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Decíamos en ocasión anterior que todo Estado es un aparato de sometimiento de unas clases sociales sobre otras, lo que, obviamente, limita libertades, pero a la postre, como fenómeno temporal, históricamente determinado, ineludiblemente desaparecerá, aunque ello no ocurra en un futuro inmediato. Sobre la temporalidad de los hechos sociales, dijo Federico Engels en Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana: “… según Hegel, la realidad no es, ni mucho menos, un atributo inherente a una situación social o política dada en todas las circunstancias y en todos los tiempos. Al contrario. La república romana era real, pero el Imperio romano que la desplazó lo era también. En 1789, la monarquía francesa se había hecho tan irreal, es decir, tan despojada de toda necesidad, tan irracional, que hubo de ser barrida por la Gran Revolución, de la que Hegel hablaba siempre con el mayor entusiasmo. Como vemos, aquí lo irreal era la monarquía y lo real la revolución. Y así, en el curso del desarrollo, todo lo que un día fue real se torna irreal, pierde su necesidad, su razón de ser, su carácter racional, y el puesto de lo real que agoniza es ocupado por una realidad nueva y viable (…) La tesis de que todo lo real es racional, se resuelve, siguiendo todas las reglas del método discursivo hegeliano, en esta otra: todo lo que existe merece perecer”.
En una defensa a ultranza del Estado, quienes se oponen a la dialéctica revolucionaria, arguyen que su desaparición es imposible, puesto que siempre será necesario un aparato de administración de los asuntos públicos; de lo contrario, aducen, la sociedad se hundiría en el caos. Mediante tal sofisma pretenden justificar la perpetuación del aparato opresor capitalista y de la explotación a la que sirve, recurriendo a un quid pro quo al hablar de la necesaria administración pública, cuando en realidad nos referimos al aparato de dominación. Y no son lo mismo. La administración de la sociedad deberá seguir existiendo, pero privada ya de su componente represivo político.
Ahora bien, en cuanto a la forma y el momento en que ello ocurrirá, el anarquismo, representado destacadamente por Pierre-Joseph Proudhon, Mijaíl Bakunin y Piotr Kropotkin, propone desaparecerlo por decreto, como primera acción de una revolución triunfante. Rechaza de antemano toda forma de Estado, igualando el esclavista, feudal o capitalista, con el socialista, siendo que responden a distintos intereses. Los primeros tres preservan la desigualdad, mientras el último protege los intereses de los pobres contra todo intento de regreso al mundo de la explotación; e históricamente constituye el preludio de una sociedad sin clases. El anarquismo es ahistórico y subjetivista porque propone declarar desaparecido al Estado, haciendo abstracción de las circunstancias que le dieron origen, y que aún prevalecen: la existencia de las clases sociales; y obviamente, mientras la causa subsista, el efecto permanecerá.
Al respecto, cobra gran significación lo escrito por Lenin en El Estado y la revolución. Recuerda ahí que Marx planteaba que el Estado desaparecerá, pero no por renuncia inmediata y voluntarista de los trabajadores a ejercer su poder. Y dice textualmente: “Marx subraya –para que no se tergiverse el verdadero sentido de su lucha contra el anarquismo– la ‘forma revolucionaria y transitoria’ del Estado que el proletariado necesita. El proletariado sólo necesita el Estado temporalmente (…) Todos los socialistas están de acuerdo en que el Estado y, junto con él, la autoridad política, desaparecerán como consecuencia de la futura revolución social, es decir, que las funciones públicas perderán su carácter político y se convertirán en funciones puramente administrativas, destinadas a velar por los intereses sociales. Pero los antiautoritarios exigen que el Estado político sea abolido de un golpe, antes de que sean abolidas las relaciones sociales que han dado origen al mismo: exigen que el primer acto de la revolución social sea la abolición de la autoridad (…) una de dos: o los antiautoritarios no saben lo que dicen, y en este caso no hacen más que sembrar la confusión, o lo saben y, en este caso, traicionan la causa del proletariado (…) Son cuestiones tales como la de la transformación de las funciones públicas, de funciones políticas en funciones simplemente administrativas, y la del ‘Estado político’. Esta última expresión, especialmente expuesta a provocar equívocos, apunta al proceso de la extinción del Estado: al llegar a una cierta fase de su extinción, puede calificarse al Estado moribundo de Estado no político…”.
Así pues, esta misión histórica sólo puede corresponder al proletariado, clase social que, dadas sus circunstancias de absoluta carencia de medios de producción –sólo tiene sus energías para vender, como única mercancía–, históricamente (aunque temporalmente pueda ser enajenada) no tiene ningún interés ni puede albergar esperanza alguna en un régimen donde fatalmente sólo podrá corresponderle el papel de víctima. Es una clase revolucionaria por su propia naturaleza. Por eso sólo le queda como opción terminar con este orden de cosas. Para ello necesita tomar el poder del Estado, y con esa palanca frenar la acumulación de la riqueza, redistribuir el ingreso e ir borrando las diferencias de clase.
Pero la masa no puede por sí sola, así como está, adueñarse del poder. Necesita adquirir conciencia de su situación y de sus relaciones con las demás clases; y para ello requiere de una guía, una cabeza, que no es otra que su propio partido, con el cual debe estar estrechamente unida, pero a la vez, diferenciada: al partido no pueden pertenecer todos los pobres, sino los más avanzados, los más estudiosos y despiertos, honestos, valientes, trabajadores, disciplinados y desprendidos. Los partidos que hoy existen en México no representan ese interés, sino el de otras clases: los grandes financieros e industriales, la clase media alta, los propietarios ricos, y otros sectores privilegiados. Ellos nunca estarán interesados en cambiar las cosas. Les va muy bien aquí, y por eso apoyan (y dirigen) al Estado actual. De ahí que los pobres necesiten un partido propio que los defienda, represente, eduque, dirija; que sea punta de lanza de su lucha.
El partido es la cabeza que coordina al cuerpo: ve, oye, habla, piensa y planea; sin ella el cuerpo es inerte; en el caso de la masa, ésta se mueve sin saber adónde ir. El partido domina la teoría científica del movimiento social y la emplea como guía de las masas. Es, permítaseme el símil, como ocurre con el agua retenida en una presa, o corriendo por el cauce de un río. Si el muro se rompe o el río se desborda, el agua irrumpirá con todo su poder, violentamente, pero desgobernada, anárquicamente, arrasando a su paso hombres, casas y animales. Nada nuevo nacerá de ahí, aunque se trate de una poderosa fuerza en movimiento: no tiene guía. No basta, pues, con que se mueva para que sea un poder transformador. En cambio, cuando la dirigen científicos, expertos en su conducción, se convierte en generosa fuerza constructora de futuro y de bienestar social; se hace productiva, como cuando mueve las turbinas de una hidroeléctrica y genera electricidad; o cuando es conducida por canales para regar sembradíos y producir cosechas y alimentos.
El poder de las masas, guiadas por el partido, construirá una nueva sociedad, donde se vayan borrando poco a poco las diferencias entre las clases sociales y donde la acumulación se vaya limitando; donde todos tengan iguales oportunidades de superación. Cuando el proceso llegue a su nivel más elevado y maduro, las clases, y consecuentemente el Estado, irán desapareciendo hasta extinguirse, pues no será ya menester someter a nadie e impedirle el goce de la riqueza para proteger a las clases privilegiadas. Ésa es la perspectiva histórica de la humanidad.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.