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Revolución, de Manuel Maples Arce (II/II)
La nueva realidad estaba lista para la fotografía y también los ojos del poeta.
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“El hombre no es un mecanismo de relojería nivelado y sistemático.

La emoción sincera es una forma de suprema arbitrariedad

y desorden específico”: Actual Nº1. VIII (Manifiesto estridentista)

 

En Literatura Universal (1951), el erudito Arqueles Vela, uno de los primeros adherentes del estridentismo proclamado por Manuel Maples Arce, sostiene que la poesía del veracruzano era la respuesta a la necesidad de dar “un sentido estético a la Revolución”, como el poeta había declarado desde sus primeros manifiestos; y agrega: “así como detrás de todo hecho político se esconde siempre un suceso económico-social… detrás de una irrupción artística, opuesta a la que ha condicionado su estilo en las formas de vida estables, arden los problemas que conmueven a la sociedad. La inquietud por la función de nuevos instrumentos expresivos, la rebeldía ante la insuficiencia del arte, el desasosiego por un material estilístico que ya no correspondía a las exigencias estéticas, eran producto de la Revolución, que iluminaba las fábricas y estremecía los latifundios de la campiña mexicana”.

La nueva realidad estaba lista para la fotografía y también los ojos del poeta. El paisaje, ese gran tópico en la poesía de todos los tiempos, ya es otro: por un momento parece que el autor de Revolución romperá a cantar a los majestuosos volcanes, pero pronto se descubre que la naturaleza ha cedido ante el empuje civilizatorio de aviones, fábricas, ferrocarriles… 

Pronto llegaremos a la cordillera.

Oh, tierna geografía

de nuestro México,

sus paisajes aviónicos,

alturas inefables de la economía

política; el humo de las factorías

perdidas en la niebla

del tiempo,

y los rumores eclécticos

de los levantamientos.

Al smog, como comienzan a llamar entonces a esa densa niebla que hoy asfixia a las grandes ciudades, se suma la humareda que produce la extinta hoguera revolucionaria. Las tropas han recibido la orden de sofocar los últimos brotes de rebeldía y parten desde la metrópoli; lejos queda su heroísmo contra el invasor; el corrido revolucionario pronto será curiosidad escolar, mientras que Adelita y La Rielera apenas personajes del desfile anual, ocasión para la demagogia; ¡Muera el cura Hidalgo!, como diría Maples Arce en su manifiesto de Actual Nº 1, fustigando al hueco patriotismo oficialista.

Noche adentro

los soldados,

se arrancaron

del pecho

las canciones populares.

La artillería

enemiga nos espía

en las márgenes de la Naturaleza;

los ruidos subterráneos

pueblan nuestro sobresalto

y se derrumba el panorama.

Trenes militares

que van hacia los cuatro puntos cardinales,

al bautizo de sangre

donde todo es confusión,

y los hombres borrachos

juegan a los naipes

y a los sacrificios humanos;

trenes sonoros y marciales

donde hicimos cantando la Revolución.

De pronto, el poeta se queda solo por un instante y toda esa estridencia de locomotoras, fábricas, aviones, mítines, disparos y alaridos de hombres que mueren o desahogan su embriaguez parece detenerse; pero el efecto es fugaz. En Revolución, la soledad es colectiva, como también la certeza de que la oportunidad de revolucionar la poesía y la sociedad ha pasado, pues Maples Arce siente en el rostro el tacto helado de los siglos.

Nunca como ahora me he sentido tan cerca de la muerte.

Pasamos la velada junto a la lumbre intacta del recuerdo,

pero llegan los otros de improviso

apagando el concepto de las cosas,

las imágenes tiernas al borde del horóscopo.

Allá lejos,

mujeres preñadas

se han quedado rogando

por nosotros

a los Cristos de Piedra.

Después de la matanza

otra vez el viento

espanta

la hojarasca de los sueños.

Sacudo el alba de mis versos

sobre los corazones enemigos,

y el tacto helado de los siglos

me acaricia en la frente,

mientras que la angustia del silencio

corre por las entrañas de los nombres queridos. 


Escrito por Tania Zapata Ortega

COLUMNISTA


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