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En un pasaje poco conocido, o al menos poco difundido, de su pensamiento, Marx resume con maestría y belleza la contradicción que define a todo fenómeno social bajo el capitalismo.
“En nuestra época –dice el fragmento de su alocución en el 4º aniversario del diario People´s Paper de abril de 1856– toda cosa parece preñada de su contrario. La máquina posee el maravilloso poder de abreviar el trabajo y hacerlo más productivo: la vemos sin embargo hambrear y agotar trabajadores. Por efecto de algún extraño maleficio del destino, las nuevas fuentes de riqueza se transforman en fuentes de miseria. Las victorias de la técnica parecen ser obtenidas al precio de la degradación moral. A medida que la humanidad se adueña de la naturaleza, el hombre parece convertirse en esclavo de sus semejantes o de su propia infamia, se diría que incluso la luz pura de la ciencia necesita, para resplandecer, de las tinieblas de la ignorancia, y que todas nuestras invenciones y todos nuestros progresos persiguen un solo fin: dotar de vida y de inteligencia a las fuerzas materiales y degradar la vida humana”.
Cuando las cosas caen bajo la rueda de Zhaganat del capital, la razón de ser de los fenómenos se invierte e, independientemente de la apariencia que tomen, se someten al ritmo de las fuerzas productivas que, en el capitalismo, se encuentran en permanente contradicción con las relaciones sociales. Mientras la productividad crece, la humanidad se empobrece; todo paso dado hacia adelante por la ciencia aplicada a la industria implica un retroceso en las condiciones de vida de los trabajadores; cuando pareciera que la cultura y el arte han alcanzado su cénit, miles de millones de seres caen en el pozo oscuro y profundo de la ignorancia; si la humanidad nunca había producido tanta riqueza, tampoco nunca había creado, paradójicamente, tanta y tan degradante miseria, más degradante aún que en épocas anteriores dado que hoy el hombre desfallece de hambre frente a colosales depósitos de alimentos. En pocas palabras: la finalidad en el capitalismo no es la felicidad del hombre; éste es sacrificado sin vacilación en el inhumano altar del capital, cuyo único Dios es el dinero. Si tuviéramos que sintetizar en una sola frase el espíritu de nuestra época, no haría falta más que invertir la idea de Publio Terencio: “nada humano me es ajeno”, y declarar: “todo lo humano me es ajeno”.
En este mundo invertido, donde el sentido de las instituciones, las ideas, los afanes y las cosas se torna en su opuesto, no sorprende entonces que el Estado, percibido al menos desde el Siglo XIX como el gran igualador, esconda en realidad un siniestro fin oculto bajo el halo de representante universal de la voluntad colectiva. Su función, al menos en el capitalismo, no es otra que hacer el trabajo sucio de los dueños del capital. En el neoliberalismo, esta función del Estado como protector de los intereses de la minoría enriquecida nos grita a la cara. La ola de privatizaciones que desde la década de los 70 asoló a todas las naciones del mundo es sólo la parte más visible de la labor de zapa que realiza esta institución. En realidad, cada decreto, ley y código están orientados a facilitar la expropiación de la riqueza común para transformarla en capital a disposición de la clase explotadora. Para demostrar esta contradicción, sirva de ejemplo uno de los gobiernos neoliberales más ensalzados y elogiados en el continente americano por su carácter “popular” e “izquierdista”.
En México, 14 millonarios concentran el ocho por ciento de la riqueza total. 294 mil personas, el 0.2 por ciento de la población, controlan el 60 por ciento de la riqueza. De cada 10 pesos, seis van a parar a sus bolsillos. Carlos Slim y Germán Larrea tienen tanta riqueza como 334 millones de personas (tres veces la población del país). Su fortuna creció un 70 por ciento desde 2020; nadie le debe tanto a Morena como los multimillonarios. Finalmente, de los 14 millonarios, la fortuna de 11 proviene directamente de las privatizaciones y concesiones hechas por el gobierno mexicano. Para mayor claridad: los 180 mil millones de dólares que poseen hoy los 14 hombres más ricos de México son producto del saqueo, el robo y la expoliación que el Estado mexicano llevó a cabo para beneficiar al capital privado. La riqueza que hoy acumula el 0.2 por ciento de la población en México, y que es más de la mitad de la riqueza nacional, no es producto del trabajo, del esfuerzo individual o el sacrificio, como nos lo han querido vender. Era la riqueza de todo un pueblo que el Estado se encargó, cumpliendo su función lacayuna frente al capital, de arrebatar a la nación.
