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Nació en Worcester, Massachusetts, el ocho de febrero de 1911. Fue una poetisa estadounidense, Premio Pulitzer de poesía en 1956. Creció con sus abuelos en Nueva Escocia luego de que muriera su padre y su madre fuera internada en una institución psiquiátrica. Estudió en un internado de Massachusetts, donde publicó sus primeros poemas en una revista de estudiantes, se matriculó en el Vassar College en el otoño de 1929, justo antes del colapso bursátil. En 1933 fundó Con Spirito, una revista literaria independiente junto a las escritoras Mary McCarthy, Margaret Miller, y sus hermanas Eunice y Eleanor Clark.
Su primer libro, North & South, fue publicado con mil ejemplares y aquí inició una carrera llena de problemas financieros que pudo ir solventando con becas y premios. Viajó a varias ciudades y países, estableciéndose en Brasil donde recibió el Pulitzer en 1956. Colaboró en medios como The New Yorker; fue conferencista y profesora en la Universidad de Washington y la Universidad de Harvard durante siete años. Tradujo al inglés a Octavio Paz, João Cabral de Melo Neto y Carlos Drummond de Andrade. Murió de una hemorragia cerebral en su casa de Lewis Wharf, Boston; fue enterrada en su ciudad natal, el seis de octubre de 1979.
EL ICEBERG IMAGINARIO
Mejor el iceberg que la barca,
aunque significara el final de nuestro viaje,
aunque permaneciera inmóvil como una roca de nube
y todo el mar fuera mármol en movimiento.
Mejor el iceberg que la barca,
mejor ser amos de esta palpitante llanura de nieve
aunque las velas se postren sobre el mar
como nieve que yace sobre el agua sin disolverse.
Oh, solemne campo flotante,
¿te das cuenta?: un iceberg reposa en ti
y podría apacentarse en tus nieves cuando despierte.
Por este escenario daría sus ojos un marinero.
La nave es ignorada. El iceberg se yergue
y vuelve a sumergirse; sus pináculos cristalinos
corrigen elípticas por el cielo.
En este escenario, aun quien frecuenta las tablas
es de una torpe retórica. El telón, tan ligero,
podría ser levantado por las más finas cuerdas
que con sus etéreos torzales ofrece la nieve.
Con sus agudezas, los blancos picos
provocan al sol. Su peso atreve el iceberg
por el cambiante teatro, de pie, vigilante.
Este iceberg labra sus facetas desde adentro.
Como las joyas de una tumba,
perpetuamente se conserva: adorno
de sí mismo tan solo –o tal vez de esas nieves
tan sorprendentes sobre el mar tendidas.
Adiós, adiós, decimos. La nave zarpa hacia el sitio
donde olas y más olas y más olas se rinden
y las nubes se deslizan por un cielo más cálido.
Los icebergs exhortan al alma a que los vea
(ya que se nutren ambos de los menos visibles elementos)
corpóreos, limpios, erguidos, indivisibles.
UN MILAGRO PARA EL DESAYUNO
A las seis en punto ya esperábamos el café,
esperábamos el café y la migaja caritativa
que iban a servirnos desde cierto balcón
–como reyes antiguos, o como un milagro–.
Todavía estaba oscuro: un pie del sol
se posó en una larga onda del río.
El primer ferry del día acababa de cruzar el río.
Con tanto frío, confiábamos en que el café
estuviera muy caliente –ya que el Sol
no prometía ser tibio– y en que la migaja fuera
un pan para cada cual, con mantequilla, por milagro.
A las siete, un hombre salió del balcón.
Permaneció un minuto, solo, en el balcón
mirando hacia el río por encima de nuestras cabezas.
Un sirviente le alcanzó los elementos del milagro:
una simple taza de café y un panecillo
que él se puso a desmigajar –su cabeza
literalmente entre las nubes, junto al Sol.
¿Estaba loco el hombre? ¿Qué cosas bajo el Sol
intentaba hacer, allá arriba en su balcón?
Cada cual recibió una migaja, más bien dura,
que algunos arrojaron desdeñosos al río,
y en una taza una gota del café. Entre nosotros,
hubo quienes siguieron esperando el milagro.
Puedo contar lo que vi entonces. No fue un milagro.
Una hermosa mansión se alzaba al sol
y llegaba de sus puertas aroma a café caliente.
Al frente, un balcón barroco de yeso blanco,
guarnecido por pájaros de los que anidan junto al río
–lo vi pegando un ojo a la migaja–
y corredores y aposentos de mármol. Mi migaja
mi mansión, hecha milagro para mí,
a través de los siglos, por insectos y pájaros y el río
que trabajó la piedra. Cada día a la hora
del desayuno, me siento al sol en mi balcón,
encaramo en él los pies y bebo litros de café.
Lamimos la migaja y tragamos el café.
Al otro lado del río, atrapó al sol una ventana
como si el milagro se hubiera equivocado de balcón.
QUAI D’ORLEANS
A Margaret Miller
Cada barcaza por el río remolca sin esfuerzo
una poderosa estela,
inmensa hoja de roble de grises destellos
sobre un gris más opaco;
y detrás de ella flotan hojas verdaderas,
descienden hacia el mar.
Venas de azogue en las gigantes hojas,
ondulaciones avanzan
hacia el lado del muelle, se extinguen
contra sus murallas,
suaves, como a su fin van las estrellas fugaces
en algún punto del cielo.
Y tropeles de hojas pequeñas, de hojas reales
las persiguen a la deriva
hasta perderse, humildes en el vestíbulo
disolvente del mar.
De pie, inmovilizados como rocas miramos
las hojas y las ondas
mientras la luz sostiene con las nerviosas aguas
una entrevista.
“Si lo que vemos pudiera olvidarnos la mitad
de lo que a sí mismo se olvida
–quiero decirte– pero no podremos librarnos
en toda la vida del fósil de las hojas.
INSOMNIO
La luna, en el “espejo del tocadorˮ,
mira a un millón de millas
(y tal vez, con orgullo, hacia sí misma,
pero nunca, nunca sonríe)
de distancia, más allá del sueño, o
tal vez duerma de día.
Por el Universo desertado
le diría ella que se fuera al infierno,
y encontraría un cuerpo de agua
o un espejo en el cual habitar.
Envuelve entonces tu inquietud en telarañas
y arrójala al pozo.
A ese mundo invertido
donde la izquierda es siempre la derecha,
donde las sombras son realmente el cuerpo,
donde pasamos en vela las noches
y los cielos son tan poco profundos
como profundo es ahora
el mar, y tú me amas.
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Escrito por Redacción