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Tanto en el argot popular, como en la formación, a veces dogmática, de algunos economistas, se inculca la idea de que los monopolios no son deseables porque impiden la sana competencia de los mercados. Los monopolios son ineficientes, pues producen menos que la producción de los mercados competitivos y ofrecen su producto a precios mayores que los de la competencia. De esta manera, disminuyen las ganancias del comercio en competencia perfecta, tanto para los consumidores como para los productores. Estos últimos quedan fuera del mercado por la presencia del monopolista. En los estudios empíricos ha habido buen debate sobre estas creencias. Se han comparado las estructuras y a veces ocurre que la pérdida de bienestar ocasionada por el monopolio no es tan significativa. Los monopolios tienen la capacidad de investigar para reducir costos y mejorar la calidad y precio de sus productos. Esto no es tan común en pequeños productores, como los de la competencia perfecta. Cuando los monopolios son bien regulados por el Estado, pueden tener ventajas para dar acceso universal al producto con precios diferenciados, invertir en desarrollos para reducción de costos y mejoras favorables al ambiente, etc. Ha habido ejemplos muy exitosos como la compañía Electrecité, de Francia, o la RENFE, en España. Como la investigación y desarrollo también se hace a través de empresas privadas, éstas pueden también ofrecer bienes y servicios de calidad a buen precio. Siendo así, el tema no es si el servicio ofrecido es por entes privados o públicos. La responsabilidad de vigilar la calidad del servicio y sus tarifas es materia de control por parte del Estado, quien es el que vela, en última instancia, por los intereses de la sociedad. Un Estado débil o poco creíble no lo puede hacer, pues no genera los incentivos adecuados para ser respetado.
La experiencia histórica nos ha mostrado dos hechos contundentes. Primero. La nacionalización de la industria eléctrica en el sexenio del presidente Adolfo López Mateos fue una política muy positiva para el país. La Comisión Federal de Electricidad (CFE) expandió el alcance de su servicio por todo el país, incluyendo comunidades a las que los privados nunca hubieran llegado, argumentando que no era negocio. Sin embargo, con el paso del tiempo aparecieron muchas ineficiencias, apagones, altas tarifas, corrupción sindical, venta de plazas, etc. Con la llegada de la era neoliberal, a partir de la última década del siglo veinte, se intentó remediar la situación con la semiprivatización y la apertura del mercado a la competencia. El remedio no ha resultado tan exitoso como se había prometido.
Segundo. Cualquier negocio privado siempre trata de obtener los mayores beneficios, es parte de la naturaleza misma de cualquier empresa y no debe asustarnos. De ahí el argumento de favorecer la competencia para aumentar la producción y bajar los precios. En el caso de las reformas neoliberales implementadas, no se logró ninguno de los dos objetivos. Se abrió la generación de energía limpia a privados. Muchas empresas han reducido costos e incertidumbre de apagones generando su propia energía. Esto no se puede criticar y se debe mantener. Pero también han aparecido consorcios que, por ley, venden energía cara a la CFE, quien además la subsidia. Esto es obviamente una aberración. Son solamente jugosos negocios que favorecen a privados y no a la sociedad. Estas empresas generalmente no cumplen sus compromisos ni con sus trabajadores ni con las comunidades y pueblos donde ponen sus paneles solares y molinos para generar energía a partir del viento. Los apagones recientes en Texas y las altas tarifas en España muestran que el sistema no es lo mejor desde el punto de vista del bienestar social.
La solución a tal problemática requiere de estudios, de análisis muy serios y fundamentados. El debate se ha tornado muy político. Tiene tintes de atraso como si fuera la edad media. Esperamos que el Santo A o el Santo B nos solucione la epidemia. No se trata de acumular oraciones y peregrinaciones para ver cuál Santo resulta exitoso. Tal vez es mejor el análisis de un médico que descubra la vacuna contra el virus que ocasiona la epidemia. Del mismo modo, no se trata de si estamos a favor o en contra de la reforma eléctrica propuesta por el gobierno. El debate no se debe centrar en acumular votos para ganar la mayoría en el Congreso. A veces, estas prácticas aprueban algo a costa de costos y compromisos futuros que van contra el sentido común y el bienestar de la población. Estamos observando una polarización social. Por un lado, unos enfrascados en una eterna campaña de desprestigio a cualquier iniciativa del gobierno, venga por donde venga, hay que buscarle siempre lo malo. Por otro lado, la parte que defiende al gobierno con una convicción muy cercana a la fe religiosa. Ataca también con argumentos muy trillados y poco profundos. La culpa la tiene la corrupción, las políticas neoliberales, la clase media “aspiracionista”, etc. Se requiere mayor nivel de debate, centrado en un análisis técnico y serio de la problemática.
