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Divide y vencerás (o dividir para reinar), es recurso de los dueños de la riqueza para someter a los débiles, dispersar sus fuerzas y entramparlos en reclamos desarticulados, particulares y localistas. Por ejemplo, la lucha contra una ley de pensiones en Francia, que une y moviliza a mucha gente; o las que estallan en Estados Unidos cada vez que la policía asesina a alguna persona de raza negra; o los movimientos que se constriñen a defender a indígenas, a víctimas de algún siniestro, o a alguna minoría. Parecieran a veces, ciertamente, cataclismos que acabarán, ahora sí, de cuajo con la injusticia; pero después de la tempestad viene la calma… y todo vuelve a la “normalidad”.
Ciertamente, son indispensables las luchas de resistencia social de sectores oprimidos por reparar injusticias o por mejoras inmediatas; es el caso de las organizaciones campesinas, de estudiantes, de mujeres, profesores, precaristas, gremiales, etc. Su problema es que adolecen de una estructura integradora que conjunte sus esfuerzos y les dé continuidad. Contra toda apariencia, su integración en una sola unidad organizativa y de objetivos más generales no las debilitaría ni restaría importancia; por el contrario, las fortalecería, permitiéndoles lograr sinergias políticas.
El problema, ciertamente, no es nuevo. Tiene raíces históricas. Desde la postguerra hasta los años sesenta, el capitalismo vivió una época de prosperidad económica que atenuaba las contradicciones de clase y daba cierta sensación de bonanza a los sectores populares. Ahí se inscribe el Estado de Bienestar. Pero a partir de los setenta entró en estancamiento económico, inflación, caída de salarios, crisis y desempleo, y ante la creciente inconformidad social, el capitalismo mundial se vio precisado a recurrir a nuevas estrategias políticas y argucias ideológicas. Esto se compaginó con el hecho de que la izquierda mundial, habiendo renunciado al socialismo, necesitaba banderas atractivas, carnada electoral, y optó por demandas parciales o sectoriales aisladas, que a la postre fueron fragmentando ideológica y orgánicamente la lucha popular.
En su célebre obra Postguerra: una historia de Europa desde 1945, el historiador británico Tony Judt dice: “Puede ser que la ‘nueva izquierda’ careciera de programa, pero no le faltaban temas de discusión. Introdujo sobre todo nuevos sectores. La fascinación por el sexo y la sexualidad condujo naturalmente a la política sexual…” (Pág. 703). (De la obra de Judt son las citas de este escrito, indicaré solo la página). Cobraron renovada energía movimientos feministas, y defensores de minorías según su preferencia sexual, sectores víctimas históricas de discriminación, que se organizaron para luchar por sus derechos particulares.
Expone Judt: “… en los setenta (…) Surgieron partidos y movimientos ‘monotemáticos’, cuyo electorado estaba determinado por una geometría variable de intereses, con frecuencia cortos de miras…” (Pág. 704). Y ejemplifica: “Los partidos de oposición a los impuestos, como los de protesta agrarios de la Europa de entreguerras, eran principalmente reactivos y negativos: se oponían a cambios no deseados y pedían sobre todo al Estado que eliminara las cargas fiscales que ellos consideraban excesivas (…) Tres de las nuevas formas de agrupación –los movimientos feministas, ecologistas y pacifistas– son de especial relevancia, por su magnitud y por su prolongado impacto” (Págs. 706-7). Aquí en México, movimientos de deudores de la banca atrajeron, en su momento, un significativo apoyo social, pero de igual forma terminaron desvaneciéndose, toda vez que solo reflejaban intereses localizados, momentáneos y circunstanciales.
