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El marxismo, como filosofía, parte de este principio: todos los hombres tienen una “filosofía”, una concepción del mundo, un conjunto de saberes al que llamamos sentido común. No existe un solo hombre, a menos que carezca de ciertas facultades mentales, que no conciba la vida, el mundo, la realidad, a partir de un principio organizativo. El sentido común está firmemente arraigado en las tradiciones, el folklor, el lenguaje. Se forma de manera natural, inconsciente y, ciertamente, acrítica. El hombre aprende a sentir el mundo y la vida a partir de la relación directa que tiene con ella, es decir, desde el trabajo, actividad esencialmente humana. A un campesino, por ejemplo, no hace falta dictarle cátedra sobre los procesos moleculares que atraviesa la planta desde que se siembra hasta que se cosecha para que dé cuenta de una cantidad concreta de grano cada año. Por experiencia ha aprendido a cultivar el campo. Este conocimiento se reproduce en las cosas más ordinarias de la vida: al cocinar, sin comprensión alguna de la ley dialéctica de los cambios cuantitativos a cualitativos, una cocinera sabe cuándo el agua está hirviendo y lista para meter la pasta, o si el pollo que tiene en el horno está listo o se ha “pasado” de cocción.
Este sentido común, esta “dialéctica inconsciente” sirve, muchas veces para toda la vida, como guía en cada una de nuestras acciones. Dos errores se cometen, sin embargo, al valorarlo. El primero peca de cierto romanticismo, de una especie de fetichismo sobre lo popular. Se parte de que todo lo creado y hecho por “el pueblo” educado en el puro sentido común, es natural, auténtico, puro y, por lo tanto, verdadero; cualquier forma de corregirlo o intervenirlo es artificial, dogmática, una “imposición ideológica”. Embelesados por las formas más puras y bellas de la expresión popular, del sentido común, se pierde de vista su contradicción: las manifestaciones más odiosas de la inconciencia humana, que van desde supersticiones inofensivas como el poder de un amuleto, hasta el engaño masivo de las grandes masas por parte de charlatanes y fariseos que terminan abusando de su ignorancia; en degeneraciones como el fascismo, la secta o, como es común en nuestra época, con el ataque feroz de un sector de una misma clase contra otro. La veneración acrítica de lo “autóctono” puede ser fatal para una nación.
El segundo error es exactamente de signo contrario. Es el desprecio del “intelectual” sobre lo popular, sobre el sentido común. Desde las altas cumbres en las que habita el espíritu, todo lo pasional, lo mundano, se pierde en la nada y se rechaza. Es la eterna lucha de la “razón” contra la “pasión”. Es un dilema mal comprendido en el que se pretende el aniquilamiento de lo pasional, de lo material, por lo racional y lo espiritual, lo “apolíneo” contra lo “dionisiaco”. Es el reino de los filósofos que soñaba Platón, en el que no tienen lugar las manos sucias del hombre común, del que trabaja la tierra y con su trabajo crea la riqueza que permite al filósofo elevarse a alturas siderales.
No nos importa aquí este debate, mucho menos la estúpida superioridad que se atribuye el intelectual “tradicional”. Lo que nos interesa es saber si esto es verdad o no. Si realmente la lucha entre lo “racional” y lo “pasional” es fatal; si existen fenómenos puramente intelectuales enfrentados a los puramente terrenales. El maniqueísmo en el que se introdujo esta contradicción indujo a respuestas equivocadas por ambas partes. Lo pasional es inevitable, es necesario. No significa esto que sea arbitrario y anárquico. La pasión, el sentimiento, lo instintivo, pueden educarse, orientarse racionalmente. El error del “intelectual” de esta categoría reside, entonces, en pensar el mundo de las ideas como el único existente. Esto lo lleva a dar soluciones sobre lo real, lo material, lo vivo, la mayoría de las veces incorrectas. El marxismo, la filosofía de mayor vitalidad de nuestra época, planteó de esta manera la contradicción: “Los filósofos se han encargado de interpretar el mundo, de lo que se trata es de transformarlo” o, lo que no es más que su corolario: “Sin teoría revolucionaria no hay movimiento revolucionario”. En otras palabras, una idea que se mueva fuera del mundo real es falsa y todo intento de aplicación perecerá, como sucediera al idealismo y al materialismo vulgar, sensorial de los siglos XVIII y XIX. Por otro lado, no existen “leyes eternas” porque no existe una realidad inmutable. El mundo entonces se puede transformar en la medida en que se conoce en su devenir, en movimiento, en constante cambio; a la par que se hace de la voluntad humana una fuerza consciente.
Pero no adelantemos el razonamiento. Hasta ahora sólo hemos puesto de manifiesto la existencia del sentido común. Su realidad como filosofía popular, como folklor, así como las dos incorrectas interpretaciones que se pueden hacer del mismo. No obstante, dar cuenta del sentido común como una concepción verdadera, completa, y acabada del mundo, sería equivocado, un absurdo. Caeríamos en el error que queremos combatir. Reconocer su lugar en la estructura de toda forma de pensamiento no nos impide establecer al mismo tiempo sus limitaciones. Partir del sentido común como una filosofía verdadera nos obligaría a reconocer –dado que todos nos formamos en ambientes diversos– que cada cabeza es un mundo, que cada realidad genera una conciencia distinta y que no existen leyes sociales, naturales y universales que determinen las causas más profundas de todo fenómeno. Sería limitar la vida a la experiencia personal, lo que no dejaría de empequeñecerla y vaciarla de sentido.
El hombre, en la búsqueda de respuestas a preguntas que van más allá de sus problemas inmediatos, instintivos, pasionales, trasciende el sentido común y se aventura a concepciones más generales. No cuestiona siempre con método estas concepciones; muchas de las veces son éstas verdaderamente irracionales, pero valen para satisfacer la sed de certeza de la que todo ser consciente de la pequeñez de su existencia individual está ávido. Es, por categorizar esta segunda fase, el momento ideológico. Retomemos el ejemplo utilizado para representar el sentido común. El campesino sabe, por experiencia, en qué mes del año se siembra y se cosecha una determinada planta. Sabe, porque el sentido común así se lo ha enseñado, cuándo vendrá la lluvia y cuándo habrá sequía. Sin embargo, no sabe de dónde viene la lluvia ni el porqué de la sequía. Es consciente de la regularidad de estos procesos. Sin embargo, al alterarse esta regularidad ¿A qué fuerza invocar? ¿Qué sentido hay detrás de todos estos ciclos que repentinamente se ven trastornados? Tal vez convenga acercarnos a un fenómeno más común aún, y para el que la experiencia o la sabiduría popular no bastan: la muerte. Ante ésta es recurrente la respuesta, sobre todo entre las clases trabajadoras que ven al mundo con menos romanticismo y sentimentalismo que la burguesía, “hay que tomarse las cosas con filosofía”. ¿Qué se entiende aquí por filosofía? ¿Qué permite a los hombres no desesperar ante un fenómeno ineluctable y fatal como la muerte? No se refieren a una filosofía en particular, a un método o a unos principios. En realidad, al hablar de filosofía se hace referencia, en este segundo momento de la conciencia que va más allá de la inmediatez del sentido común, a la religión.
Este segundo momento, el de la ideología, el momento religioso, lo veremos en una siguiente entrega.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).