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La decadencia del imperialismo yanqui
No pueden despreciarse las multitudinarias manifestaciones a favor de la resistencia palestina en varios países occidentales. Incluso en EE. UU., “la opinión pública estadounidense ya no apoya a Israel (…)".
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Imagen principal: Protesta en Michigan, EE. UU., en contra de los ataques de Israel al pueblo palestino.

 

Una de las condiciones fundamentales para todo movimiento revolucionario, es decir, para quienes pretenden, en cualquier nación, llevar a cabo una transformación social, es no perder de vista en ningún momento las contradicciones globales, universales, muchas de las cuales operan en ocasiones de manera más determinante que los procesos internos que afectan de forma aparentemente más directa nuestra cotidiana realidad. Sin pretender ahondar en ello, dado que no es ni el lugar ni el momento, es preciso considerar como premisa de cualquier análisis de actualidad que desde la consolidación del capitalismo como sistema hegemónico, la historia universal se hizo presente en la realidad de cada pueblo del orbe. Como efecto inevitable, y muchas de las veces trágico y fatídico, todas las naciones del mundo quedaron unidas por una férrea cadena a la que hoy damos el nombre de: globalización.

Bajo estas dos premisas: la relación indestructible de la parte con el todo (nación-mundo) y la interpretación de realidades locales a partir de transformaciones universales, podemos acercarnos a la realidad concreta que hoy vive y sufre el último gran imperio capitalista: el imperio norteamericano. Este acercamiento, cabe aclarar, no busca profetizar ni vaticinar el hundimiento (a corto plazo) del imperio, tentación en la que todas las naciones colonizadas caen dada su imperiosa necesidad de libertad económica y política. No lo hace precisamente porque llevaría al análisis a buscar una salida inmediata, una salida que, sin embargo, apenas comienza a dibujarse en el horizonte y está muy lejos aún de lo que muchos analistas consideran como inevitable: la sustitución de un imperio por otro. Dado que todo vacío se llena, razona la geopolítica liberal, la crisis del imperio norteamericano se resolverá con la creación, si occidente no lo evita, de un nuevo imperio: el imperio chino-ruso (a los analistas occidentales ya ni se les ocurre mencionar a Europa). Esta deducción simplista no sólo es imposible sino, dadas las circunstancias actuales, en las que se observan a lo largo y a lo ancho del globo nuevos grupos de poder, ideológicamente distantes, pero económicamente coincidentes, lo más previsible a mediano plazo es la aparición de un mundo multipolar, no con dos polos en disputa, lo que implicaría un regreso a la Guerra Fría, sino múltiples centros irremediablemente dependientes y obligados a coexistir a pesar de sus diferencias, al menos a mediano plazo.

En ese contexto nos enfrentamos a una innegable realidad: el gran imperio norteamericano, el otrora invencible e irreductible bastión del capitalismo moderno ha quedado presa de una vorágine de acontecimientos que por un lado revelan su aparentemente oculta debilidad, y por otro, sacan a relucir la fortaleza de sus antagonistas. Son dos las formas de revelar este agotamiento del imperialismo norteamericano. La primera de ellas se observa en las contradicciones internas que han atrofiado el sistema desde sus propios fundamentos. Para muestra, un botón:

El pasado mes de julio, Tucker Carlson, un reconocido periodista republicano y seguidor de la política económica de Trump, sorprendió a sus propios correligionarios al espetar una amarga crítica a la política seguida por el republicanismo, en ese caso representado por el candidato republicano Mike Pence, frente a los problemas globales en los que Estados Unidos se ve irremediablemente inmiscuido.

“Usted lamenta que los ucranianos no tengan suficientes tanques estadounidenses -le reprochó Carlson-. Pero en estos tres últimos años, todas las ciudades de nuestro país han visto cómo se deterioraba su situación. Dese una vuelta en coche y lo verá. Nuestra economía languidece, la tasa de suicidios se dispara, la suciedad, el desorden y la criminalidad aumentan de forma exponencial, ¡y usted se preocupa porque a Ucrania, un país que la mayor parte de los aquí presentes serían incapaces de señalar en un mapa, le falten tanques! Es de justicia que le haga esta pregunta: ¿se preocupa usted por Estados Unidos en este asunto?” (Le Monde diplomatique, agosto 2023).

La alocución de Carlson terminó en ovación por parte del público. La política de Trump radica precisamente en volver a sus orígenes, en reconocer a tiempo que el papel de EE. UU. como demiurgo de la historia moderna ha llegado a su fin; replegar sus fuerzas y salvar los muebles. Esta política parece no estar muy lejos de los intereses de las grandes mayorías norteamericanas que observan, en la seguidilla de derrotas en las conflagraciones internacionales, desde Irak hasta a Ucrania, el indicio más relevante y llamativo de que la política interna, nacional, no corresponde ya con la realidad del sistema-mundo que ellos mismos implementaron. “Los 16 millones de exsoldados estadounidenses llevan veinte años pudiendo apreciar en Faluya o Kandahar, la fatalidad de su sacrificio y el de sus camaradas” (Serge Halimi).

