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El diseño de la política fiscal actual en México ha estado basado en un estricto control de los desequilibrios fiscales, monetarios, financieros y del sector externo. Este diseño prioriza en la estabilidad macroeconómica, pero ubica, en un segundo plano, la mitigación de los problemas sociales derivados de las fluctuaciones en los agregados económicos. En este diseño, la política fiscal se ha caracterizado por ser contractiva, es decir, limita la expansión de la demanda agregada, el empleo y el salario, con el objetivo de controlar los niveles de precios (evitar inflación).
Durante el periodo de 1990 a 2020, el presupuesto público representó, en promedio, el 20.7 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB), con una tasa de crecimiento anual de apenas uno por ciento, es decir, prácticamente nada. En el mismo periodo, los ingresos tributarios han representado en promedio el 65.6 por ciento del PIB, siendo los impuestos sobre la renta y el IVA las principales fuentes de recaudación, 32.8 por ciento y 21.5 por ciento, respectivamente, mientras que los impuestos a la producción y los servicios alcanzan 6.6 por ciento y los ingresos no tributarios representan 34.4 por ciento, de los cuales los petroleros aportaron 23.1 por ciento.
La política fiscal ha estado marcada por la contención del gasto público con el argumento de evitar la inestabilidad de los precios, para ser precisos, evitar las altas tasas de inflación. Esta contracción ha sido especialmente evidente en la inversión productiva y el gasto social, áreas clave para la reducción de la desigualdad y el fomento del desarrollo económico a largo plazo. Esta política se ha mantenido así por lo menos desde las reformas impulsadas en la década de 1980. En ese mismo sentido, la actual administración (y la inmediatamente anterior) ha adoptado una postura de austeridad republicana que si bien busca evitar el endeudamiento excesivo, también limita significativamente la capacidad del Estado para promover la capitalización de micro, pequeñas y medianas empresas (Mipymes), la generación de empleo formal y la disminución de la pobreza y la desigualdad social. A pesar de ello, los niveles de deuda no han disminuido significativamente; y lo más grave es que ese dinero no se usa para inversión pública, sino para atender las transferencias monetarias directas a los millones de mexicanos empadronados en programas sociales que no resuelven los problemas de salud, educación, etcétera. De acuerdo con El Economista (tres de diciembre de 2024) en 2022, el déficit público (es decir, la resta de los ingresos y egresos del Estado) “representó -3.2% del PIB, en 2023 subió a -3.4%, y se proyecta que alcanzará 5% en 2024, lo cual refleja una dependencia creciente de la deuda para financiar el gasto público. Para ponerlo en perspectiva, el déficit de 2024, está programado en 1.7 billones de pesos, es más de cinco veces superior en términos reales al registrado en 2017”.
La política fiscal también ha favorecido a los grandes capitales y al sector financiero, mientras que las Mipymes y los hogares de bajos ingresos han sido marginados de los beneficios que podría generar una política fiscal expansiva (es decir, una política que haga inversión pública en infraestructura para atender bienes y servicios de México). La disminución de los ingresos petroleros, combinada con la falta de una reforma fiscal integral, ha restringido los recursos presupuestarios del Estado, lo que ha resultado en una insuficiencia para abordar adecuadamente la desigualdad en la distribución del ingreso, que se podría combatir más efectivamente a través de una política fiscal expansiva. En cambio, el modelo de política fiscal contractiva ha generado un entorno de estabilidad macroeconómica que, sin embargo, no ha sido capaz de generar un crecimiento económico inclusivo ni de reducir las brechas de desigualdad. El enfoque en la estabilidad de precios ha desplazado la atención de la política fiscal hacia el control del déficit y la deuda pública, dejando de lado la inversión en sectores clave para el desarrollo social, como la educación y la salud. A pesar de los esfuerzos por mejorar la recaudación tributaria mediante la simplificación del sistema fiscal y el combate a la evasión, la política de austeridad ha resultado en una reducción del tamaño del gobierno y una menor capacidad para ejecutar políticas públicas que promuevan el bienestar social. La reducción del gobierno es una de las políticas más recomendadas y aplicadas por el neoliberalismo y es justamente en los gobiernos de la autodenominada “Cuarta Transformación” donde mejor la aplicaron. Esto ha llevado a una paradoja en la que, si bien se ha mantenido el control sobre el gasto público, no se han logrado avances significativos en la reducción de la pobreza ni en la promoción de la equidad social.
En la academia existen trabajos empíricos y teóricos que analizan la relación entre el papel de la política fiscal y el bienestar social, la relación entre el gasto público en áreas como educación, salud, administración pública y crecimiento económico. Estos análisis revelan que existe una relación entre el gasto social y el PIB, lo que sugiere que el bienestar social está directamente vinculado al crecimiento económico. La explicación radica en que cuando las personas tienen cubiertas necesidades básicas como salud, educación, agua potable, etcétera, mejoran sus capacidades para participar en la producción, lo que lleva a mejorar la productividad y el nivel de actividad económica en general; a la par, los trabajadores mejoran sus niveles de ingreso mediante su participación en el mercado laboral. De manera similar se ha hecho evidente la relación entre el gasto público y áreas clave como infraestructura educativa y sanitaria, es decir, en países como Japón, Corea del Sur, Estados Unidos, países de Europa, la cobertura pública de estos dos bienes por parte del Estado fue fundamental para lograr el nivel de desarrollo económico de que gozan hoy día. En cambio, cuando se dejan esos servicios en manos de la iniciativa privada (del mercado) tienden a ser especulativos y resulta contraproducente para las personas que no disponen de los ingresos para adquirirlos y son excluidos, lo que hace que se perpetúen sus carencias sociales y permanezcan en la pobreza. Esto pone de manifiesto que en ausencia de un gasto público, el sector privado no es capaz de llenar el vacío dejado por éste, pues sólo cubre a una parte de la población y excluye a los que no tienen para pagar por ellos, este hecho limita las oportunidades de desarrollo social y económico. Es decir, el papel del Estado en la provisión de bienes y servicios públicos elementales es importante para lograr crecimiento y desarrollo económicos (ver, por ejemplo, Desarrollo y libertad, de Amartya Sen, y El fin de la pobreza, de Jeffrey Sachs).
Por ello, cuando el gobierno actual opta por elegir “finanzas públicas sanas” o, lo que es lo mismo, una política fiscal contractiva, la política fiscal se vuelve insuficiente para promover un crecimiento económico amplio y sostenido que genere empleo formal y reduzca la desigualdad. Porque éste prioriza en el control del déficit y la estabilidad de precios y sacrifica la inversión pública en sectores clave para el bienestar social, limitando el impacto positivo que una política fiscal expansiva podría tener en la reducción de la pobreza y la mejora de las condiciones de vida de la población más vulnerable.
Es así que se vuelve necesario repensar el diseño de la política fiscal en México. Esto implica una reforma que amplíe la base tributaria, que aumente los ingresos públicos mediante impuestos progresivos y promueva una mayor inversión pública en áreas como educación, salud e infraestructura en general. Además, sería crucial fomentar una mayor participación del sector privado en la inversión productiva que genere empleos, bajo un marco de colaboración con el gobierno para asegurar que los beneficios del crecimiento económico se distribuyan de manera equitativa. Esto significa que se necesita una política fiscal expansiva que garantice una distribución equitativa de la riqueza social producida en México.
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Escrito por Rogelio García Macedonio
Licenciado en Economía por la UNAM.