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Después de sus primeros siete meses en el poder, el nuevo gobierno ha puesto en claro el papel central que concede al conocimiento de la historia. En ese lapso ha acudido a ella como su principal fuente de argumentación política para elaborar el mensaje claro y contundente de que los mexicanos van a entrar a una nueva era: la de la llamada “Cuarta Transformación” (4T). Sin embargo, ese mensaje tiene varias inconsistencias.
En primer lugar, ¿qué tipo de “transformación” generaron los tres hitos históricos precedentes? En el proceso independentista, las filas de los insurgentes estuvieron integradas mayoritariamente por indígenas. Hombres y mujeres que vivían en estos pueblos, cuyos usos y costumbres eran respetados y que tenían la obligación de pagar tributos a la corona española. A principios del siglo XIX, la mayoría de estas comunidades se hallaban en niveles económicos de subsistencia y sus nuevas generaciones, así como las de las otras castas, carecían de acceso a la tierra.
En el Bajío, las ricas tierras fértiles habían sido acaparadas por las haciendas y los obrajes textileros, sufrido una recurrente crisis agrícola y la actividad minera se hallaba disminuida, afectando a la población trabajadora. Por ello, el levantamiento insurgente de Miguel Hidalgo encontró eco y en poco tiempo se halló en las inmediaciones de la Ciudad de México al frente de 80 mil hombres. Sin embargo, este primer movimiento fue derrotado por el ejército realista; y fue hasta 1821 cuando la Independencia pudo consumarse con los Tratados de Córdoba, cuya iniciativa fue orquestada por la propia corona española, con lo que finalmente la autonomía nacional resultó amable para las potencias europeas. De manera que los indígenas y campesinos no ganaron la restitución de sus derechos. La Independencia no modificó la estructura monárquica, ni el dominio ni el sometimiento de los mexicanos pobres.
Ya como país independiente, pocos fueron los beneficios que obtuvieron los indígenas. Por ejemplo, las Leyes de Reforma, emanadas de la República, resultaron insuficientes, pues mediante las leyes de Desamortización de Bienes Eclesiásticos y Comunales, impuestas por la Ley Lerdo de 1856 y la Constitución de 1857, como parte del programa liberal de los gobiernos de Ignacio Comonfort y Benito Juárez, disolvieron las repúblicas de indios, suspendieron el régimen jurídico especial de que gozaban hasta entonces y dieron paso al fortalecimiento monopólico de las tierras.
El liberalismo del siglo XIX quedó trastocado por el positivismo francés, cuya formulación ideológica proclamó un gobierno fuerte para garantizar el orden político y el desarrollo económico. Éste se personificó en la figura de Porfirio Díaz, cuyo mandato propició la explotación laboral a niveles de esclavitud en la población indígena y mestiza pobre, y el arrebato de tierras a campesinos.
De estos núcleos sociales se nutrieron el movimiento magonista y los ejércitos de Villa y Zapata, la principal fuerza armada de la Revolución y el elemento motriz que aspiró a cristalizar los cambios que la Independencia y la Reforma no pudieron hacer. A pesar de que dicho movimiento terminó liderado por la clase terrateniente nacional –primero Madero, luego Carranza y después el grupo sonorense– aun así la gran fuerza popular ganó espacios importantes como nunca antes.
Esta síntesis histórica demuestra que no hubo continuidad en los tres movimientos y que, por tanto, no podemos esperar una “Cuarta Transformación”. La historia no es uniforme y tampoco se conduce por decreto, como intenta hacer creer el actual gobierno. Es claro que al presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) no le interesa la coherencia histórica, sino que pretende, a través de su interpretación de la historia, asociar su nombre con los grandes hombres del pasado histórico de México, y que lo hace porque se asume como el Mesías que va a levantar a este país. En este objetivo, AMLO busca grabar en la mente de los mexicanos que el proceso de cambio que encabeza debe ser evaluado más por sus intenciones y no por sus resultados.
Con la Revolución de 1910, y de la mano del mismo pueblo heredero del fracaso de la Independencia y la Reforma, México inició un largo proceso de modernización que lo colocó en un eslabón superior, pero que lo ha mantenido en el mismo sitio de marginalidad y pobreza. Las leyes históricas avanzan inexorablemente y nos colocan de nueva cuenta ante la posibilidad de redención, que no necesariamente tendrá que cumplirse.
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Escrito por Eneas Sánchez
columnista