A esta crisis interna, que tuvo su colofón el pasado 3 de octubre con la destitución (por primera vez en 113 años) del presidente de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, Kevin McCarthy, en gran medida como consecuencia al apoyo a la política intervencionista de Biden, hay que sumarle, como un efecto necesario a la decadencia del imperialismo norteamericano, las dolorosas y contundentes derrotas que la política militar de EE. UU. está sufriendo en el mundo entero.

Después de una inversión de 80,000 millones de dólares en Ucrania y de desplegar toda su fuerza “diplomática” en una larga serie de sanciones a Rusia, la realidad es que Moscú hoy aparece más fuerte que antes de la guerra y Zelenski, el adalid de la “resistencia”, es despreciado por sus inicialmente más fervientes partidarios. Al fortalecimiento de Rusia y China como potencias económicas, hay que agregar la cada vez más determinante influencia de estas naciones en regiones antes vedadas para ellos por el imperialismo yanqui. «Pese a la intensa actividad de Washington para aislar a Moscú- escribe Higinio Polo en “Alquimia Imperialista”-, si la cumbre Rusia-África de Sochi en 2019 congregó a 43 países, la de San Petersburgo en julio de 2023 reunió a 49 naciones, que aprobaron una declaración de apoyo a un nuevo mundo multipolar y, en un claro mensaje a Estados Unidos, se opusieron a la aplicación extraterritorial de leyes nacionales y a las decisiones de quien busca eludir las disposiciones del Consejo de Seguridad de la ONU, como ha hecho Washington en tantas ocasiones».

Al inevitable descalabro de la política norteamericana en la guerra de Ucrania hay que agregar el desprecio cada vez más unánime de las naciones africanas a la hegemonía occidental; la incapacidad evidente de sostener el frente abierto en Taiwán para provocar un conflicto con China; la consolidación económico-política del frente antiimperialista de los BRICS que, tras la cumbre de Sudáfrica, anunció la incorporación al grupo de Argentina, Arabia, Irán, Egipto, Etiopía y Emiratos Árabes Unidos. Finalmente, por sólo tomar los acontecimientos más determinantes, la revivificación del conflicto árabe-israelí ha demostrado, tanto a las clases dirigentes norteamericanas como imperialistas a nivel mundial, que la realidad se ha movido respecto a décadas atrás y que hoy el mundo parece tomar abiertamente partido en contra del intervencionismo y el genocidio norteamericano-israelí.

La condena de la Liga Árabe y la Unión Africana por los “crímenes de lesa humanidad” al gobierno israelí, seguida por el envío de víveres por más de una docena de países de Medio Oriente a Gaza a través de Egipto, son sólo una muestra de que el miedo a enfrentarse a Washington y su baluarte regional quedó desplazado por la fuerza económica, militar y política de los nuevos bloques geopolíticos que hoy respaldan la defensa de Palestina. A pesar de que el conflicto recién estalló, no pueden despreciarse las multitudinarias manifestaciones a favor de la resistencia palestina en varios países occidentales. Incluso en Estados Unidos, como asevera el politólogo Thierry Mysson, “la opinión pública estadounidense ya no apoya a Israel (…) y el Pentágono carece ahora de los medios que necesitaría para defenderlo, lo cual es una de las tantas consecuencias de la guerra en Ucrania. Estados Unidos ya no logra fabricar suficientes municiones para sus aliados ucranianos, incluso ha tenido que recurrir a las reservas almacenadas en Israel, ya vació sus arsenales”.

Es muy probable que no le falte razón a María Zajárova, portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores de Rusia, cuando afirma que “EE. UU. pretende sembrar el caos en la región y esa es la razón por la que no advirtió a Israel de los inminentes ataques”. Sin embargo, en términos realistas y objetivos, a pesar de que cada vez es más difícil apelar racionalmente a un sistema y un gobierno irracionales, ¿qué tan conveniente es para los EE. UU. abrir un flanco más de guerra cuando se ve asediado y derrotado en todos los frentes? ¿No es más bien una muestra de la debilidad que aqueja a todo el imperio el no tener control sobre eventos de esta naturaleza que, por lo demás y estudiados detenidamente, parecen responder también a la crisis interna de Israel que apenas hace unos meses logró convocar a más de 300,000 manifestantes en contra del gobierno de Benjamín Netanyahu? No podemos responder con certeza a estas interrogantes dado que en la medida en que la fuerza del imperio languidece, la reacción a problemas concretos deja de corresponder racionalmente a sus propios intereses.

Lo único que le queda a ese viejo armatoste es el instinto de supervivencia que, de no optar por la salida (temporal y sólo válida a corto plazo) de replegarse sobre sí mismo como propone el ala trumpista, entonces augura una nueva conflagración de carácter mundial que, más allá de la embestida mediática que pretende desdibujar la realidad, hoy deja entrever ya, entre los ropajes de la milicia israelita y norteamericana, el manto del fascismo. La destrucción del Hospital Nacional Árabe en Gaza con un saldo de más de 500 muertos y 300 heridos evidencia la miserable infamia de un imperialismo enfermo. Hoy el nazismo, paranoica aunque previsiblemente, renace nuevamente en la política israelita y norteamericana. El mundo, sin embargo, no es el mismo que el de hace treinta años y el imperialismo, en cualquiera de sus expresiones, tendrá que enfrentarse a las nuevas fuerzas ya incontestables e innegables que cercan su furor.


Escrito por Abentofail Pérez Orona

Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).


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