Argentina, el presidente Mauricio Macri es uno de los principales empresarios; y así pueden desfilar apellidos tan conocidos como Berlusconi, Fox y tantos más. Hasta en municipios rurales gobiernan los dueños de las mejores tierras, del ganado y el comercio, los llamados caciques de pueblo. Dueñas simultáneamente del poder económico y del político, las mismas familias se perpetúan en el gobierno. ¿López Obrador desaparecerá esos vínculos? ¿Los enfrentará? La evidencia no apunta en ese sentido. En nuestros días, detrás del actual gobierno asoma el gran capital, nacional y extranjero; figuras prominentes del gabinete y hombres del primer círculo del poder pertenecen al sector empresarial. Las transnacionales dominan la banca, la industria, la agricultura. En fin, hay una total subordinación de este gobierno al de Estados Unidos en política migratoria, tratados comerciales, etc.
Las conexiones entre economía y política son fuertes, empezando por la capacidad de los empresarios para retirar capitales, negar créditos y regatear impuestos; la solvencia para costear campañas electorales; el poder para sobornar secretarios de Estado, gobernadores, legisladores y jueces. Los señores del capital controlan los grandes periódicos, cadenas de radio y televisión, desde donde fabrican ídolos y forman opinión, sumando a esto un gran poder de compra de votos. Poseen las líneas de transporte políticamente más importantes, etc. Y al poder económico y político agregan el ideológico. Su ideología permea hacia las demás.
La nuestra es una sociedad polarizada. Según publicaciones basadas en datos de Forbes, en 1996, quince personas poseían 25 mil 600 millones de dólares; para 2014, casi ellos mismos controlaban 142 mil 900 millones. Del otro lado, supuestamente iguales en derechos a aquéllos, hay millones de campesinos pobres, desempleados, o trabajadores que ganan el salario mínimo, o los trabajadores del sector informal, sin derechos laborales.
Ese pueblo puede y debe tomar realmente el poder y conservarlo, a condición de no olvidarse de la economía e introducir los cambios necesarios que le den independencia frente al gran capital, en un real equilibrio donde su gobierno tenga una fuerte influencia en el poder económico, que participe efectivamente de él. La necesidad así lo reclama.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.