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Con la llegada de diciembre, las lucecitas, esferas, y adornos navideños salen a relucir por doquier, lo mismo en un parque público, los grandes almacenes, o en los hogares de altos ingresos. Además de aspiraciones materiales, las personas están llenas de sueños y en esos días tratarán de dar lo mejor de sí mismas; existe una predisposición a andar con los sentimientos a flor de piel. Y no es para menos, la navidad representa no sólo el nacimiento del niño hecho Dios, sino la esperanza renovada sobre todo de las personas humildes, esperando encontrar en el reino de los cielos la felicidad que el reino de los hombres les ha negado. Las casas de los ricos en el campo y la ciudad lucen tan maravillosamente adornadas, que las personas que van al día se detienen a contemplar y a robar con la mirada un poquito del paisaje que los ricos tan escandalosamente han creado para el disfrute de las fiestas navideñas.
En diciembre, lo dispar de la opulencia y la miseria es más notorio. Es como si la miseria en esos días se tornara más grave, porque el salario no alcanza para colocar adornos en sus hogares, la cena será la misma de todos los días, impensable comprar obsequios a los seres queridos. Y de esta mala suerte de los parias, los niños se llevan la peor parte. La navidad, con sus colores rojos y luces brillantes, contrasta con la suerte gris de los niños jornaleros, los huérfanos de la pandemia o del crimen organizado. Esta situación no ha cambiado desde que el ruso Antón Chéjov escribió el cuento navideño Vanka en 1886, donde retrata con crudeza las penas del niño Vanka en la Rusia zarista, donde los aristócratas decidían el destino de los hijos de los criados. Vanka está con su abuelo, quien sirve en la casa de un gran señor; no tiene a nadie porque sus padres murieron, su único familiar es su abuelo, al que quiere mucho, pero lo mandan a la ciudad a la casa del zapatero, para que aprendiera el oficio.
A sus nueve años se ve obligado a trabajar sin ganar un centavo, apenas a cambio de un espacio para dormir y un mendrugo de pan. A escondidas, Vanka escribe una carta a su abuelo, añorando la navidad, en la que le cuenta: “Ayer me pegaron. El maestro me cogió por los pelos y me dio unos cuantos correazos por haberme dormido arrullando a su nene. El otro día la maestra me mandó destripar una sardina y yo, en vez de empezar por la cabeza, empecé por la cola; entonces la maestra cogió la sardina y me dio en la cara con ella. Los otros aprendices, como son mayores que yo, me mortifican, me mandan por vodka a la taberna y me hacen robarle pepinos a la maestra que, cuando se entera, me sacude el polvo. Casi siempre tengo hambre. Por la mañana me dan un mendrugo de pan; para comer, unas gachas de alforfón; para cenar, otro mendrugo de pan. Nunca me dan otra cosa, ni siquiera una taza de té.
Duermo en el portal y paso mucho frío; además, tengo que arrullar al nene, que no me deja dormir con sus gritos... Abuelito: sé bueno, sácame de aquí, que no puedo soportar esta vida. Si no me sacas de aquí, me moriré”. Aunque su abuelo no era más que un sirviente en la casa de su amo, Vanka disfrutaba al acompañarlo a cortar el árbol de navidad del Señor, entonces podía correr entre la nieve y una criada le regalaba alguna nuez; pero estando tan lejos, nadie lo quiere, a nadie le importa, nadie lo protege de los abusos de los mayores que sólo ven en él una boca más que mantener. Como todos los niños con alma buena, Vanka sueña con la compañía de su abuelo; y mientas el frío invernal cala hasta los huesos, Vanka se va quedando dormido, dibujando una sonrisa en su carita, como si en sus sueños los momentos felices llegaran uno a uno.
Al otro día de la noche buena, en los hogares más privilegiados, la vida sigue su curso, los regalos fueron abiertos, de la cena abundante aún queda el empacho por la glotonería, otros sienten la resaca por la cantidad de vino ingerido. Pero a los niños como Vanka, que pasaron una amarga navidad, todo eso les tiene sin cuidado. En el arrabal el alma cruje y vibra con la esperanza renovada de que el día menos pensado la navidad llegue a sus vidas.
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Escrito por Capitán Nemo
COLUMNISTA