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Cada sistema económico ha tenido sus propios teóricos encargados de exaltar y exagerar las virtudes del status quo de su época. Los intelectuales que creen encontrar la aguja en el pajar, construyen conceptos y generan cuerpos teóricos para justificar las contradicciones inherentes al sistema económico imperante. En la actualidad ganan hasta premios por sus “aportaciones” a la humanidad. En muchas de estas concepciones dan tratamiento de infantes a las masas populares que pretenden proteger. Salvo algunos grandes científicos de la talla del filósofo de Tréveris, que confió plenamente en la fuerza de las masas organizadas, la mayor parte de ellos las menosprecia y buscan granjearse las simpatías de la clase dominante para disfrutar las dádivas que les dan por sus excelentes servicios.
Puede usted verificar en internet, querido lector, que uno de los grandes dilemas es el que se produce entre las teorías del crecimiento económico y el desarrollo. Desde la época de Adam Smith, en 1776, hasta nuestros días, el debate se ha centrado en hallar respuestas a la prosperidad de las naciones y los individuos. Las explicaciones se buscan lo mismo en la dotación de recursos y la laboriosidad de la gente en los países, que en la inteligencia de ésta, la especialización del trabajo, la inversión en activos, entre otros argumentos. Los intelectuales han evolucionado en sus enfoques, pero la vida de las masas populares sigue degradándose. El crecimiento económico es prioridad, sostienen algunos; mientras que para otros el desarrollo debe centrarse en la sobrevivencia del más apto. Un sector promueve que el desarrollo debe ser humano, es decir contar con acceso a la salud, a la educación, a la vivienda, a la libertad y a una vida plena. Al ver el deterioro del medio ambiente algunos se rasgan las vestiduras y advierten que el desarrollo debe ser sustentable a fin de satisfacer las necesidades y aspiraciones del presente, pero sin comprometer los recursos que se requerirán en el futuro. A pocos se les ocurre precisar que el sistema capitalista convierte todo en mercancía, incluido el ser humano, y que en su afán por incrementar ganancias de los capitalistas, como dijo Lenin, es capaz de vender la soga con la que han de ahorcarlo. Hay una tendencia generalizada a minimizar la explicación científica del capital que formuló el gigante de Tréveris. En su fase neoliberal, el capitalismo ha expresado de forma clara que la sociedad se concentra en dos grandes polos antagónicos: una burguesía minúscula que acapara gran parte de la riqueza de la humanidad y un conglomerado proletario que cada vez se vuelve más pobre. Las preocupaciones de la burguesía por la creciente población y el deterioro al medio ambiente son similares a las de la época de la Revolución Industrial, en cuyo ámbito “las condiciones de vida de los obreros propiciaban la proliferación de epidemias. La preocupación no era por los obreros mismos, sino porque las epidemias afectaban tanto a ricos como a pobres, por lo tanto era necesario mejorar algunos aspectos de la vida en las ciudades para paliar este flagelo”. De la misma forma hoy se busca que el ciudadano común asuma la responsabilidad del cuidado del medio ambiente porque intuye que se está acabando a la gallina de los huevos de oro. Enfoques hay y seguirán habiendo, pero el asunto debe sintetizarse de la manera siguiente: el crecimiento económico, la generación de la riqueza, es producto del trabajo humano y, por tanto, no puede haber desarrollo humano, ni mucho menos sustentabilidad, mientras no se distribuya la riqueza entre quienes la generan. Así de simple. Pedir al capitalismo que sea más humano es como pedirle al lobo que se vuelva vegetariano.
El actual mandatario tiene su propia visión de desarrollo y eso puede ser sintomático de que cuando un sistema entra en decadencia suele nublar la razón de sus protagonistas. En su reciente informe de gobierno siguió insistiendo en que el pueblo se encuentra muy feliz, feliz. Con esta presunción asume que su gobierno está haciendo bien las cosas y aún hace suya la cita de Maquiavelo de que la política es virtud y fortuna. Pero vemos a un Presidente y un equipo nada virtuosos que, aunque momentáneamente afortunados, en su actual desesperación por mantenerse en el poder están recurriendo a las mentiras, a la represión cada vez más abierta y a “justificar los medios”, como recomienda Maquiavelo. En lo que el Presidente sí tiene razón es que el triunfo de la reacción es moralmente imposible y falta poco para que el pueblo vea claramente a los reaccionarios que hoy gobiernan; porque llegado el momento, el pueblo asumirá su propia teoría del desarrollo y hará girar nuevamente la rueda de la historia.
“Los apoyos serán personalizados, va a haber una tarjeta, ya nada de intermediarios, no se va aceptar eso de que soy de la organización independiente Plan de Ayala y dame a mí y yo lo voy a entregar, que soy de la Antorcha mundial y yo lo voy a entregar.
López Obrador, durante las tres semanas de contingencia, simplemente ha seguido con sus giras de trabajo.
A siete meses de gobierno, López Obrador no ha entendido que gobernar no es seguir en campaña, que los 14 funcionarios han renunciado porque ven que su dirección como mandatario es errónea.
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La senadora Kenia López Rabadán solicitó “exhibir” a las casas encuestadoras que se han equivocado por ignorancia, dolo o dinero, tras el alto porcentaje que “ciertas” casas le dan a Morena en sus encuestas.
Las demandas de las protestas son justas y son, sin duda, bandera no sólo para las mujeres, sino para todo ser humano.
“Tampoco les puedo mentir, tampoco les puede decir que es un momento oportuno para invertir".
“El Presidente se resiste a usar el cubrebocas. Es desafortunado porque una imagen vale más que mil palabras”, apuntó.
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Al calor de las nuevas iniciativas legales, vale recordar las palabras de Napoleón: “Las leyes de la mayoría de los países están hechas para oprimir al desgraciado y proteger al poderoso”.
Y es que el presidente de “primero los pobres” incumplió en mejorar significativamente el nivel de bienestar de la población.
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Escrito por Capitán Nemo
COLUMNISTA