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Nacida en Worcester, Massachusetts, el ocho de febrero de 1911, perdió a sus padres a una edad temprana y vivió una infancia marcada por la inestabilidad. A pesar de estas dificultades, desarrolló un amor apasionado por la poesía y la escritura. Comenzó a publicar sus primeros poemas en una revista estudiantil y, años después de matricularse en el Vassar College, fundó junto a Mary McCarthy, Margaret Miller y Eunice y Eleanor Clark la revista literaria independiente Con Spirito, que tuvo un interesante impacto en la literatura de la época. Y poco a poco fue haciéndose un nombre.
A lo largo de su vida, conoció una importante cantidad de países y ciudades del mundo; durante varios años fijó su residencia en Francia, en Florida y en Brasil. Durante su estancia en Brasil, aprendió portugués y español, sirviendo como traductora al inglés de varios poetas y escritores latinoamericanos como Octavio Paz, Joao Cabral de Melo y Carlos Drummond.
North & South fue su primer poemario publicado, contiene poemas que exploran temas como la pérdida, la memoria y la naturaleza. En esta colección se incluye uno de sus poemas más famosos, The Fish. Además de éste, publicó 101 poemas. Sus versos están marcados por descripciones precisas del mundo físico y un aire de serenidad poética, pero sus temas subyacentes incluyen la lucha por encontrar un sentido de pertenencia y las experiencias humanas de dolor y anhelo.
Su segunda colección, Poems: North & South/A Cold Spring (1955), le permitió ganar el Premio Pulitzer de poesía en 1956. También ganó el Premio Nacional del Libro en 1970 por The Complete Poems (1969).
Traducción: Gabriela Cantú Westendarp,
Mejor el iceberg que la barca,
aunque significara el final de nuestro viaje,
aunque permaneciera inmóvil como una roca de nube
y todo el mar fuera mármol en movimiento.
Mejor el iceberg que la barca,
mejor ser amos de esta palpitante llanura de nieve
aunque las velas se postren sobre el mar
como nieve que yace sobre el agua sin disolverse.
Oh solemne campo flotante,
¿te das cuenta?: un iceberg reposa en ti
y podría apacentarse en tus nieves cuando despierte.
Por este escenario daría sus ojos un marinero.
La nave es ignorada. El iceberg se yergue
y vuelve a sumergirse; sus pináculos cristalinos
corrigen elípticas por el cielo.
En este escenario, aun quien frecuenta las tablas
es de una torpe retórica. El telón, tan ligero,
podría ser levantado por las más finas cuerdas
que con sus etéreos torzales ofrece la nieve.
Con sus agudezas, los blancos picos
provocan al Sol. Su peso atreve el iceberg
por el cambiante teatro, de pie, vigilante.
Este iceberg labra sus facetas desde adentro.
Como las joyas de una tumba,
perpetuamente se conserva: adorno
de sí mismo tan sólo, o tal vez de esas nieves
tan sorprendentes sobre el mar tendidas.
Adiós, adiós, decimos. La nave zarpa hacia el sitio
donde olas a más olas y a más olas se rinden
y las nubes se deslizan por un cielo más cálido.
Los icebergs exhortan al alma a que los vea
(ya que se nutren ambos de los menos visibles elementos)
corpóreos, limpios, erguidos, indivisibles.
A las seis en punto ya esperábamos el café,
esperábamos el café y la migaja caritativa
que iban a servirnos desde cierto balcón
–como reyes antiguos, o como un milagro–.
Todavía estaba oscuro: un pie del Sol
se posó en una larga onda del río.
El primer ferry del día acababa de cruzar el río.
Con tanto frío, confiábamos en que el café
estuviera muy caliente –ya que el Sol
no prometía ser tibio– y en que la migaja fuera
un pan para cada cual, con mantequilla, por milagro.
A las siete, un hombre salió del balcón.
Permaneció un minuto, solo, en el balcón
mirando hacia el río por encima de nuestras cabezas.
Un sirviente le alcanzó los elementos del milagro:
una simple taza de café y un panecillo
que él se puso a desmigajar –su cabeza
literalmente entre las nubes, junto al Sol.
¿Estaba loco el hombre? ¿Qué cosas bajo el Sol
intentaba hacer, allá arriba en su balcón?
Cada cual recibió una migaja, más bien dura,
que algunos arrojaron desdeñosos al río,
y en una taza una gota del café. Entre nosotros,
hubo quienes siguieron esperando el milagro.
Puedo contar lo que vi entonces. No fue un milagro.
Una hermosa mansión se alzaba al Sol
y llegaba de sus puertas aroma a café caliente.
Al frente, un balcón barroco de yeso blanco,
guarnecido por pájaros de los que anidan junto al río
–lo vi pegando un ojo a la migaja–
y corredores y aposentos de mármol. Mi migaja,
mi mansión, hecha milagro para mí,
a través de los siglos, por insectos y pájaros y el río
que trabajó la piedra. Cada día a la hora
del desayuno, me siento al Sol en mi balcón,
encaramo en él los pies y bebo litros de café.
Lamimos la migaja y tragamos el café.
Al otro lado del río, atrapó al Sol una ventana
como si el milagro se hubiera equivocado de balcón.
El arte de perder no es difícil de dominar;
tantas cosas parecen henchidas con el intento
de perderse que su pérdida no es ningún desastre.
Pierde algo cada día. Acepta la confusión
por las llaves perdidas, la hora en blanco.
El arte de perder no es difícil de dominar.
Luego practica perder más, perder más rápido:
lugares y nombres, las partes a las que querías
viajar. Nada de esto traerá un desastre.
Perdí el reloj de mi madre. Y mira, mi última o
penúltima de mis tres casas se ha ido.
El arte de perder no es difícil de dominar.
Perdí dos bellas ciudades. Y algunos
vastos reinos que eran míos, dos ríos, un continente.
Los añoro, pero no fue un desastre.
Incluso perderte a ti (la voz burlona, un gesto
que adoro) no habré mentido. Es evidente:
el arte de perder no es muy difícil de dominar
aunque pueda parecer así (escríbelo) un desastre.
Laureada y aclamada en su país; ganó el premio de poesía Parvin Etesami en 2005.
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Escrito por Redacción