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La enemiga pobreza
Los recortes a las garantías públicas han activado oleadas de protesta. Y el pueblo parece estar cansado de poner la otra mejilla.
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Otros poetas antaño te llamaron santa,

veneraron tu capa,

se alimentaron de humo y desaparecieron.

-Pablo Neruda

En su libro México, el trauma de su historia, Edmundo O ´Gorman, uno de los grandes historiadores de nuestro país (a pesar del ostracismo estatal, probablemente por sus constantes e incisivas afrentas al régimen posrevolucionario), planteó que una de las grandes contradicciones de nuestro modelo económico y político era anhelar los beneficios y las riquezas de la modernidad sin querer ser modernos. Buscábamos imitar, dice, el ejemplo de Estados Unidos (EE. UU.) sin perder el modo de ser mexicanos, sin renunciar a la ontología del criollo.

Parece que la “Cuarta Transformación” (4T) terminó para siempre con esa discusión: renunciamos motu proprio incluso a las riquezas materiales y, cómo no, al desarrollo económico. Nos quedamos con el modo de ser y con la pobreza que lo acompaña. Este afán de renunciación y de precariedad obligada nos recuerda a la orden del asceta Francisco de Asís quien a inicios del año 1200 creó una comunidad de creyentes a la que llamó minores, nombre con el que comúnmente se aludía a los miembros de las clases inferiores de la sociedad. Los franciscanos debían vivir bajo una regla de vida que les imponía la humildad y la pobreza en todas sus formas, a imitación de Cristo: la carencia de calzado, el autoconsumo a partir del trabajo cotidiano o el rechazo a la ciencia, que ya implicaba riqueza.

Este modo de vida seguramente les sentará muy bien a dichos monjes o a los creyentes, pero no puede convertirse en un programa político para resolver los grandes problemas de un país. La vocación monástica resultará efectiva para un retiro autoimpuesto, para encontrar la paz interior o para cumplir el oráculo de Delfos sobre el autoconocimiento, pero difícilmente podrá embonar con un programa de redistribución del ingreso, sobre todo cuando el monje se niega a emprender una reforma fiscal progresiva que recaude más dinero de las grandes empresas y alivie los bolsillos de la clase trabajadora.

La prédica del cristianismo primitivo, comunal y de sacrificio; el no buscar generar riqueza; el perdón desde arriba a cambio del arrepentimiento; el poner la otra mejilla ante las ofensas; el desconocer la división de poderes y las tareas del gobierno secular deben desaparecer de la política, porque este programa de gobierno franciscano funciona perfectamente con la exacerbación del neoliberalismo económico.

Lo exacerba porque contemplar la pobreza como una virtud o como una manera de acceder al reino de los cielos es condenar a la miseria a los estratos más desfavorecidos de la sociedad; y también porque permite los abusos de la burguesía y los empresarios, que se aprovechan de la piedad cristiana mediante la reducción de salarios, los contratos leoninos, la precarización laboral y la ampliación de las jornadas de trabajo. Y mientras, por un lado, estos señores se enriquecen, por el otro pagan religiosamente sus limosnas para comprar su entrada al paraíso.

Con la instrumentación de estas medidas nos colocamos a contracorriente de la historia; en la dirección opuesta a la marcha de los pueblos en América Latina; porque en esta época profundamente despolitizada e individualista, en el cono sur de nuestra América, las clases trabajadoras, los indígenas y los estudiantes protestan contra una institución financiera: el Fondo Monetario Internacional (FMI). Esto es relevante porque si alguna institución encarna en sí la visión y la dinámica económica neoliberal operante, es el FMI.

Por su carácter transnacional y casi omnipresente, o por su modus operandi, el FMI condena a los países periféricos al subdesarrollo y a la pobreza imponiendo brutales sanciones. El círculo vicioso de endeudamiento forzado y recuperación obligatoria ha afectado y afecta a los de siempre. Los recortes a las garantías públicas han activado oleadas de protesta. Y el pueblo parece estar cansado de poner la otra mejilla.


Escrito por Aquiles Celis

Historiador por la UNAM y analista del CMEES


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