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En el contexto económico global, nuestra agricultura se hunde en una profunda crisis que se manifiesta en dependencia alimentaria, control total de las trasnacionales y del capital extranjero, desempleo rural, constante reducción de la superficie sembrada. Pero tiene profundas raíces estructurales: la baja productividad agrícola y el dominio del modelo económico agroexportador neoliberal, generador de ganancias en cultivos de alto valor comercial. Se privilegia la maximización de la ganancia, en beneficio de la élite de capitalistas agrícolas, muchos de ellos extranjeros, en detrimento de la producción de alimentos y cultivos básicos en general.
Somos el décimo productor mundial de alimentos y séptimo exportador. El gran capital agrícola viene a invertir, aprovechando el agua nacional, los bajos impuestos, una regulación ambiental permisiva y los miserables salarios y condiciones de vida de los jornaleros explotados. Los valles agrícolas ricos, principalmente del Bajío y el Noroeste, son prósperas islas capitalistas, rodeadas de un mar de atraso, olvido y sobrevivencia.
Cierto, para orgullo de los economistas al servicio de las empresas y el gobierno, principalmente con el aguacate, berries y otros cultivos hortofrutícolas tenemos una balanza comercial agroalimentaria boyante, a lo que se suman la cerveza y el tequila, pero esto en provecho principalmente de las trasnacionales. México es el mayor exportador mundial de cerveza (gracias a la bárbara explotación del agua). Pero ese “éxito” es engañoso; dos empresas dominan la producción: el Grupo Modelo, controlado por la empresa belga Anheuser-Busch InBev, y Cuauhtémoc-Moctezuma controlado por Heineken.
En contrapartida, la crisis e ineficiencia productiva del sector se aprecia en la creciente importación de alimentos básicos, sobre todo de Estados Unidos (EE. UU.), que inunda el mercado nacional y expulsa a nuestros productores, condenándolos al desempleo, la emigración o las actividades ilícitas. “A la fecha, México es el principal importador de maíz de todo el mundo, proyecciones de Grupo Consultor de Mercados Agrícolas con base en datos del Servicio de Información Agroalimentaria y Pesquera (SIAP) y de la Agencia Nacional de Aduanas de México, señalan que México cerrará 2024 con producción de maíz de 23.3 millones de toneladas, la cifra más baja desde 2014 (…) (en maíz blanco) la menor cantidad en 12 años (…) en la última década la superficie destinada a la siembra de maíz ha caído del pico de 7.7 millones de hectáreas, a poco más de 7.0 millones (…) En 2023 México importó 19.6 millones de toneladas de maíz, que se proyecta se supere en 2024 con 21 por ciento” (Mexicampo, siete de enero de 2025). Importamos el 99 por ciento de la soya que consumimos; en los años 90 importábamos 44.2 por ciento del arroz, hoy el 80; en trigo, la importación pasó de 25.8 por ciento a 55; en maíz amarillo, de 12 a 90 por ciento (FAOSTAT).
Como consecuencia lógica se reduce la superficie sembrada y aumenta la expulsión de campesinos. “Ininterrumpida baja de la superficie sembrada en el país. La reducción en granos y oleaginosas fue de 10 por ciento entre 2018 y 2024 (…) La superficie sembrada disminuye. En los últimos seis años a un ritmo promedio de 365 mil hectáreas por año (…) En 2024, la superficie agrícola (…) cayó en 9.3 por ciento en comparación con 2018 (SIAP). Esto significó una reducción de 2.1 millones de hectáreas” (La Jornada, nueve de abril de 2025).
Esta tendencia acelerada en el aumento de las importaciones y en la reducción de la superficie agrícola tiene profundas raíces en la baja productividad agrícola, pobres rendimientos y altos costos de producción, que hacen más rentable importar que consumir la producción doméstica. Por ejemplo, en el rendimiento promedio por hectárea en México tenemos: en maíz amarillo 3.2 toneladas, contra 11.1 en EE. UU. o 6.5 en China; en frijol, 700 kg, contra 2.2 en EE. UU.; en arroz, 5.5 toneladas contra 7.1 en China (Departamento de Agricultura de Estados Unidos, USDA, 2020).
