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Rosario Castellanos
Fue merecedora del Premio Carlos Trouyet de Letras, 1967, y del Premio Elías Sourasky de Letras, 1972. Su obra ha sido incluida en diversas antologías y traducida a varios idiomas.
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Nació en la Ciudad de México, el 25 de mayo de 1925.Vivió su infancia y adolescencia en Comitán, Chiapas, México; falleció en Tel Aviv el siete de agosto de 1974. Estudió la licenciatura y la maestría en Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Con una beca del Instituto de Cultura Hispánica estudió cursos de posgrado sobre estética en la Universidad de Madrid. Fue promotora cultural en el Instituto de Ciencias y Artes de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas; directora de Teatro Guiñol en el Centro Coordinador Tzeltal-Tzotzil, en el Instituto Nacional Indigenista en San Cristóbal de las Casas, Chiapas; directora general de Información y Prensa de la UNAM (1960-1966); profesora en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM (1962-1971). Se le nombró embajadora de México en Israel de 1971 a 1974. Fue becaria Rockefeller en el Centro Mexicano de Escritores de 1954 a 1955. Obtuvo el Premio Chiapas 1958 por Balún Canán. En 1961 se le otorgó el Premio Xavier Villaurrutia por Ciudad Real. En 1962, su libro Oficio de tinieblas obtuvo el Premio Sor Juana Inés de la Cruz. Además, fue merecedora del Premio Carlos Trouyet de Letras, 1967, y del Premio Elías Sourasky de Letras, 1972. Su obra ha sido incluida en diversas antologías y traducida a varios idiomas.

 

Obra publicada:

Novela: Balún Canán (1957); Oficio de tinieblas (1962); Rito de Iniciación.

Cuento: Ciudad Real (1960); Los convidados de agosto (1964); Álbum de familia (1971).

Poesía: Trayectoria del polvo (1948); Apuntes para una declaración de fe (1948); De la vigilia estéril (1950); El rescate del mundo (1952); Presentación al templo (1952); Poemas (1953-1955); Al pie de la letra (1959); Salomé y Judith: poemas dramáticos (1959); Lívida luz (1960); Materia memorable (1960); Poesía no eres tú: obra poética (1948-1971).

Ensayo: Sobre cultura femenina (1950); La novela contemporánea mexicana y su valor testimonial (1960); Mujer que sabe latín… (1973); El mar y sus pescaditos (1975); Declaración de fe: Reflexiones sobre la situación de la mujer en México.

Teatro: Tablero de damas, pieza en un acto (1952) El eterno femenino (1975).

Colecciones de artículos: El uso de la palabra; Mujer de palabras: Artículos rescatados de Rosario Castellanos.

 

Entrevista de prensa

Pregunta el reportero, con la sagacidad
que le da la destreza de su oficio:
–¿por qué y para qué escribe?

–Pero, señor, es obvio. Porque alguien
(cuando yo era pequeña)
dijo que la gente como yo, no existe.
Porque su cuerpo no proyecta sombra,
porque no arroja peso en la balanza,
porque su nombre es de los que se olvidan.
Y entonces... Pero no, no es tan sencillo.

Escribo porque yo, un día, adolescente,
me incliné ante un espejo y no había nadie.
¿se da cuenta? El vacío. Y junto a mí los
otros chorreaban importancia.

No, no es envidia. Era algo más grave. Era otra cosa.
¿Comprende usted? Las únicas pasiones
lícitas a esa edad son metafísicas.
No me malinterprete.

Y luego, ya madura, descubrí
que la palabra tiene una virtud:
si es exacta es letal
como lo es un guante envenenado.

¿Quiere pasar a ver mi mausoleo?
¿Le gusta este cadáver? Pero si es nada más
una amistad inocua.
Y ésta una simpatía que no cuajó y aquél
no es más que un feto. Un feto.

No me pregunte más. ¿Su clasificación?
En la tarjeta dice amor, felicidad
lo que sea. No importa.

Nunca fue viable. Un feto es un frasco de alcohol.
Es decir un poema
del libro del que usted hará el elogio.

 

Valium 10

A veces (y no trates

de restarle importancia

diciendo que no ocurre con frecuencia)

se te quiebra la vara con que mides

se te extravía la brújula

y ya no entiendes nada.

El día se convierte en una sucesión

de hechos incoherentes, de funciones

que vas desempeñando por inercia y por hábito.

