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Sobre la extinción de especies, veíamos antes la explicación de los especialistas, quienes subrayan las causas inmediatas y directas, y, aunque en forma general, apuntan a su raíz estructural más profunda. En pocas palabras, estamos ante una manifestación de la economía capitalista, más acusadamente del neoliberalismo, su expresión extrema, y con estragos mayores en los países pobres saqueados por el imperialismo. La devastación ambiental es manifestación consustancial al sistema, que, consecuentemente, ocurrirá, y se agravará, en tanto éste impere. Marx planteó la idea en estos términos: “El capitalismo tiende a destruir sus dos fuentes de riqueza: la naturaleza y los seres humanos”.
Y es que el capital tiene su lógica, inexorable, que se impone a través de la ley de la competencia. Su razón de ser es alcanzar la máxima ganancia, para lo cual necesita vender lo más posible; esto le obliga a producir lo más posible y, consecuentemente, a la creciente explotación de los recursos naturales, hasta su agotamiento. En esta dinámica inmediatista, característica del capital, éste deviene necesariamente una fuerza ambientalmente devastadora.
Segundo: para competir, las empresas buscan elevar su productividad mediante el desarrollo tecnológico y de todas las fuerzas productivas en general. En esto el capitalismo exhibe inigualable capacidad –cada día se inventa o descubre alguna innovación productiva en algún lugar del planeta. En su tiempo, Marx y Engels escribieron al respecto: “En el siglo corto que lleva de existencia como clase soberana, la burguesía ha creado energías productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas”. Obviamente, per se este desarrollo no es dañino. Es positivo en el largo plazo, pero se vuelve pernicioso en su manejo inmediato, como instrumento para generar ganancias empresariales.
Paradójicamente, esta formidable capacidad productiva es al mismo tiempo destructiva. A la vez que permite elevar la producción, trae consigo destrucción ambiental y agotamiento de los recursos naturales. Enormes máquinas arrasan por doquier flora y fauna y destruyen incluso montes y colinas para extraer materiales de construcción. Se extienden pujantes la frontera agrícola (particularmente en cultivos de alto valor comercial, como el aguacate y el agave), la industrialización desenfrenada y la “ganaderización”, actividades todas ellas que conllevan la destrucción de inmensas superficies de bosques.
Pero el desarrollo tecnológico se torna negativo por otra característica intrínseca del capitalismo: la anarquía en la producción. Cada capitalista es rey en su empresa, y no está dispuesto a acatar restricción alguna, provenga ésta del Estado o de la sociedad, a su soberana voluntad de producir cuanto, en lo individual, considere ventajoso, así sea explotando los recursos naturales hasta su agotamiento mismo. Su filosofía es aquella atribuida a Luis XV (o a madame de Pompadour): après moi le déluge (después de mí, el diluvio). Total, como dijo Keynes, en el largo plazo todos estaremos muertos.
Por eso, legisladores y economistas neoliberales satanizan toda planificación económica, por “atentar contra la libre empresa”, cuando en realidad sirve para frenar la anarquía en la producción. Promueven, en cambio, la llamada “desregulación”, es decir, la eliminación de toda taxativa al furor productivo y a la venta de locura. En el argot económico es el célebre laissez faire, laissez passer (dejar hacer, dejar pasar), lema del liberalismo clásico y, más aún, de los neoliberales de hoy. Muera, pues, claman éstos, toda norma con que la sociedad, a través del Estado, pretenda protegerse, ella misma y a la naturaleza, limitando la absoluta y sacrosanta libertad empresarial, máxime tratándose de los poderosísimos corporativos, capaces de poner de rodillas a los gobiernos nacionales.
