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Ocurre en nuestros días una ola de imposición de aranceles (impuestos a los bienes importados) por Estados Unidos (EE. UU.) y sus socios europeos, principalmente contra mercancías chinas, donde destacan los automóviles. Donald Trump amenaza con un arancel de 25 por ciento a las importaciones procedentes de México y Canadá, “para promover la reindustrialización de EE. UU.”, venida a menos en las últimas décadas; anunció aumentos arancelarios de 10 por ciento a las importaciones provenientes de China, y de 100 por ciento a los países BRICS, si sustituyen el dólar por otra moneda.
En octubre pasado, la UE aumentó a 45 por ciento los aranceles a los coches eléctricos chinos, con los que no pueden competir las ensambladoras, principalmente alemanas e italianas. Desde el inicio de la guerra en Ucrania, y empujada por EE. UU. Europa prohibió importar petróleo y gas rusos, y en mayo pasado elevó fuertemente aranceles a cereales y oleaginosas de Rusia. Aparte de estas medidas, Occidente aplica, hasta el abuso, diversas sanciones económicas a Rusia, Irán, Venezuela, Cuba, Corea del Norte, Siria y otros países.
EE. UU. y Europa abandonan el libre comercio y sus bases, pues su productividad relativa frente a China y Rusia ha decaído, mermando su capacidad competitiva. Perdida la guerra en el terreno económico, en eficiencia productiva, recurren al proteccionismo en una medida no vista desde hace décadas. Y arrojan por la borda el libre comercio, que ven ahora como un estorbo y un riesgo a su dominio en los mercados globales.
Ninguna doctrina comercial está escrita en piedra y el capital va de uno a otro esquema comercial según las circunstancias. Así lo enseña la historia. Desde sus primeras manifestaciones el capitalismo inglés se incubó en condiciones de proteccionismo. En el Siglo XIV en Inglaterra, el rey Eduardo III prohibió la importación de telas de lana, para impulsar su producción doméstica. Las importaciones provenían de los Países Bajos, que entonces tenían una industria textil más productiva y barata que la de Inglaterra, de donde, de hecho, importaban la lana. En 1581, John Gells, prominente pensador del mercantilismo, proponía que: “se prohíba la exportación de materias primas (especialmente la lana), y que se elaboren dentro del país, para evitar que los extranjeros se enriquezcan a costa de Inglaterra” (Karataev, Ryndina, Stepanov, Historia de las doctrinas económicas, pág. 79).
El más destacado teórico del mercantilismo inglés, Thomas Mun, en su obra La riqueza de Inglaterra creada por el comercio exterior (1664), “se oponía a que los ingleses hicieran uso de mercancías extranjeras que podían ser fabricadas en Inglaterra (…) en la importación de mercancías extranjeras era necesario mantener una determinada proporción entre las distintas clases de productos. En primer lugar, había que importar los de primera necesidad, reservas para la guerra y el comercio, y en último término los productos de lujo” (pág. 81).
Subrayaba la conveniencia de importar materias primas para luego exportar productos manufacturados; así el país ganaría más. Sobre la seda, afirmaba: “Aunque fuera preciso pagar en metálico por la seda cruda, era mucho mayor el dinero que obtenía Inglaterra por los materiales y los tejidos de seda que exportaba (…) Las empresas artesanas, sobre todo las dedicadas a la manufactura de las materias primas de origen extranjero, debían desempeñar una función primordial en el desarrollo del comercio exterior inglés. Las empresas artesanas tenían que trabajar para la exportación” (Ibid.). Y concluía: “La riqueza natural la integraban las mercancías que podían ser exportadas por encima del límite necesario al consumo interior propio. Esta riqueza la constituían, sobre todo, los productos agrícolas. La riqueza artificial eran los productos industriales que se fabricaban para la exportación” (pág. 83).
A inicios del Siglo XIX, el Parlamento inglés impuso las llamadas “Leyes cerealeras” (Corn laws), mediante la “Importation Act 1815”, cuyo fin era proteger a los ineficientes productores agrícolas contra las importaciones de cereales baratos provenientes del continente europeo. Impuso elevados aranceles para encarecer el grano importado y hacer artificialmente “competitiva” la producción doméstica. En 1846 se derogaron, esto una vez culminada la Revolución Industrial, que con su cúmulo de mercancías baratas dio a Inglaterra el dominio del mercado mundial.
Inició así la época del librecambio, obviamente acompañado de su correspondiente teoría que lo explicara y justificara, argumentando que: promueve la ventaja comparativa y los países producen los bienes que mejor se adecuen a sus recursos y conocimientos; producirán más barato e importarán lo que les resulte más difícil producir; se fomentará el crecimiento; el mundo elevará sus niveles de bienestar. En la práctica, ese modelo no funcionó como la teoría ordenaba: las potencias capitalistas siguieron imponiendo la ley del más fuerte, la ley del embudo, en detrimento de las naciones débiles a las que seguían imponiendo restricciones. Pero formalmente, el comercio mundial operó en el marco del libre mercado, supuestamente sin barreras proteccionistas. Fue la época del liberalismo, que duraría hasta el primer tercio del Siglo XX.
Con la Gran Depresión (1929-1933) resurgió oficialmente el proteccionismo, en EE. UU., con elevados aranceles a las importaciones mediante la “Tariff Act of 1930”, llamada “Ley Hawley-Smoot”. Más de 20 mil productos importados fueron gravados con aranceles que variaban entre el 15 y el 40 por ciento. Pronto, las demás naciones hicieron lo propio y el proteccionismo se generalizó; se cerraron las economías para proteger a los productores internos.
En los años ochenta, con Ronald Reagan en EE. UU. y Margaret Thatcher en Inglaterra, se impuso nuevamente el “libre comercio”, obligando a los países pobres, como México, a abrir –incluso por la fuerza–, sus economías, a “desarancelizar” y dejar pasar la producción excedente enviada por los países ricos, a costa de nuestros propios productores, sobre todo los pequeños y débiles. Millones de ellos se arruinaron.
Hoy nuevamente se cierra el ciclo liberal y se abre paso el proteccionismo. EE. UU., incapaz de competir con las mercancías más baratas de China, intenta bloquearlas, en daño de sus propios consumidores y su nivel de ingreso. Prohibió a Europa comprar petróleo y el gas natural barato surtido por Rusia durante décadas, contra el que no puede competir el carísimo gas licuado norteamericano. Encareciendo sus fuentes energéticas, Europa frenó su crecimiento; el desempleo creció (en estos días, Volkswagen está despidiendo a miles de trabajadores y se halla en proceso de cerrar tres plantas ensambladoras en territorio alemán; sus trabajadores están en huelga); la inflación ha alcanzado niveles no vistos en décadas.
La política de aranceles representa una admisión tácita de incapacidad para competir en buena lid en un mercado libre y exhibe la decadencia de las economías capitalistas occidentales frente al ascenso productivo de Eurasia. Normalmente, cada país impone barreras de protección en aquellos sectores productivos donde es sensible, donde no puede competir. Pero cuando esta política se generaliza a todas las importaciones, se trata ya de un problema sistémico. De eso adolece EE. UU.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.