Y lo vives. Y dictas el oficio

a quienes corresponde. Y das la clase

lo mismo a los alumnos inscritos que al oyente.

Y en la noche redactas el texto que la imprenta

devorará mañana.

Y vigilas (oh, solo por encima)

la marcha de la casa, la perfecta

coordinación de múltiples programas

–porque el hijo mayor ya viste de etiqueta

para ir de chambelán a un baile de quince años

y el menor quiere ser futbolista y el de en medio

tiene un póster del Che junto a su tocadiscos–.

Y repasas las cuentas del gasto y reflexionas,

junto a la cocinera, sobre el costo

de la vida y el ars magna combinatoria

del que surge el menú posible y cotidiano.

Y aún tienes voluntad para desmaquillarte

y ponerte la crema nutritiva y aún leer

algunas líneas antes de consumir la lámpara.

Y ya en la oscuridad, en el umbral del sueño,

echas de menos lo que se ha perdido:

el diamante de más precio, la carta

de marear, el libro

con cien preguntas básicas (y sus correspondientes respuestas)

para un diálogo elemental siquiera con la Esfinge.

Y tienes la penosa sensación

de que en el crucigrama se deslizó una errata

que lo hace irresoluble.

Y deletreas el nombre del Caos. Y no puedes

dormir si no destapas

el frasco de pastillas y si no tragas una

en la que se condensa,

químicamente pura, la ordenación del mundo.

 

Agonía fuera del muro

Miro las herramientas,

el mundo que los hombres hacen, donde se afanan,

sudan, paren, cohabitan.

El cuerpo de los hombres prensado por los días,

su noche de ronquido y de zarpazo

y las encrucijadas en que se reconocen.

La ceguera y el hambre los alumbra

y la necesidad, más dura que metales.

Sin orgullo (¿qué es el orgullo? ¿Una vértebra

que todavía la especie no produce?).

Los hombres roban, mienten,

como animal de presa olfatean, devoran

y disputan a otro la carroña.

Y cuando bailan, cuando se deslizan

o cuando burlan una ley o cuando

se envilecen, sonríen,

entornan levemente los párpados, contemplan

el vacío que se abre en sus entrañas

y se entregan a un éxtasis vegetal, inhumano.

Yo soy de alguna orilla, de otra parte,

soy de los que no saben ni arrebatar ni dar,

gente a quien compartir es imposible.

No te acerques a mí, hombre que haces el mundo,

déjame, no es preciso que me mates.

Yo soy de los que mueren solos, de los que mueren

de algo peor que vergüenza.

Yo muero de mirarte y no entender.

 

El encerrado

Cara contra los vidrios, fija,

estúpida, mirando sin oír.

Aquí afuera sucede lo que sucede: algo.

Relampaguea una nube,

se alza un ventarrón,

sube una marejada o una llanura

queda quieta bajo la luz.

Las especies feroces

devoran al cordero.

El látigo del fuerte

chasquea sobre el lomo

del miedo y la cadena

del opresor se ciñe

a los tobillos

de los que nunca ya podrán danzar.

Uno persigue a otro, lo alcanza,

lo asesina.

Y tú presencias todo,

maravillado, ajeno,

sin preguntar por qué.

 

Los distraídos

Algunos lo ignoraban.

Creían que la tierra era aún habitable.

No miraron la grieta

que el sismo abrió; no estaban cuando el cáncer

aparecía en el rostro espantado de un hombre.

Rieron en el instante

en que una manzana, en vez de caer,

voló y el universo fue declarado loco.

No presenciaron la degollación

del inocente. Nunca distinguieron

a un inocente del que no lo es.

(Por otra parte habían aprobado,

desde el principio, la pena de muerte).

Continuaron llegando a los lugares,

exigiendo una silla más cómoda, un menú

más exquisito, un trato más correcto.

¡Querido, si te sirven sin gratitud, castígalos!

Y en los muros había un desorden peculiar

y en las mesas no había comida sino odio

y odio en el vino y odio en el mantel

y odio hasta en la madera y en los clavos.

Entre sí cuchicheaban los distraídos:

¿qué es lo que sucede? ¡Hay que quejarse!

Nadie escuchaba. Nadie podía detenerse.

Era el tiempo de las emigraciones.

Todo ardía: ciudades, bosques enteros, nubes.


Escrito por Redacción


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