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Yo soy hombre, y me callo tantas cosas
que tendremos que hablar cuanto tú quieras;
la orquestada pasión y las raíces
de aquellos ojos míos que me miren
desde el sembrado sitio de tus ojos.
Fuego de pobres, 1961
El 12 de noviembre de 1923, Día del Cartero y cumpleaños 272 de la Décima Musa, nacía, en Córdoba, Veracruz, el traductor, humanista y poeta Rubén Bonifaz Nuño, hijo de un telegrafista y de una coronela de la División del Norte. En 1928, la familia se trasladó a la Ciudad de México, donde comenzaría su formación, primero a cargo de su madre, quien le enseñó a leer, y luego bajo los programas de la educación socialista de Lázaro Cárdenas. Estudió jurisprudencia en la UNAM, pero pronto se decantaría por la literatura, obteniendo el doctorado en Letras Clásicas y comenzando una deslumbrante trayectoria académica que lo convertiría en el más importante traductor de clásicos como Lucrecio, César, Catulo, Virgilio, Propercio, Ovidio, Horacio, Lucano, Homero, Píndaro y Eurípides.
Su profundo conocimiento de las grandes civilizaciones del mundo nunca opacaría la gran admiración que sentía por la historia del México Antiguo, que lo llevó a sostener que la mayoría de los textos sobre las grandes culturas del Anáhuac fueron obra de frailes y conquistadores y por lo tanto, falsos, concebidos como un medio para lograr el sometimiento espiritual de los pueblos indígenas; en esta vertiente de su quehacer intelectual destacan La puerta del templo (1980); El arte en el Templo Mayor, (1981); El cercado cósmico. De La Venta a Tenochtitlán (1985). Imagen de Tláloc (1986); Escultura azteca en el Museo Nacional de Antropología (1989). Hombres y serpientes: iconografía olmeca, (1989); Olmecas: esencia y fundación. Hipótesis iconográfica y textual (1992).
“Palabra sin levadura, sabia y ásperamente unida como los granos de trigo del pueblo del éxodo”, dirá Carlos Monsiváis de su poesía en la Introducción a la antología de Rubén Bonifaz Nuño publicada por la UNAM en 1982. Y poco antes de su fallecimiento, ocurrido en 2013, en torno a esa tercera vertiente de su actividad intelectual, el poeta afirmaría: “La poesía ha sido el único acto libre de mi vida. Lo demás es trabajo pagado para sobrevivir”. Su obra poética aporta a las letras mexicanas una voz viril, personalísima y sincera; nada en sus versos está de más; desprovistos de elementos puramente ornamentales, todo en ellos está lleno de significado.
En el siguiente poema, publicado en 1956 en Los demonios y los días, Bonifaz Nuño habla de su soledad, de la agobiante rutina que enfrenta y en la que se reconoce igual a tantos hombres que, cohabitando entre los muros de la Ciudad de México, compartiendo el cielo, las calles, el transporte, jamás llegan a conocerse. La multitud es una masa anónima de hombres que deben romper ese aislamiento impuesto que nos impide reconocernos en tantos otros, nuestros iguales, a los que el poeta tiende la mano, esperando por fin ser comprendido.
Desde la tristeza que se desploma,
desde mi dolor que me cansa,
desde mi oficina, desde mi cuarto revuelto,
desde mis cobijas de hombre solo,
desde este papel, tiendo la mano.
Ya no puedo ser solamente
el que dice adiós, el que vive
de separaciones tan desnudas
que ya ni siquiera la esperanza
dejan de un regreso; el que en un libro
desviste y aprende y enseña
la misma pobreza, hoja por hoja.
Estoy escribiendo para que todos
puedan conocer mi domicilio,
por si alguno quiere contestarme.
Escribo mi carta para decirles
que esto es lo que pasa: estamos
enfermos del tiempo, del aire mismo,
de la pesadumbre que respiramos,
de la soledad que se nos impone.
Yo sólo pretendo hablar con alguien,
decir y escuchar. No es gran cosa.
Con gentes distintas en apariencia
camino, trabajo todos los días;
y no me saludo con nadie: temo.
Entiendo que no debe ser,
que acaso alguien, sin saberlo, me necesita.
Yo lo necesito también. Ahora
lo digo en voz alta, simplemente.
Escribí al principio: tiendo la mano.
Espero que alguno lo comprenda.
El 31 de mayo de 2013, después de una vida entera dedicada a las letras, fallecía en Buenos Aires, a los 87 años, el poeta argentino Horacio Armani
De aquella sociedad nacida de la más grandiosa revolución que había conocido la humanidad surgió, como un resultado necesario, toda una constelación de poetas.
Escritor, dramaturgo y periodista, Vicente Alemán, más conocido por el seudónimo literario de Claudio Barrera.
Cuenta la leyenda que en 1556, durante un banquete, mientras su hermana le contaba una anécdota escabrosa, el poeta italiano Pietro Aretino sufrió un repentino ataque de risa.
Soberana presencia de la patria no sólo es la enérgica denuncia de la masacre perpetrada por el imperialismo yanqui contra los jóvenes patriotas panameños en 1964.
La voz sobre la muerte es el título que da Regino Pedroso al último de los quince cantos de Más allá del mar, moderna epopeya en la que el héroe es el proletariado latinoamericano.
En 1949, durante una asamblea celebrada en la ciudad de Arecibo, el Partido Nacionalista Puertorriqueño nombró secretario general a Matos Paoli, quien viajó a varias ciudades realizando difusión de la causa nacionalista.
Colectivos exigen a los diputados de Guerrero trabajar en la aparición de más de dos mil desaparecidos.
A los 13 años, el poeta cubano Regino Pedroso (1896-1983), abandonó los estudios para trabajar en una fábrica de acero, en un taller ferroviario y como jornalero en la zafra.
Por su temática, la poesía de la nicaragüense Claribel Alegría (1924-2018) se inscribe en la tradición de la lírica universal: el amor, el olvido, la muerte.
Estudió jurisprudencia en la UNAM, pero pronto se decantaría por la literatura.
La segunda aparición de esta obra maestra también fue malinterpretada, creyendo algunos adivinar la ruptura del poeta con el modernismo.
La biografía del poeta puertorriqueño Francisco Matos Paoli es uno de esos caros ejemplos de la poesía al servicio de los ideales más elevados.
El accidente acabó con la vida de uno de los más destacados representantes del indigenismo en la literatura latinoamericana.
Publicada por primera vez en La Habana en 1939, en la imprenta La Verónica, de Manuel Altolaguirre, Más allá canta el mar es una extensa epopeya compuesta en luminosos versos de altísimo registro.
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Escrito por Tania Zapata Ortega
Correctora de estilo y editora.