Sobre el movimiento ecologista, dice Judt: “Los ecologistas tuvieron mucho más éxito al transmitir sus sentimientos a la política (…) el ecologismo (…) fue realmente expresión colectiva del temor de la clase media a las centrales nucleares, la urbanización galopante, la construcción de autopistas y la contaminación” (Pág. 710). Y agrega: “En 1973 se presentaron los primeros candidatos ‘ecologistas’ en las elecciones locales de Francia y el Reino Unido (…) en 1979 (…) ya tenían su propia representación parlamentaria…”. Por cierto, hoy los verdes alemanes son de las fuerzas más beligerantes en la guerra contra Rusia. Y agrega el autor: “Como hemos visto, los partidos monotemáticos surgían con frecuencia después de una crisis, un escándalo o una propuesta impopular” (Pág. 715); es decir, tienen carácter espontáneo; y, como advierte Judt, terminaron bajo control de las clases medias o de la misma clase capitalista. En este mismo tenor cobraron fuerza movimientos sociales y partidos “contra la corrupción” (como el de AMLO, aquí en México), que en nada cuestionan las raíces estructurales del fenómeno, solo sus manifestaciones superficiales, o dicen atacarlas, mientras ellos mismos participan en el festín.
Atrás del auge de estos movimientos parciales opera una política de Estado orientada a fraccionar las fuerzas del pueblo y reducir sus luchas a estallidos que pasan sin dejar huella, como estelas en la mar. Así lo señala el propio Judt (ajeno por cierto a toda inclinación socialista): “La proliferación de partidos y programas monotemáticos (…) tuvieron un especial coste para las organizaciones de izquierda tradicionales. Los partidos comunistas de Europa occidental, minados por la erosión constante de su electorado proletario (…) eran los más vulnerables” (Pág. 716).
Además del fraccionalismo por sectores, se promovió la atomización social resaltando los derechos humanos “individuales”, al margen y hasta enfrentados a los sociales, de los pueblos (lo colectivo entraña peligro): “… el discurso de los derechos posterior a 1945 se centró en los individuos (…) sufrían como individuos y así, con sus derechos individuales, fue como las Naciones Unidas trataron de protegerlos. Los convenios sobre derechos humanos (…) que se incorporaron a la legislación y los tratados internacionales tuvieron un efecto acumulativo sobre las sensibilidades públicas: combinaban el interés por las libertades individuales de cuño dieciochesco y angloestadounidense…” (Pág. 815). En México se formaron “comisiones de derechos humanos”, ¿pero acaso ya no se violan los derechos individuales? ¿La parafernalia burocrática los garantiza? En la práctica son alcahuetes de los gobiernos y, por lo demás, absolutamente inocuos: un placebo social.
Sin duda, las clases gobernantes muestran capacidad para renovar su arsenal ideológico, en este caso induciendo el fraccionalismo, aislando así a los oprimidos de los otros seres humanos que sufren iguales o similares atropellos y explotación, e inferidos por los mismos autores; unidas todas las víctimas del sistema injusto que vivimos, serían invencibles, capaces de resolver de raíz sus diferentes padecimientos. La unión de los débiles los vuelve fuertes; y aquí en México, AMLO lo sabe bien, y más todavía si ésta alcanza un carácter partidario, integrador. Por eso les engaña con el señuelo individualista y al mismo tiempo rechaza a las organizaciones sociales, salvo las que él controla corporativamente.
Dejados a su suerte y desarticulados, los movimientos sectoriales se debilitan; no trascienden ni pueden arrancar la raíz común de todos los males sociales, por ajenos que parezcan entre sí: no son más que manifestaciones fenoménicas de una misma esencia. Necesitan de una estructura que los integre y eduque: un partido popular, único capaz de ofrecerles programa y orientación histórica, para combatir causas y no solo efectos.
De no ser así, ¿qué organización sectorial tendrá la fuerza suficiente para modificar la política fiscal y de gasto público, para equipar hospitales, mejorar la educación y la vivienda y terminar con la inseguridad? ¿Quién, entonces, podrá poner fin a un régimen económico cuyo propósito único es acumular ganancia y no satisfacer necesidades sociales? ¿Qué sector aislado tendrá el poder para terminar con la pobreza y la desigualdad? ¿Quién, en fin, podrá detener el saqueo de nuestra economía por las transnacionales? Solo la unidad orgánica de todas las fuerzas sociales coordinada por un partido propio. Así que tenía razón Nicolás Guillén cuando dijo: alcemos una muralla juntando todas las manos, los negros, sus manos negras, los blancos, sus blancas manos.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.