Y teorizan su política arguyendo que el capital es intocable, que cada empresario es señor absoluto y puede, por tanto, hacer en lo suyo su antojo, aunque esto implique destruir el medio ambiente, que nos pertenece a todos, algo que olvidan los señores empresarios, funcionarios y muchos profesores. Y si bien es cierto que la propiedad privada y la libertad de producir deben respetarse, también lo es que ello no puede llevarse al absoluto, en detrimento del interés social. No pueden (argumentando el respeto a la propiedad privada) arrogarse el derecho de destruir al planeta, y que la humanidad lo permita.
Así lo advertía Marx en su tiempo: “… la propiedad privada del planeta en manos de individuos aislados parecerá tan absurda como la propiedad privada de un hombre en manos de otro hombre. Ni siquiera toda una sociedad, una nación o, es más, todas las sociedades contemporáneas reunidas, son propietarias de la tierra. Solo son sus poseedoras, sus usufructuarias, y deben legarla mejorada, como boni patres familias [buenos padres de familia], a las generaciones venideras” (El capital, Tomo III).
En igual sentido, en publicación reciente, el pensador chino Gu Hailing expone y cita el pensamiento de Federico Engels sobre la cuestión ambiental: “Cuando Engels estudió la dialéctica de la naturaleza, criticó determinadas prácticas en la historia humana. Debido a que los actores solo prestaron atención al utilitarismo inmediato, a menudo violaron inconscientemente las leyes de la naturaleza. Debido a la ceguera de esas prácticas, la naturaleza tomó sus represalias y hubo dolorosas lecciones de castigo”. Así formula su idea Gu Hailing, y pasa luego a citar textualmente a Engels: “Después de cada una de estas victorias, la naturaleza toma su venganza […] Los hombres que en la Mesopotamia, Grecia, Asia Menor y otras regiones talaban los bosques para obtener tierra de labor, ni siquiera podían imaginarse que, al eliminar con los bosques los centros de acumulación y reserva de humedad, estaban sentando las bases de la actual aridez de esas tierras […] Así, a cada paso, los hechos nos recuerdan que nuestro dominio sobre la naturaleza no se parece en nada al dominio de un conquistador sobre el pueblo conquistado, que no es el dominio de alguien situado fuera de la naturaleza, sino que nosotros, por nuestra carne, nuestra sangre y nuestro cerebro, pertenecemos a la naturaleza, nos encontramos en su seno, y todo nuestro dominio sobre ella consiste en que, a diferencia de los demás seres, somos capaces de conocer sus leyes y de aplicarlas adecuadamente” (Gu Hailing, Cómo el marxismo transforma el mundo, Ediciones Luxemburg, 2020, p. 243-44). Sabia advertencia que debe ser atendida.
Y termina diciendo este autor: “Para volver a la armonía entre la naturaleza y los seres humanos, debemos dejar que rijan las leyes de la naturaleza y las de la ecología. Esto requiere que los seres humanos manejen correctamente las contradicciones y relaciones entre ellos y el mundo natural” (P. 249). Es decir, al gestionar la economía debe considerarse siempre que existe entre el hombre y todas las especies animales y vegetales, y su medio abiótico un equilibrio, muy lábil y ya sumamente alterado, que debemos no solo preservar, sino restablecer. He aquí una regla fundamental.
Para ello se impone como necesidad una cierta dosis de planificación de la producción y un control cuidadoso de recursos, como agua y bosques, que permita su uso racional y conservación. Necesitamos una economía que, sí, respete la actividad empresarial, pero dentro de cierto límite, el que exige la protección de los ecosistemas y la sustentabilidad; no importa que ello limite la acumulación de las ganancias de los tiburones del capital; total, éstos no se extinguen; por el contrario, aumentan y engordan.
La humanidad tiene derecho a defender su propia existencia y la de los demás seres vivientes del planeta, y para eso deben tomarse medidas enérgicas que permitan detener el ecocidio, este sí, un crimen de lesa humanidad. Nadie puede arrogarse el derecho de apropiarse del mundo en que vivimos, que es de todos, en su provecho personal y a su puro arbitrio.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.