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Dulce María Peláez Carmona
No, Dulcito querida, nunca pensé que algún día escribiría para tratar de perpetuar tu recuerdo. Lo hago con miedo de que no pueda transmitir tu ejemplo gigantesco.
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No, Dulcito querida, no, nunca pensé que algún día escribiría para tratar de perpetuar tu recuerdo. Lo hago con miedo de que no pueda transmitir tu ejemplo gigantesco, que no pueda ser preciso y convincente y que los suspicaces crean que solo se trata de afecto personal o, peor aún, de vulgar demagogia para prestigio del Movimiento Antorchista, tu querida organización. No sería justo fallar. Te mereces inmensamente que las mujeres y los hombres buenos y, sobre todo, los más jóvenes que viven y van a seguir viviendo quién sabe por cuanto tiempo en un mundo que se pudre, sepan que la humanidad, que nuestro agobiado país, tiene esperanza, que ocultos en el anonimato por el silencio represivo de los dueños de los grandes medios de comunicación, existen seres excepcionales que viven y trabajan para los demás, que poco a poco, pero sin pausas, van construyendo un mundo nuevo, ya definitivo.

La noticia nos impactó a todos los antorchistas: te habían operado de un aneurisma, padecimiento terrible desde hace mucho y ligado a las desgracias. Las cosas se complicaron y supimos que tu recuperación sería casi imposible. La tragedia se anunciaba. El domingo nos dijeron que habías perdido la batalla, que la habíamos perdido todos los antorchistas, que nos quedábamos sin ti. Nada dura para siempre. Lo que nace, merece perecer, dijo un filósofo genial y espantó a los que se beneficiaban del privilegio. Pero esa áspera verdad no era válida solo para los grandes fenómenos sociales, también lo era para los átomos humanos que participaban en ellos y ahora vivimos la muerte de tu ausencia.

Me quedaré, nos quedaremos para siempre con tu imponente capacidad de trabajo. Es el trabajo el que ha creado al propio hombre, escribió otro genio. En esa actividad constante, sempiterna, el hombre se elevó sobre el reino animal, desarrolló su cerebro y, con él, su pensamiento y su lenguaje, creó obras portentosas para su sobrevivencia en la lucha contra la naturaleza y bellezas estremecedoras ansiando la eternidad. El trabajo, esa actividad esencial, sin la cual el hombre y la mujer no serían ni hombre ni mujer y que debería seguir edificando diariamente a la humanidad, se ha pervertido y, para generar ganancias insultantes que benefician solo a unos cuantos, se ha reducido a una tortura monótona que deforma moral y físicamente al ser humano que lo desempeña y vuelve casi desechos sociales a los que no lo han tenido ni lo tendrán nunca.

Así se explica que, ante tamaño enemigo, que es en lo que el capital ha convertido al trabajo, la gente le rehúya y hayan aparecido los supervisores omnipresentes, los relojes checadores y, ahora, las diabólicas cámaras de vigilancia. Así se explica que los trabajadores se defiendan aplicándose al trabajo poco y mal y se haya generalizado la idea de que lo digno y lo inteligente es hacer todo lo posible por eludir el esfuerzo. Pero como lo saben todos los antorchistas que trabajaron contigo y los que no trabajaron contigo pero te conocieron personalmente, tú no eras de ésos, tú te negaste siempre a regatear tu esfuerzo.

Pero tú te negaste a ponerle límites a tu diaria labor porque a buen tiempo decidiste que no trabajarías para engrandecer fortunas y poder, que trabajarías para ayudar a esclarecer la visión de los trabajadores y de sus hijos, para hacerles consciencia y, para ello, agruparlos. Que trabajarías por un mundo mejor. Y te entregaste en cuerpo y alma. Y acertaste. Mucha, muchísima gente buena fue a reconocértelo, a llevarte una ofrenda salida de sus ojos a tu última morada y, mucha más, que no pudo acercarse, envió conmovedoras palabras que nos llenaron de orgullo a todos los que te conocimos. Incansable, heroína del trabajo, así te recordaremos. Si miento, puede ser por defecto, no por exceso.

