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Cada vez resulta más claro que el imperialismo yanqui solamente reacciona a la pérdida de su poder hegemónico en muchas regiones del mundo. Desde su primer mandato y en el actual de Donald Trump, ha ensayado varias fórmulas para evitarlo; pero la tarea no es sencilla porque la economía del país vecino se encuentra en crisis persistente, recurrente y, en los últimos años, no ha crecido más del tres por ciento, por lo que su población presenta problemas de empleo e inflación; en tanto que su iniciativa privada enfrenta déficits financieros que últimamente han provocado el cierre de bancos importantes.
Esta situación ha llevado a los gobiernos gringos a comportarse con mayor inmoralidad que en el pasado, como lo constata el actual rechazo a la mano de obra migrante que, además de ser más barata que la nativa y una importante fuente de riqueza, se halla absolutamente indefensa ante las injusticias y la explotación de los empresarios, quienes olvidan que ni siquiera deben anidar sus compañías en otras naciones para mejorar sus condiciones, porque esa masa laboral viene de todo el continente a cumplirse su “sueño americano”. Pero ahora esta mano de obra, evidentemente superexplotada y discriminada, les resulta incómoda y molesta porque supuestamente desplaza a la local y la inculpan de todos los males que agobian a la sociedad estadounidense, incluidos los problemas de inseguridad y el alto consumo de drogas.
Esta campaña, inducida por los grandes monopolios y el actual titular de la Casa Blanca, ha propiciado que muchos ciudadanos estadounidenses crean que los migrantes acaparan su riqueza paulatinamente y la llevan a sus respectivos países; y que las trasnacionales gringas instaladas en otros países les “roban” empleos que debieran hallarse en su territorio. Ni qué decir del rechazo a los tratados comerciales suscritos por su gobierno, a los que ven como salvavidas económicos para las pequeñas pero ambiciosas naciones del Tercer Mundo.
Pero nada está más lejos de la verdad; y esos estadounidenses desconocen o no logran comprender que las inversiones externas de tales compañías buscan minimizar sin ningún escrúpulo costos de producción mediante el acopio de las materias primas y mano de obra más baratas para luego inundar otros mercados y reproducir sus ganancias. También soslayan que para los capos imperialistas no existen barreras nacionales, políticas, ideológicas y religiosas cuando se empeñan en llevar su arsenal de mercancías a otros países; y que, cuando encuentran resistencia, su gobierno les abre paso por las buenas o las malas mediante guerras.
Por ello, Trump ha ensayado todo tipo de armas para dar gusto a estos ciudadanos, desde redadas masivas de migrantes e imposición de aranceles del 25 al 120 por ciento a “amigos y enemigos”, como es el caso de China. Esta política no sólo es aplicada a economías pequeñas como la de México, sino también a gigantes comerciales que responden con medidas iguales y traen consecuencias negativas para la economía estadounidense porque rompen las cadenas de suministro y elevan el precio de los productos.
Trump ha dicho que tales repercusiones son temporales; pero lo cierto es que afectan a sus ciudadanos y a algunos corporativos que ven peligrar sus ganancias. Y como la guerra comercial no le ha funcionado, es probable que “vaya por todo” y que ponga a temblar al mundo con su poderío militar, como de hecho lo anunció al bombardear las bases nucleares de Irán utilizando el pretexto de “los conflictos” de este país con Israel.
Nadie en su sano juicio alborotaría un avispero, pero la ultraderecha estadounidense de Trump ya lo ha hecho sin medir las consecuencias ambientales ni la posibilidad de desatar una Tercera Guerra Mundial y llevar la vida humana a una catástrofe irreversible. La ambición desmedida, no de un hombre sino de una clase social, parece llevar a la humanidad a un callejón sin salida, condenándola a la extinción. La población de EE. UU., consciente de estos riesgos, puede evitar que el residente de la Casa Blanca siga jugando a desencadenar una guerra atómica.
El mundo se está reconfigurando, la correlación de fuerzas ha cambiado drásticamente; ni Estados Unidos ni Europa encarnan hoy la hegemonía que durante décadas ostentaron.
“Verde, vete a casa” es la traducción al español de la frase inglesa con la que los ciudadanos de América Latina rechazaban, según una añeja versión popular, a los soldados de Estados Unidos.
El pueblo ruso ha vivido asediado por lo menos desde la invasión de Napoleón, su inmenso territorio ha sido ambicionado por las élites de Europa y, desde fines del Siglo XIX, también por las de EE. UU.
En el ramillete de estas celebraciones se incluye el Día del Padre, un festejo que únicamente ha servido para oponerlo al Día de la Madre y bromear a costa de la figura paterna.
ños van, años vienen y el medio ambiente continúa degradándose.
El imperialismo no está dispuesto a renunciar a su sueño hegemónico y ha desatado una campaña en sus medios de comunicación para descalificar a los BRICS.
Trump tiene intereses de apropiación, de intervención en nuestro país; no se debe tomar como un chiste, dijo el vocero nacional de Antorcha.
El capitalismo en su fase imperialista está en edad provecta, se le acumulan los achaques y defiende su vida tratando de destrozar a otras economías que lo amenazan sólo porque existen.
La otanización del conjunto de Europa pasa también por “americanizar” la economía y la sociedad europeas, lo que es sinónimo de completar su conversión al capitalismo salvaje. La UE y su Constitución y Tratados se vienen encargando de ello.
Resulta inaudito que en pleno Siglo XXI se conserven prejuicios sobre las preferencias sexuales humanas.
Nos enfrentamos ahora a un “nuevo” estado de excepción. Ante el desplome inminente de un sistema, no tardaron en limpiar la “pizarra mágica” en la que antes escribieran “nazismo” para poner en su lugar “Moscú”.
El pasado cuatro de julio más de 46.5 millones de electores aplicaron voto de castigo a la élite británica liderada por los Tories del Partido Conservador.
Los embates del imperialismo podrán parecer débiles, pero tiene fuerza suficiente aún para aprovechar los conflictos internos y hacer valer sus intereses.
Para millones de jóvenes no hay oportunidades laborales ni académicas porque viven en un país donde el modelo de desarrollo ha impuesto una estructura socioeconómica injusta.
Desde el periodo de la llamada Guerra Fría y la gestión de la exprimera ministra Margaret Thatcher, Reino Unido ha intentado mantener su imagen “imperial”.
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Escrito por Capitán Nemo
COLUMNISTA