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El salario es el pago de la capacidad de trabajar de la clase trabajadora. Además, es un mecanismo fundamental de disciplina social y opresión que se ha ido gestando históricamente. En las décadas de 1850 y 1860, el capitalismo se sustentaba en la explotación absoluta, a través de jornadas laborales de 14 a 16 horas, salarios de miseria y condiciones inhumanas diezmaban a la clase obrera. La esperanza de vida rondaba apenas los 40 años, con escandalosos índices de mortalidad infatil y materna. Esto llevó al capitalismo al borde del colapso, pues representó una incapacidad del mismo para desarrollarse. La respuesta no fue la benevolencia ante el sector asalariado, sino una reingeniería social calculada para obtener un beneficio económico, un sistema injusto para las mayorías, en donde un lugar particular lo ocupan las mujeres.
El capitalismo, en un movimiento astuto, excluyó a las mujeres de las fábricas, confinándolas al espacio doméstico y forjando así una nueva jerarquía al interior de la clase obrera. Las mujeres, económicamente dependientes del salario de los hombres, se convirtieron en un pilar importante para que éstos pudieran recobrar energías que serían gastadas en las fábricas mercantiles: en casa, las labores domésticas y de cuidados descansaban sobre los hombros de ellas. Esta situación ocurrió en EE. UU. e Inglaterra, pues en los países del tercer mundo no había propiamente una familia proletaria nuclear en donde la mujer dependiera del salario del hombre, sino que se trataba de unidades productivas, agrícolas o artesanales, superexplotadas a través de condiciones de trabajo extenuantes. La familia proletaria nuclear para los países del llamado Sur Global fue delimitándose posteriormente.
El salario es la piedra angular de un sistema de disciplina dual. Por un lado, el hombre obrero es “pacificado” al tener una “sirvienta” en casa –su esposa– que se encarga de su alimentación, su descanso y la crianza de sus hijos. De este modo, el trabajador se convierte en un trabajador más productivo y menos propenso a la rebelión, pues tiene algo que perder; el bienestar de su familia depende de su sumisión en la fábrica. Por otro lado, se le otorga un poder sobrevisorial dentro del hogar. Se convierte en el administrador y disciplinador del trabajo de la mujer, el eslabón que conecta la explotación en la fábrica con la opresión en el hogar. Esta organización, como apunta Silvia Federici, crea una situación donde la violencia está siempre latente, una relación de dominio: el temor constante de la mujer a desafiar la mirada de quien la sustenta.
Este modelo, que se mantuvo hegemónico hasta la revuelta feminista de la década de 1970, permitió que el capitalismo se arraigara. La familia nuclear se erigió como la unidad celular de la producción capitalista, un centro de producción invisible donde se fabrica y renueva diariamente una mercancía esencial: la fuerza de trabajo. El salario, por tanto, es mucho más que un ingreso para que los obreros recobren fuerzas; es un dispositivo que organiza la sociedad, crea jerarquías e invisibiliza áreas enteras de explotación. Al remunerar sólo el trabajo realizado en la esfera “productiva” (mayoritariamente masculina) y ocultar el trabajo de reproducción (feminizado), el sistema naturaliza –de algún modo normaliza– la dependencia y la subordinación. Esta división del trabajo relacionada con el sexo disciplinó la vida de la sociedad entera: ató a los hombres a empleos inflexibles, pues cargaban con el peso único del sustento familiar, privándolos de tiempo para la paternidad y la vida comunitaria. Para las mujeres, la falta de salario debilitó su posición en el mercado laboral, confinándolas a trabajos precarios y mal pagados que replicaban las tareas domésticas, perpetuando así la concepción de la feminidad como sinónimo de cuidado y servidumbre. Esta situación dejó de ocurrir cuando los grandes capitalistas abrieron de nueva cuenta el campo laboral para las mujeres, y fue entonces cuando éstas tuvieron que realizar la llamada doble jornada laboral: trabajo fuera y dentro del ámbito doméstico.
El sistema capitalista se sustenta en la división, la jerarquía y la opresión. El salario, como instrumento de disciplina, se revela no como una remuneración del trabajo, sino como un elemento central que disciplina y explota a una sociedad desigual. La lucha contra estas relaciones sociales es, en esencia, la lucha por la liberación de la clase trabajadora en general.
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Escrito por Betzy Bravo García
Investigadora del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales. Ganadora del Segundo Certamen Internacional de Ensayo Filosófico. Investiga la ontología marxista, la política educativa actual y el marxismo en el México contemporáneo.