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La patria está en peligro. La amenaza del imperialismo es en este momento más peligrosa que nunca. La crisis inevitable en la que se encuentra el sistema le orilla a realizar las más espantosas atrocidades, ensañándose con los pueblos más débiles y, sobre todo, más desorganizados. México es ahora la víctima predilecta del capital yanqui. A lo largo de este trabajo nos hemos referido a Palestina, una nación pobre como la nuestra, que siente cómo los afilados colmillos de la plutocracia mundial le desgarran el corazón. Miles de muertos entre los que se encuentran decenas de miles de niños no han sido suficientes para que el mundo detenga el genocidio. Ni siquiera aquellos países de quienes se esperaría una reacción por su poder y sus principios, se han movido para detener este atentado contra la humanidad. Palestina no es un ejemplo, es un aviso para todos los países débiles del mundo. El capitalismo genocida está en marcha.
Hemos tratado las fases de desposesión que ha sufrido nuestro país por parte del capital norteamericano. Abordamos, paso a paso, las formas que adquirió el saqueo, el robo y la violencia para enriquecer a los plutócratas del norte. Lo hemos hecho no para lamernos las heridas o para llorar nuestra pérdida, sino porque es ésta la única forma de explicar el presente. Lo que ahora vivimos es producto de un proceso de más de tres siglos de degradación cuyo final será fatal para México, a menos que se interrumpa. Ha llegado la hora de romper definitivamente con la historia servil de nuestro país. México no nació para ser colonia de nadie. La grandeza mexicana es un hecho innegable, pero no puede vivir por siempre en un lejano pasado; es preciso volver a sentir a la patria y luchar por ella para salvarla del catastrófico fin al que se dirige.
Nuestra historia contiene páginas brillantes de valor, patriotismo, abnegación y entrega. El pueblo mexicano dio pruebas fehacientes de su grandeza al expulsar a los franceses en 1867, por entonces el ejército más poderoso del planeta; lo hizo al resistir en Tomóchic al mercenario ejército de Díaz; en la irreductible lucha de los yaquis en Sonora, que terminaría por detonar la revolución; con Jacinto Canek y los mayas en Yucatán durante la sanguinaria guerra de castas; en Cananea y Río Blanco, cuando miles de obreros defendieron con su vida el derecho a una vida digna. Finalmente, con la última gran gesta nacional: la Revolución Mexicana, que aglutinó a cientos de miles de valientes en torno a un ideal: regresar al pueblo su riqueza, su trabajo y su dignidad.
Pero cabe hacer aquí una aclaración necesaria. Estas grandes gestas fueron realizadas por el pueblo, por los trabajadores, por la clase que produce la riqueza. La burguesía mexicana tuvo un único momento revolucionario que encarnó la figura de Juárez; antes y después de eso su papel ha sido reaccionario. Aquí no hay ningún tipo de sentimentalismo. La verdad es que sólo los trabajadores son capaces de hacer patria y de sentir a la nación, porque son los que con su trabajo la crean.
La patria no es un concepto abstracto, tampoco una pura configuración geográfica. Una nación no se define sólo por sus determinaciones naturales: territorio, bosques, ríos, mares, etc. La patria es la gente que comparte intereses en común; es el pueblo que trabaja hombro con hombro para sacar adelante al país; es la cultura y la tradición que nos une porque las vivimos en colectivo: son las fiestas, la comida, la música, etc. En resumidas cuentas, la patria no existe por sí misma; la hacen los hombres y mujeres que, con su trabajo, su esfuerzo y dedicación, todos los días riegan de vida el suelo fértil de una nación.
Hoy, el verdadero patriotismo existe en una medida muy pequeña. Nuestros símbolos y tradiciones se han convertido en un fetiche, en una mercancía con la que comercian los que explotan nuestra tierra y nuestra cultura. No sólo los Estados Unidos se han aprovechado de esta ausencia de unidad, organización y conciencia de clase. La burguesía nacional, que se atrinchera en las mejores playas, en lo más hermoso del país y expulsa sin miramientos a quienes no pueden seguir su ritmo de enriquecimiento, arrebata al pueblo la posibilidad de construir una verdadera nación. La primera condición para un verdadero nacionalismo es la exaltación de los trabajadores a clase nacional, es decir, la toma del poder político por parte de los hombres y mujeres que con su trabajo destilan la savia que mueve a México.
No puede haber revolución social, emancipación del trabajo y socialización de la producción, si no va precedida por una revolución nacional. Todas las aspiraciones consistentes en mejorar la vida de los mexicanos, en erradicar la pobreza, acabar con la corrupción, terminar con la gentrificación, mejorar los salarios, etc., por muy valederas que sean, se quedarán en mera palabrería, en puro sentimentalismo soñador, si no se plantea como tarea inmediata e impostergable la unidad de los trabajadores en un partido político. La lucha por el poder a través de un partido de clase es la única posibilidad viable para enfrentar al decadente pero todavía poderoso imperialismo, norteamericano o de cualquier país. México tiene en sus manos la capacidad de cambiar su destino, pero requiere para ello abandonar las luchas aisladas, de críticas parciales y desorganizadas, sustituyendo a éstas con una organización firme, unida y disciplinada. Guiada por una teoría científica que emane del propio movimiento histórico y no de aspiraciones individuales, fantásticas e improvisadas.
Hoy la patria se duele, no sólo porque su riqueza sea saqueada y explotada por el imperialismo voraz, sino porque su gente vive en el más absoluto desamparo, en la más monstruosa miseria y en la ignorancia de su propia fuerza. México es su gente. Mientras el pueblo sufra, el único patriotismo real será el que se aboque a mejorar las condiciones de vida de la clase trabajadora. Eso es hacer patria. Sólo el pueblo puede salvar al pueblo. Esperar que una nación, por muy desarrollada que se encuentre y por más humanos que sean sus principios, haga el trabajo redentor que nos corresponde, es soñar despierto.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).