Debo decir, compañera querida, que me constó, nos constó a los antorchistas, que, en tiempos en los que la ambición se enseñorea por todos lados, en los que es orgullosa filosofía de la vida que el que no tranza no avanza, en los que la corrupción está tan generalizada en el mundo, que hasta los productos de la corrupción, los que viven corrompiéndose, gritan a los cuatro vientos que combaten y van a derrotar a la corrupción, en ese mundo terrible, fuiste una mujer honrada, insobornable. Estoy enterado de que en tu trabajo manejaste dinero, no mucho, porque los antorchistas no tenemos mucho, pero sí lo suficiente para que un pillo de los que estamos inundados hubiera tomado las de Villadiego y puesto terreno de por medio. Pero tu moriste con nosotros, tan pobre como llegaste.

Digo para los que se atrevan a leer estos torpes recuerdos, que Dulce María Peláez Carmona, como tantas mujeres y tantos hombres grandes, nació en un pobladito del estado de Oaxaca que se llama Pie de la Cuesta y pertenece a Cacahuatepec, municipio en el que nació el compositor Álvaro Carrillo. Ella se fue a vivir a Acapulco a los cinco años con sus padres, Reina Carmona Javier y Eustorgio Peláez Fuentes, que se fueron a trabajar allá y durante muchos años le dieron mantenimiento y cuidaron de una mansión en la que había un rinconcito donde podían vivir. Ahí, en Acapulco, terminó Dulce María su primaria y su secundaria. Luego, como muchos otros muchachos sin esperanza, se fue a vivir y a estudiar a la Casa del Estudiante Espartaco en la ciudad de Morelia y, después de haber pasado algún tiempo en la Casa del Estudiante “Graciano Sánchez”, en Colima, se incorporó a la punta de lanza de uno de los grandiosos proyectos del Movimiento Antorchista: hacer realidad aquello de que “para tener independencia política, hay que tener independencia económica”. Proyecto decisivo que desarrollamos muy convencidos y firmes los antorchistas, enfrentando majaderías, vómito vaya, de los políticos con poder y dinero; nos quieren sumisos, a la orden.

Muchísimos de estos políticos que dicen odiar a la corrupción como a la peste, ya no están donde empezaron, ya hicieron del chalaneo y la traición, o sea, de la corrupción, una envidiable cualidad humana. Inteligentes, flexibles, racionales, como gustan que se les llame, cambian de partido como cambiar de calcetines. Dulce María Peláez no era de ésos. No. Ella fue una mujer fiel hasta la muerte. Solo una vez dijo “voy contigo”. Y se fue con Antorcha y se hizo con Antorcha. Ahí conoció mujeres y hombres buenos también, muy trabajadores, también incorruptibles y consecuentes, incluso algunos que, antes que ella, dieron su vida por la organización y, ahí, entre ellos y con ellos, se fue haciendo inmensa. Una vez le dijo el Quijote a Sancho Panza: júntate con los buenos y serás uno de ellos.

Ahora la lloramos muchos. Pero, compañeros antorchistas, amigos, ahí no terminará el justísimo homenaje que le debemos. No va a ser tan fácil ni tan rápido. Dulce María requiere, exige, que los antorchistas viejos y los antorchistas jóvenes que, afortunadamente, son muchísimos, sigan devotamente su ejemplo. Que seamos trabajadores, abnegados, honrados y fieles hasta la muerte. Lo exige el recuerdo de la compañera, pero, sobre todo, lo exigen los niños que solo comen una vez al día, que no conocen un doctor y no van a la escuela, lo exigen las madres que los dejan solos y sin alimento, los padres que se van de mañana y vuelven sin dinero ya muy noche o ya se fueron al extranjero para siempre. Lo exigen los desaparecidos y los muertos violentamente. Lo exige la necesidad y la tristeza de México. Lo reclama con urgencia la honrosa tarea de luchar por una patria.


Escrito por Omar Carreón Abud

Ingeniero Agrónomo por la Universidad Autónoma Chapingo y luchador social. Autor del libro "Reivindicar la verdad".


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