Este rezago obedece al atraso tecnológico, históricamente determinado por el carácter tardío del capitalismo mexicano, y en buena medida por el dominio imperialista, que, desde el régimen colonial español, con su política mercantilista frenó nuestro desarrollo. Hemos sido por siglos una economía dependiente. Con una tecnología rudimentaria, es imposible competir globalmente e impedir que nos inunden los productos extranjeros, que, libres de aranceles, desplazan nuestra producción. A manera de ilustración, el empleo de maquinaria agrícola es limitado: menos de un tercio de las unidades productivas utiliza sembradoras; la mayoría de las unidades (60.2 por ciento) emplea herramientas manuales como coa y azadón (Fideicomiso de Riesgo Compartido, Firco). Una cuarta parte de las unidades productivas emplea tracción animal. En materia tecnológica en general, en México, el 96 por ciento de los registros de patentes y marcas son realizados por extranjeros (Fuente: Tecnológico de Monterrey).
Nuestra agricultura está dominada por empresas extranjeras. En maquinaria agrícola, John Deere, CNH (Case y New Holland) y Massey Ferguson concentran aproximadamente el 91 por ciento del mercado de tractores agrícolas (Fuente: Cofece). Importamos tres cuartas partes de los pesticidas y fertilizantes que empleamos (Sader). Cinco trasnacionales controlan dos tercios de la producción de semillas agrícolas.
Al rezago tecnológico contribuyen el bajo nivel educativo entre la población rural y el carácter minifundista de la estructura agraria. La propiedad y la explotación de la tierra están fragmentadas en diminutas parcelas cuyo promedio es de 3.5 hectáreas (Censo Agropecuario 2022, Inegi). Esto imposibilita la absorción de tecnología avanzada, tanto por la escala como por la incapacidad de financiamiento de los campesinos, e impide construir la necesaria infraestructura agrícola; propicia, asimismo, la ampliación de la red de intermediarios, con el consecuente encarecimiento de los productos al consumidor y ahonda la explotación de los campesinos con el pago barato de sus cosechas. En contraste, EE. UU., Brasil o Argentina logran economías de escala que les permiten abatir costos de producción y elevan su competitividad. Su unidad productiva ronda las 200 hectáreas (Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, USAID). Además, los productores estadounidenses reciben gigantescos subsidios al amparo de la Farm Bill. En México, mientras tanto, a partir de 2018 los recursos aplicados en el sector agrícola disminuyeron a la mitad.
En materia de financiamiento, desapareció la banca de desarrollo (antes Banrural y luego Financiera Nacional de Desarrollo). Los pequeños productores no tienen acceso al crédito. Para colmo, la banca comercial está constituida por un oligopolio abrumadoramente dominado por instituciones extranjeras que deciden a quién prestan, cuánto, para qué y en qué condiciones. Obviamente, en este sistema crediticio los pequeños productores quedan marginados.
Pero el modelo agrícola descrito no sólo empobrece a la población: destruye también los recursos naturales, arrasa bosques, azolva lagos y otros cuerpos de agua, por ejemplo, para cultivar aguacate. Anualmente se deforestan alrededor de medio millón de hectáreas (UNAM, 2024). El 70 por ciento de la superficie agrícola corre riesgo de degradación y desertificación (FAO, 2024).
Urge una acción radical para frenar y revertir este desastre causado por el modelo económico neoliberal en provecho de la élite empresarial, nacional y extranjera, y en daño de los campesinos mexicanos. Por encima del sector exportador debe priorizarse el mercado interno produciendo alimentos, promover un programa nacional de producción de semillas y de maquinaria agrícola, elevar el financiamiento a pequeños productores mediante la banca de desarrollo, promover inversión pública de verdadero impacto productivo. En una palabra, la crisis del campo mexicano requiere urgentemente eliminar el modelo económico.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.