“Un polo industrial sin un entorno económico que demande sus productos termina siendo sólo un negocio inmobiliario”: Vázquez Handall.
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Fue Hobbes, en su conocida y famosa obra Leviatán quien lanzó al mundo y fundamentó la idea del soberano absoluto, del gobernante con poder ilimitado para hacerse obedecer por los individuos de modo incontestable y para castigar a todo aquel que intentara revolverse en contra de la autoridad central. Como se sabe, Hobbes partía de la idea de que el “estado natural”, de que el sentimiento fundamental del individuo respecto a sus semejantes no era (no es) el de la piedad o el de la solidaridad, sino de superación y dominio hacia ellos.
Tal estado de guerra de todos contra todos tenía que producir, y produjo, un sentimiento generalizado de inseguridad, de temor por la vida propia, haciendo finalmente que el sentimiento básico, el que movía al hombre primitivo y determinaba su conducta fuera el temor a la muerte.
En este estado de preocupación fundamental por la propia conservación, el hombre aislado, el individuo, se constituye en el único y solo juez de su propia causa, y decreta, por tanto, que, en la defensa de sí mismo, no debe reconocer trabas de ninguna especie si realmente desea sobrevivir; que todo le está permitido, que aun el asesinato queda justificado y que, por consiguiente, cada hombre tiene derecho aún sobre el cuerpo de los demás hombres. Surge así, según Hobbes, el ius in omnia del estado de naturaleza.
Hobbes mismo asienta que las acciones que cada hombre emprende, por sí y ante sí, para salvaguardar su vida, muy lejos de garantizar su seguridad y suprimir el estado de guerra de todos contra todos, se convierten en la fuente de dicho estado y en catalizador de la violencia generalizada. En tales condiciones, la tranquilidad y la satisfacción del ser humano se hacen imposibles. Esto no plantea una contradicción moral, sino lógica, al hombre en estado de naturaleza. En consecuencia, para resolver y disolver dicha contradicción, el hombre no requiere hacerse más moral, más bueno, sino sencillamente más inteligente, más capaz de inventar recursos ingeniosos que le resuelvan problemas. No sería nada remoto que en esta conclusión de Hobbes se halle la raíz y la justificación de la esencia de la política y de los políticos actuales que creen (y así actúan) que, como dijo en sus memorias Gonzalo N. Santos (el alacrán tostado), en política la moral “es un árbol que da moras”.
Continuemos. El hombre en estado de naturaleza, pues, se mostró incapaz de resolver por sí mismo, por sus propias acciones individuales, la contradicción fundamental que lo agobiaba. No tuvo más remedio, entonces, que hacerse inteligente e idear una solución que lo rebasara como individuo y pusiera fin a sus problemas. Tal solución fue construir un poder, el más grande posible, que flotara y dominara sobre los demás como un monstruo todopoderoso, como un Leviatán, que se constituye en una verdadera providencia terrena. Tal Leviatán tendría que surgir de un pacto, concertado entre el individuo y todos los demás hombres, de no agredirse y de respetarse mutuamente, pero como –según dice Hobbes– todo pacto sin el respaldo de la espada no pasa de ser palabras, de ahí la necesidad de un poder exterior a los pactantes que sirviera de garantía.
Los hombres, pues, entregan a Leviatán todos sus derechos a cambio de que les garantice la paz y seguridad, pero mientras estos derechos eran limitados (ius in omnia), el poder que recibe Leviatán es, pues, ilimitado, absoluto, el individuo queda ante él mismo despojado de todo tipo de derechos. He aquí una de las más completas fundamentaciones filosóficas, debida a la pluma del genial inglés, de las pretensiones del Estado moderno al poder corporativo y absoluto.
Todos sabemos que filósofos posteriores se opusieron terminantemente a este punto de vista hobbesiano, y que lo combatieron con buenas armas. Locke –para no ir muy lejos– haciendo al trabajo fuente del derecho a la propiedad en su origen, afirmó que éste y otros derechos son de carácter individual, que surgieron y existieron antes que la sociedad misma y que, por tanto, no pueden ser conculcados por nadie, por ningún gobierno. Otros pensadores fueron más allá. Afirmaron (Rousseau, por ejemplo) que el pacto no es precisamente entre los individuos, sino entre éstos y el poder, que se compromete a garantizar paz, seguridad y bienestar al pueblo y que, cuando un gobierno, sea del tipo formal que sea, no cumple con ese compromiso, viola el pacto y el pueblo adquiere automáticamente el derecho no solamente de protestar en su contra, sino aun el de derrocarlo por los medios que sean necesarios, incluida la violencia (derecho a la rebelión).
Sabido es que muchos de nuestros políticos viven anclados en Hobbes, aunque nunca lo hayan leído. Con su conducta, con su actuación cotidiana, con el odio reaccionario que muestran hacia la organización independiente y combativa de los pueblos, reivindican todos los días la teoría del poder absoluto de Hobbes y niegan a la gente todo derecho a la protesta. Aunque, en teoría, la democracia liberal reconoce más sus orígenes en Locke, en Montesquieu y en Jean Jacob Rousseau, actúan más de acuerdo con Hobbes; el aparato del gobierno tiende a hacerse cada día más dominante, más absorbente, más totalitario y a reducir a cero a la sociedad civil.
Es verdad que todos los días se pregona el reconocimiento formal de que toda soberanía y todo poder emanan del pueblo, que el gobierno y su poder no tienen otra justificación que servir a su pueblo y garantizar la paz y el bienestar de los ciudadanos, el profundo respeto a la sociedad civil y a su libertad de organizarse para exigir sus derechos, protestar públicamente y criticar sin cortapisas a sus gobernantes. Pero todo ello –repito– es solo la forma, a nivel público, para darse imagen ante los ciudadanos menos enterados y conscientes, que desgraciadamente son la mayoría. Sin embargo, en los hechos, en la realidad en la que se vive en las oficinas públicas, solo existe el funcionario soberbio, prepotente, que se afirma todos los días en la idea de que el poder le pertenece a él y solo a él y que, por tanto, el pueblo lo debe respetar y temer en forma absoluta; que todo ejercicio del derecho de manifestación y de protesta es un acto de desafío contra su poder omnímodo y que, por tanto, lejos de tener que respetar y atender tal derecho, debe reprimir y sofocarlo por los medios a que haya lugar. De ahí que, como primer paso, por todos lados se escuche el conocido “no negocio bajo presiones”.
El pueblo, la gente común y corriente, debe saber, por eso, que organizarse y protestar no es ningún delito, aunque así se lo digan y machaquen todos los días funcionarios insensibles, sino uno de sus fundamentales derechos individuales, según la teoría filosófico-social que sirve de base al Estado moderno. Y decidirse, por tanto, a ejercerlo con todo rigor, si no quiere verse aplastado y reducido a cero por el poderoso Leviatán.
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Escrito por Aquiles Córdova Morán
Ingeniero por la Universidad Autónoma Chapingo y Secretario general del Movimiento Antorchista Nacional.