Pero estos datos son por todos conocidos. Lo que aquí pretendemos resaltar es que el Estado, particularmente el actual, el morenista –y nos referimos a él no por alguna inquina particular, sino porque hoy es el que ejerce el papel de alcahuete del capital–, no se conformó con entregar a la nación en bandeja de plata a sus saqueadores (recordemos nuevamente que con Obrador la fortuna de los dos hombres más ricos creció un 70 por ciento), sino que continuó y aceleró el robo disminuyendo las obligaciones del capital para con los trabajadores. Digámoslo en otros términos: el morenismo subsidió al capital más que ningún otro gobierno. ¿A qué nos referimos con esto? Veámoslo rápida y sintéticamente.
El trabajador, al vender su fuerza de trabajo, hace un contrato con su empleador a cambio, bajo la lógica del capital, de un salario. No se le paga su trabajo, pero se le da, “en teoría”, lo necesario para reponer su fuerza de trabajo. Dicho salario comprende, según las propias leyes del sistema: el costo de la canasta básica; el del transporte que le permita llegar a su centro de trabajo; el de la educación para unos hijos que el día de mañana ocuparán su lugar; la salud básica; la vivienda y poco más. Fuera de él están todas las actividades propiamente humanas y ajenas a la sobrevivencia: cultura, recreación, deporte, etc. Al capital, como hemos dicho, le importa un comino el desarrollo personal del trabajador y su familia. En la medida en que ha monopolizado el poder del Estado, ha delegado estas funciones obligatorias como empleador, al erario. Con sus impuestos, el trabajador tendrá que pagar parte de su salario para que así el empresario se ahorre unos centavos que muchas de las veces definen el vivir o morir en los hogares más pobres.
Hace apenas unos días, el Jefe de Gobierno de la ciudad de México presumía que el Metro cuesta cinco pesos, cuando debería costar 18, gracias a un subsidio de 19 mil millones de pesos. Por su parte, la página oficial del gobierno alardea que gracias a un nuevo subsidio al trabajo, “las personas que ganan menos de nueve mil 81 pesos verán una reducción del impuesto” para que puedan “gozar” del recién aprobado aumento al salario que, recordemos, es del 20 por ciento (249 pesos) ¡para trabajadores formales! El mismo Presidente pregona el subsidio al pago de luz que ha costado, sólo entre enero y mayo de 2024, 32 mil 632 millones de pesos. Conviene recordar aquí que tal subsidio aplica también para las grandes empresas que gastan infinitamente más que todos los hogares mexicanos. A todo esto hay que sumar el subsidio a la gasolina y las tarjetas a jóvenes y adultos mayores.
El lector podrá argüir, y no sin razón aparente: “bueno, nos están ayudando, si no fuera por esos subsidios la vida sería más cara”. Y tiene razón… en principio. ¿Cuál es la verdad que se esconde tras la “caridad” y las “ayudas gubernamentales”? Digámoslo con hechos. Una de las promesas de campaña de la presidenta electa, dicha al oído del empresariado fue: “no habrá reforma fiscal”. El subsecretario de Hacienda declaró, en una entrevista ¡a Banorte! que: “México en este momento no necesita una reforma fiscal para poder solventar desequilibrios fiscales. Las finanzas públicas están en una senda de sostenibilidad”. Digámoslo en cristiano: “nos comprometemos a no cobrar ni un solo centavo más a los ricos de México. El Estado está a su entera disposición, cuenten con nosotros para lo que se les ofrezca”. En nuestro país todo trabajador paga alrededor del 35 por ciento de sus ingresos en impuestos, la mayoría en impuestos indirectos; mientras que los ricachos que acaparan el 60 por ciento de la riqueza, apenas entregan el dos por ciento.
¿Qué representan entonces los subsidios al transporte, la gasolina, la luz, etc.? No son más que una manera de evitar que el capital, las grandes empresas, paguen el salario verdaderamente “mínimo” a los trabajadores. Es una artimaña y una verdadera engañifa en la que el pueblo subsidia, con un sueldo paupérrimo, su propia miseria. De lo que se trata es de poner al Estado al servicio del pueblo y no el pueblo al servicio del Estado que, como pretendimos demostrar, es poner los intereses de millones de mexicanos a merced de un puñado de acaparadores.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).