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Desde los albores de la civilización maduró en la mente de muchos hombres la idea del ocio como ideal de felicidad, no aquel ocio fecundo, como le llamaron los griegos, que permitía liberar al hombre del trabajo rudo, de la producción directa, para ocupar su mente y su tiempo en la creación filosófica, la ciencia y el arte, sino el ocio, a secas, ideal que llegaría sublimado hasta las esferas de la religión: trabajar fue el castigo merecido por Adán y Eva; ganar el pan con el sudor de su frente. A lo largo de las sociedades divididas en clases, estas ideas han conquistado la mente, sobre todo, de muchos jóvenes, para quienes la felicidad equivale a no madrugar, dormir mucho, evitar todo esfuerzo y desentenderse de responsabilidades; un hedonismo vulgar, cuyos motivos son descansar y divertirse.
Pero toda idea deriva de una realidad que la inspira y nutre; no nace como producto puro del pensamiento, y la que hoy comentamos expresa los intereses y la situación de la aristocracia, que teoriza así su propia realidad, dando a su inactividad una envoltura no sólo teórica, sino teológica. Así fue desde que germinaba ya el embrión del esclavismo, cuando, una vez desarrollada la capacidad productiva de la sociedad, se dividió el trabajo en manual e intelectual: de un lado quienes ideaban y teorizaban; del otro, quienes con sus manos ejecutaban las órdenes de los primeros. Aunque, ciertamente, esto no ocurrió de la noche a la mañana: Homero en La Odisea nos habla de nobles, como el basileus Ulises y su esposa Penélope, que realizan con sus manos, sin desdoro, preciosas obras, como telas, barcas, muebles; pero terminó imponiéndose en la jerarquía el trabajo intelectual (recuérdese la república ideal de Platón). Ya entre los antiguos romanos, el trabajo fue considerado deshonroso; los maestros mismos eran esclavos. Hoy, lo más que soportan las clases altas es a quienes hacen trabajo intelectual. Así se consolidó durante siglos, milenios, este principio ético aristocrático.
Pero estas ideas no se quedan en la mente de las clases altas; permean en los sectores medios y pobres, donde son adoptadas, gracias, básicamente, a dos circunstancias. Primero, los poderosos medios, como la televisión, el cine, la radio, y, muy importante, el aparato educativo, de que dispone la clase dominante. Segundo, la clase trabajadora sólo recibe del trabajo y ve en él pobreza y humillaciones; las extenuantes jornadas laborales son un verdadero tormento. Todo conjura para crear, como reacción instintiva, un ambiente de desagrado hacia el trabajo, hacia ese trabajo, a lo que se agrega el hecho evidente de que la aristocracia ociosa vive siempre en la opulencia. Entonces, los dueños del capital acusan a los trabajadores de flojos e indolentes (desde la época colonial, los españoles trataban así a los peones mexicanos), sin admitir que lo que critican es consecuencia del orden de cosas por ellos creado, y no una característica inmanente a los trabajadores.
No nace esa ideología de la clase trabajadora, quien halla en el trabajo una forma de realizarse, de desplegar todas sus capacidades físicas y mentales al crear y producir. Los trabajadores saben enorgullecerse de sus obras, en las que plasman su vida y su inteligencia misma. Y en el fondo de esa profunda identificación entre ellos y su obra está el hecho de que la humanidad nació junto con el trabajo, y no puede vivir sin él. Gracias a él surgió el lenguaje y se desarrolló el cerebro, ese portento de materia altamente organizada en el que radica la capacidad de pensar; se desarrolló la mano del hombre, complejísima y versátil. El trabajo está en el fondo del carácter social de los hombres, y es su vínculo con la naturaleza, de la cual obtienen alimentos, vivienda, vestido, medicinas. El trabajo es la fuente nutricia de la sociedad. Si un hipotético día los pueblos dejaran de trabajar, realizando así el ideal corriente de felicidad, en ese momento habría llegado el fin del género humano, pues los trabajadores con sus fuerzas, con sus manos, alimentan a la sociedad, a los ociosos incluidos. Y para ello, no sólo el trabajo manual, sino también el intelectual son necesarios. Tan valioso es un músico como un carpintero; un poeta como un pescador; un pintor como un campesino o una enfermera.
Pero el trabajo no sólo está en la raíz misma de la humanidad y la nutre: mantiene al organismo y la mente de cada hombre. El cuerpo conserva su fortaleza y los reflejos; la longevidad está asociada con un estilo de vida siempre dinámico; en fin, mantiene la salud física y mental, permite irrigar el cerebro y lo mantiene alerta, resolviendo problemas, razonando. Cuando el hombre cae en la inactividad, empieza a morir en todos los aspectos, pero no sólo físicamente. La ociosidad, dice el pueblo, es la madre de todos los vicios. Una sociedad ociosa se enferma y enloquece. Por eso, el trabajo es una terapia. Así se explica también el acelerado deterioro que sufren quienes dejan de estar ocupados, como los jubilados, que padecen un verdadero síndrome, que los abate y derriba su autoestima. En fin, la estética misma del ser humano se ve favorecida por el trabajo.
Mucho dañan, pues, aquellos que crean aversión al trabajo, sobre todo al manual: los patrones que explotan y un sindicalismo desvirtuado que resuelve el problema recomendando no trabajar, o simular que se trabaja. Ambos frenan el desarrollo de la productividad y la creación de riqueza y mutilan al hombre. La solución, en mi modesta opinión, es un cambio social que convierta al trabajo en algo agradable, y recompense generosamente al trabajador, para que éste no se afane para enriquecer a otros, a costa del hambre de los suyos. Debe dignificarse el trabajo, destacadamente el manual, y enseñar a los jóvenes que realizarlo es honroso, y que debemos aprender a respetar y a agradecer a quienes con sus manos sostienen y dan vida a la sociedad. Necesitamos una economía que premie el esfuerzo, no el ocio.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.