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Para el enfoque económico de moda, aplicado por el gobierno y enseñado en las escuelas, el objetivo central de la economía es la producción en sí misma, la generación de riqueza convertida en el alfa y el omega, en imperativo y criterio de decisión absolutos. Se trata de promover el crecimiento económico, el incremento en la cantidad de riqueza, ya sea que ésta se cuantifique en términos de Producto Interno Bruto, Producto Nacional Bruto o PIB per cápita. Lo que importa es elevar a todo trance la productividad, abaratar los productos para vender y generar ganancias. Para aderezar esta tesis, se ha formulado “la teoría de la filtración”, según la cual si se genera mucha riqueza, todos los sectores sociales se verán automáticamente favorecidos. En la realidad no ha sido así; por el contrario, cada día, junto a la plétora de riquezas creada hay cada vez más pobreza.
La verdad es que tal visión parcializa el cometido de la economía, pues deja de lado que ésta tiene en realidad dos grandes tareas, que debe atender a la par. La primera es, ciertamente, producir con eficiencia. Una economía atrasada, que produzca solo miseria, no podrá repartir otra cosa que eso, miseria. Para alcanzar niveles elevados de bienestar social se requiere de una gran capacidad productiva, algo frecuentemente ignorado por los demagogos que prometen repartir lo que no existe. En este sentido cobra toda su relevancia la eficiencia productiva. Y, en un primer acercamiento, el desarrollo económico considera, precisamente, no solo qué y cuánto se produce, sino cómo, con qué medios y procedimientos; por ejemplo, desde hace miles de años la humanidad ha producido oro, quesos o harina, pero a lo largo de los siglos han cambiado la forma, las herramientas y técnicas para hacerlo. Las épocas, dijera un economista clásico, se distinguen no tanto por lo que producen, sino por la forma en que lo hacen. Se puede producir maíz con coa, con yuntas de bueyes y arado egipcio, o con tractores modernos y aplicación de la ciencia. El producto será el mismo, pero los medios cambian. En ello radica, en su sentido más elemental, el desarrollo económico.
Pero eso no es todo. El desarrollo es algo más complejo, y tiene que ver no solo con la mejora en los medios de producción, sino con sus implicaciones sociales, más precisamente, con la distribución de la riqueza, que es, precisamente, el segundo gran cometido de la economía: dotar a todos de los medios para la satisfacción plena de sus necesidades, en primer lugar las elementales: alimentación, vestido, vivienda, salud, abrigo, seguridad, y en segundo lugar las superiores: como educación, acceso a la cultura y a la justicia, y así, hasta la realización de derechos como la capacidad de participar efectivamente en la toma de decisiones sobre los asuntos públicos.
Sobre el contenido del concepto en cuestión, en su renombrada obra Desarrollo Económico, Michael Todaro señala que el desarrollo incluye “… la reducción y eliminación de la pobreza, la desigualdad y el desempleo en el contexto de una economía que crece” (p. 14). El autor cita a Edgar Owens, quien señala que no solo debe importar el desarrollo de las cosas, sino principalmente el de las personas. Y, finalmente, cita el World Development Report 1991, de Naciones Unidas, donde se formulan los objetivos del desarrollo en los siguientes términos: “… mejorar la calidad de vida, especialmente en los países pobres del mundo, una mejor calidad de vida generalmente demanda ingresos más altos, pero implica mucho más… mejor educación, niveles más elevados de salud y nutrición, menos pobreza, un medio ambiente más limpio, mayor equidad en las oportunidades, una mayor libertad individual y una vida cultural más rica” (p. 15). Y concluye, a este respecto, que el desarrollo es un proceso multidimensional, que ni de lejos puede reducirse al simple crecimiento.
En su acepción lata, el desarrollo implica la posibilidad de todos los integrantes de una sociedad para realizar a plenitud todas sus capacidades potenciales; es proveer las condiciones para que las libertades y capacidades se expandan; acceso universal a la cultura; que todos tengan, por ejemplo, el tiempo y el estado anímico y físico para practicar un deporte o un arte. Es, pues, libertad en su connotación más amplia.
Por eso, cuando vemos, como en Sinaloa, campos agrícolas impresionantes, muy bien cultivados, con la tecnología más avanzada; en Santa Fe, Ciudad de México, admiramos edificios al último grito de la moda en arquitectura; cuando vemos modernos aeropuertos o autopistas, fábricas con maquinaria sofisticada, produciendo a gran escala o, en fin, cuando admiramos gigantescos aviones cruzar el espacio aéreo, o lujosos cruceros llegar a nuestras costas, no nos confundamos: eso es solo riqueza creada, y exhibida, pero cuyo disfrute se halla totalmente fuera del alcance de las grandes mayorías. Al pueblo se le permite solo contentarse con mirarla y hacerla funcionar. Alcanzar el desarrollo sigue siendo un reto para nuestra sociedad.
Los expertos del país y de los organismos internacionales advierten una crisis económica más devastadora que la de la “gran depresión” de los años 30.
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El premio se basa fundamentalmente en el trabajo titulado Por qué fracasan los países: los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza (2012).
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.