Es importante tener en cuenta que las estructuras de mercado no se reducen solamente a los monopolios y a la competencia, que finalmente son casos extremos. En lugar de una sola empresa que controla un mercado, por ser la única que ofrece el producto o servicio, puede haber dos o más, pero siempre un número muy reducido. En ese caso hablamos de oligopolios. Ejercen bastante control, pero favorecen un tanto la competencia y reducción de precios. Hay varios tipos de competencia y de organización entre los oligopolios, pero no viene al caso hablar de ello ahora. Sirvan de ejemplo los casos de Coca Cola y Pepsi Cola, Cinemex y Cinemax, Samsung y Apple, entre otros. Otro caso interesante y muy abundante es el de los mercados de competencia monopolística. Se trata de mercados con muchos productores que ofrecen un servicio, pero cada uno con su propia identidad, una marca o sello que les da un carácter único, como si fueran monopolio, pero hay muchos como él. Esto al menos en su relativamente pequeño mercado de clientes. Este caso se ilustra con los servicios de médicos privados, salones de belleza, peluquerías, talleres mecánicos, tortillerías, tiendas pequeñas de abarrotes, carnicerías, etc.
Con lo comentado hasta aquí, cobra sentido hablar ahora de los monopolios mixtos. Con ello hacemos referencia a la posibilidad de que un bien o servicio sea provisto por un monopolio público y por uno o varios productores privados. Una proporción de la producción total proviene de la empresa pública, mientras que la proporción restante se produce por las empresas privadas. Este esquema también es conocido, tal vez no muy acertadamente, como economía mixta. La aparición de las dos fuentes de producción crea de alguna manera una cierta competencia en favor de la sociedad. Los economistas dirían que las combinaciones convexas siempre son mejores para favorecer a los consumidores.
En el caso de la industria eléctrica el problema es más complejo de lo que parece. El servicio de energía eléctrica que llega a los hogares requiere de un proceso previo, de enlaces de procesos previos que forman una cadena productiva. Estos procesos son la generación, el almacenamiento, la distribución y la administración del servicio. Las reformas de 2013 permiten que los privados participen en la generación de energía, pero la distribución y cobro a los hogares sigue siendo de la CFE. Un primer punto a repensar es si este esquema es el ideal. Los privados generan cada vez más, lo venden a la CFE. Ésta mantiene sus plantas paradas, se ve obligada a subsidiar y comprar lo que luego revende. No parece un negocio sano teniendo la capacidad ociosa. Parece ser que, aunque la CFE mantuviera sus plantas produciendo, su capacidad es insuficiente, independientemente de la contaminación generada. Esto último es otro tema que requiere estudios serios para calcular la cantidad en que se contaminaría y la manera de remediar el problema. Si la participación de los privados en la generación es necesaria, hay que tener estudios serios de cuál sería el porcentaje de su participación ideal en la producción. La propuesta de dejar el 44 por ciento a privados y 56 por ciento a CFE debe argumentarse con solidez. Una forma de hacerlo consiste en resolver un problema de optimización relativamente estándar. La función objetivo sería la suma de ganancias de la empresa pública con las ganancias de las empresas privadas. Las restricciones tienen que ver con las capacidades tecnológicas de cada esquema productivo, los requisitos de la demanda a surtir y los requisitos de cuidado del ambiente. Desconozco si los argumentos para proponer los porcentajes mencionados tienen que ver con este esquema; lo que si tengo claro es que el porcentaje asignado debería provenir de un estudio que tomara en cuenta estos aspectos.
Finalmente, algo que también debería quedar claro es la manera en que se asegurará la eficiencia y justicia en la provisión del servicio. Se requiere un control o regulador externo a la CFE. La empresa no se puede autorregular a sí misma. La desaparición de organismos como la Comisión Nacional de Hidrocarburos (CNH) y la Comisión Reguladora de Energía (CRE) genera malas señales a los mercados, sobre todo si son asimiladas por la CFE. Cuando dependes económicamente de aquel a quien vigilas, nunca le vas a señalar sus errores. Lo mismo sucedería con el Centro Nacional de Control de Energía (Cenace). Otro tema importante, que requiere también de análisis, es la posibilidad y mecanismos que aseguren que se cumplirán los compromisos internacionales. Entre ellos, que en 2024 el 35 por ciento de la electricidad provenga de tecnologías limpias y que en 2030 el porcentaje llegue al 43 por ciento.
Esperemos que esta nota sirva para promover las discusiones y análisis no partidistas en las decisiones sobre el tema. El país requiere de ciudadanos informados, unidos y organizados para defender sus derechos, de investigación para mejorar la infraestructura nacional, el acceso a los servicios de calidad y en igualdad de oportunidades para todos. Un pueblo informado y organizado no se deja manipular por falsos líderes políticos, el pueblo puede y debe pensar para contribuir al diseño de las políticas públicas.
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Escrito por Leobardo Plata Pérez
Colaborador