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Un niño malcriado, sobre el que muchos concluyeron que jamás llegó al límite de su talento y que, como Ronaldinho, desperdició su vida al decantarse por lo dionisiaco sobre lo apolíneo, aunque se equivocan. Neymar fue un jugador parecido a una supernova, el futbol instantáneo, el juego de coyuntura, de levantamiento, de esperanza y de difusión de la esperanza. Terminó pronto, justo cuando tenía que terminar.
Así como Rimbaud fue el poeta adolescente, Neymar es, hasta nuestros días, el jugador precoz por antonomasia. Un guerrero joven como Alejandro Magno que logró la hazaña de conquistar la Copa Libertadores, el torneo del futbol latinoamericano más importante, para Santos de Brasil el equipo de Pelé que no encontró redención hasta Neymar y que quedó huérfano de títulos cuando el joven héroe partió rumbo a Europa a encontrarse con su trágico destino. A sus 19 años se sentaba, indiscutiblemente, en la misma mesa de Messi y Cristiano Ronaldo y era uno de los candidatos más serios a arrebatarles el trono.
Víctima del futbol mercancía, su camino siguió el mismo patrón de extracción de recursos del sur global pobre para llegar al norte global rico. Neymar fue arrancado de las favelas y transportado como una orquídea de las amazonas a un entorno mucho más amable: a la masía de Barcelona en donde convivió y alcanzó un grado de futbol armónico formando, junto al 10 y a Luis Suárez, el tridente más amenazante y el juego ofensivo más bello, logrando el futbol poesía, del que nos hablaba Passolini.
Pero la suerte estaba echada. Rebelde, alegre, provocador, bello, ágil y grácil, nunca se conformó con jugar a ser Diómedes o Áyax, necesitaba ser Aquiles. Pero no podía serlo en el mismo sitio donde estaba Lionel Messi, y no quería esperar a la senectud del héroe para relevarlo. Más cercano a Paris que a Héctor, Neymar se aventuró a renunciar a la gloria compartida porque quería la gloria para él, una gloria que se le negaba. Así es el heroísmo, caprichoso, intempestivo, egoísta e interesado.
Después de maravillar en la cancha en el Barcelona de Luis Enrique, Neymar también dio síntomas de poco compañerismo. Con la arrogancia de actor de Hollywood y con la indolencia de los virtuosos, cada vez se sacrificaba menos por el equipo. Correr es de cobardes, él necesitaba un buen pase, un palmo de terreno y un enemigo a la altura para apoderarse instantáneamente del balón, del espacio y del tiempo, y lograr meter un gol. Porque fundamentalmente de eso se trata el juego. Pero sucedió que el futbol es un deporte de conjunto y cuando uno pierde la bola, debe correr y sacrificarse hasta extenuarse físicamente para que el equipo sea capaz de ordenarse. Y eso era trabajo para los mortales. No para Neymar.
No pudo ser un héroe porque, como nos dijo Javier Cercas, un héroe puede equivocarse en muchos momentos, excepto cuando no puede no equivocarse. Y Neymar se equivocó en el momento equivocado, y no una, sino muchas veces. Tampoco pudo ser un villano, porque acertó muchas veces en el momento propicio.
Aunque sí fue un fenómeno de masas que desató en Brasil la Neymanía, un delirio colectivo que lo encumbró y lo acompañó en sus errores y en sus fracasos. La gente lo adoró, le quemó incienso como a un santo laico, le construyó catedrales y lo advirtió taumaturgo, milagroso, mesiánico y guía espiritual. Pero lamentablemente él le dio la espalda al pueblo. Fruto de la neoliberalización del deporte, Neymar se alió con uno de los líderes políticos más nefastos de América Latina y contribuyó, junto a Robinho y a Dani Alves, al blanqueamiento y a la difusión del bolsonarismo en la política brasileña. Gracias a él, las familias pobres de las favelas de Brasil llegaron a creer que la solución de los problemas estructurales de la sociedad podría ser Jair Bolsonario y sus élites predatorias. Ídolo de barro, traidor de clase.
Las malas decisiones han acompañado y (de)terminado la carrera de Neymar. Irse (por dinero) al PSG; irse (por dinero) a disfrutar del retiro, a los treinta años, a un equipo de Arabia Saudita y renunciar a la gloria, terminaron de sepultar al ídolo de la afición del Santos y de la afición del Barcelona.
Es hora de ajustar cuentas y reconocer que Neymar no volverá jamás, que ya nunca lo veremos hacer magia en el terreno de juego. Nos toca aceptar que, sin el futbol, Neymar ha perdido todo lo que tenía y, aun así, el futbol ha perdido a Neymar. Quizá lo segundo sea peor que lo primero.
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Escrito por Aquiles Celis
Maestro en Historia por la UNAM. Especialista en movimientos estudiantiles y populares y en la historia del comunismo en el México contemporáneo.