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En los días que corren se cumplen 50 años de los hechos de la Plaza de las Tres Culturas. Aquel dos de octubre de 1968, el Estado mexicano, presidido por Gustavo Díaz Ordaz, montó un operativo de seguridad que terminó con el asesinato de un número desconocido de estudiantes a manos del ejército. Este acontecimiento, comúnmente conocido como la Masacre de Tlatelolco, dio la puntilla al movimiento que había iniciado meses atrás y que actualmente es considerado como la movilización estudiantil más trascendente de la historia nacional. En esta coyuntura, es pertinente reflexionar acerca de la naturaleza de los movimientos estudiantiles, sus alcances y sus limitaciones.
En agosto de 1968, al fragor de la movilización que agitaba al país, el escritor José Revueltas, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, escribió: “No se engañen las clases dominantes: ¡Somos una Revolución! Ésta es nuestra bandera”. Tal pronunciamiento obedecía a los cuestionamientos que se hacían en torno a las demandas del movimiento estudiantil. En efecto, lo que empezó con una pelea callejera entre dos escuelas, se desarrolló hasta el punto en que cientos de miles de personas abarrotaron el Zócalo y colocaron una bandera rojinegra en el lugar que le corresponde al lábaro patrio. El movimiento escaló en cuestión de semanas hasta tomar proporciones insospechadas; sin embargo, no parecía estar suficientemente claro qué demandas animaban al movimiento. Y es que, si se revisa el pliego petitorio enarbolado por los jóvenes, no parece que los seis puntos planteados pudieran activar una movilización tan grande. Ahora, la interpretación más aceptada por los historiadores es que, en el fondo, se trató de una gigantesca lucha por la democratización de la vida política nacional.
Años después, en diciembre de 1972, el presidente Salvador Allende aleccionó al repleto auditorio de jóvenes que se congregó en la Universidad de Guadalajara para verlo y escucharlo. Les dijo: “La revolución no pasa por la universidad, y esto hay que entenderlo; la revolución pasa por las grandes masas; la revolución la hacen los pueblos; la revolución la hacen, esencialmente, los trabajadores”. Esta idea de Allende, lanzada a un estudiantado que todavía tenía frescos en la memoria los hechos del 68 y el Jueves de Corpus de 1971, parece contradecir la posición enunciada por Revueltas cuatro años antes. Sin embargo, no es así. De hecho, en esencia, lo que planteaba el fundador del espartaquismo mexicano y las afirmaciones del presidente socialista chileno, son ideas perfectamente complementarias. ¿Cómo se explica eso?
En el fondo, los movimientos estudiantiles son movimientos espontáneos que surgen como respuesta a situaciones puntuales y que se desactivan con la misma rapidez con la que son creados. Están conformados por jóvenes que –parafraseando a Allende– son naturalmente revolucionarios, es decir, por individuos que se rebelan contra la autoridad impuesta por el mundo al que están despertando; se rebelan contra la autoridad y, en general, contra el ordenamiento social existente.
Pero esta edad “revolucionaria” es pasajera, pues cuando se llega a la adultez, casi todos los “jóvenes rebeldes” se integran al sistema de cosas y pasan a formar parte de su engranaje. Así, por su misma naturaleza, los movimientos estudiantiles son incapaces de luchar por demandas más profundas, de mayor calado. Este otro tipo de luchas, de larguísimo aliento en varios casos, son las que sí lleva a cabo el pueblo, los trabajadores, dice Allende. Pero es en esa edad juvenil cuando los luchadores comprometidos del futuro despiertan a la vida política y empiezan a forjarse. Fue en sus años de estudiantes cuando Fidel, El Che, Allende, Lenin, Ho Chi Minh, etc., dieron los primeros pasos para llegar a ser los titanes en que se convirtieron.
Puede decirse, entonces, que los movimientos estudiantiles son valiosos para la transformación revolucionaria de la sociedad en la medida en que se convierten en el semillero de los revolucionarios del futuro y también porque son bautizos de fuego; pero nada más. No se puede esperar que esta clase de movimientos logre cambios mayores y menos aún que “hagan la revolución”. El movimiento de 1968; el #YoSoy132, de 2012; el movimiento por los 43 de Ayotzinapa, de 2014; y el reciente movimiento contra los porros de la UNAM, de 2018, son importantes solo en la medida en que sacuden conciencias y forjan a los revolucionarios del mañana. Los movimientos estudiantiles no hacen revoluciones, aunque ésa sea su bandera; las revoluciones las hacen los trabajadores.
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Escrito por Redacción