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En días recientes, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) obtuvo estimaciones de cómo se encuentra el empleo en el país durante la pandemia. Entre sus datos conviene destacar los siguientes: aumentó el número de desempleados a 2.1 millones de personas; estimó en cerca de 20 millones el número de trabajadores que no tienen empleo ni esperanzas de encontrarlo; el 21.9 por ciento de la Población Económicamente Activa (PEA) abandonó su trabajo sin garantía de recuperación después de la pandemia; 11 millones de personas se encuentran subempleadas, es decir, necesitan trabajar más para sostener a sus familias, y 31.3 millones de personas están trabajando en el sector informal; es decir, carecen de seguridad social, afiliación sindical, pensiones, etc. Estas cifras hablan de la existencia de 64.4 millones de personas que viven en la incertidumbre alimentaria y padecen todas las carencias derivadas de la falta de ingresos.
Esta situación, que pareciera surgir con el Covid-19 y ser fruto del paro en la producción, no es más que la expresión de un problema estructural que la coyuntura sanitaria solo exacerbó e hizo más evidente. El problema del empleo fue poco considerado en las agendas de los gobiernos, a pesar de que el trabajo es la principal fuente de ingresos de cualquier individuo inmerso en el actual modo de producción. La incorrecta dimensión que se ha dado a este problema ha llevado a los gobiernos a conformarse con supuestas bajas tasas de desempleo, cuyos valores no pasan de 5.3 por ciento, cuando en realidad tenemos a más de la mitad de la población ocupada en el sector informal, subocupada o sin esperanzas de encontrar trabajo. Estos sectores, que suman 64.4 millones de personas, no tienen contratos reales con sus empleadores, sus salarios pueden estar por debajo del mínimo que estipula la ley, no cuentan con prestaciones ni seguridad social y mucho menos hacen uso de su derecho a formar parte de un sindicato y exigir mejores condiciones de trabajo.
En el actual gobierno, así como en los anteriores, no se ha planteado una agenda que priorice en la creación de empleos de alta productividad, que permita elevar los salarios y disminuya las brechas estructurales que prevalecen en el país y el mundo; por el contrario, se enfatizó en los megaproyectos que propician la creación de empleos temporales (como la construcción) y bajo valor agregado (como el turismo). Se priorizó también en las transferencias monetarias directas que, a la larga, vuelven manipulable y dependiente del gobierno a esa población, condenándola a no trabajar y a no tener la posibilidad de aumentar sus ingresos. Se aumentó el salario por decreto, dando cabida a que los empresarios transfirieran esos costos al consumo de los mismos trabajadores; así, el gobierno ganó la confianza del pueblo sin hacer realmente nada; pues, en los hechos, no se garantizó un incremento del salario real. A la educación y la investigación se les redujo el presupuesto cuando debería priorizárseles para cambiar el tipo de trabajo que se realiza en las cadenas productivas, donde solo hay labores de ensamblaje o de baja productividad.
El problema del empleo solo podrá resolverse cuando el partido en el poder esté dispuesto a velar por los intereses de los trabajadores y no a comprarlos con los programas de transferencias monetarias directas. Pero esto no sucederá porque el Presidente ya demostró que su agenda económica es inmodificable. Es hora de que los trabajadores mexicanos se unan y tomen el destino del país en sus manos; solo hasta ese momento el problema del empleo será resuelto, privilegiándolo por encima de medidas asistencialistas.
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Tendrá que pasar una década para regresar a la economía similar al 2018. “Nos habíamos recuperado de la crisis del 2008”, señaló Armando Bartra.
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Escrito por Ollin Vázquez
Maestra en Economía por la UNAM.