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Sin una base científica y tecnológica propia no podremos construir una economía soberana. Dijo Luis Pasteur: “la ciencia es el alma de la prosperidad de las naciones y la fuente de todo progreso”, y aplicada a la producción es factor fundamental de productividad, al que solo accedemos limitadamente, como economía dependiente, lo cual frena nuestro desarrollo endógeno. Esto no es fortuito, sino inmanente al modelo económico neoliberal imperialista, cuya división internacional del trabajo nos convierte en usuarios de tecnología importada, muchas veces ya superada. Y esto permite al imperio afirmar su dominio mundial con el monopolio de la tecnología y la ciencia, mediante grandes inversiones y frenando el avance de los países atrasados, de capitalismo tardío como el nuestro, reduciéndolos a proveedores de mano de obra barata, maquiladores y vendedores de materias primas.
Para alcanzar independencia política se requiere independencia económica, y esto exige soberanía científica y tecnológica; pero a los países ricos conviene que los pobres no lo consigan, pues gastarían menos en patentes (en derechos de propiedad intelectual carísimos; por ejemplo, el monopolio de una medicina, por 10 años o más, es una mina de oro); en la economía del conocimiento serían competitivos y mermarían las utilidades de las transnacionales. Y es que con tecnología atrasada la producción requiere relativamente más tiempo de trabajo, y por ende contiene más valor, es más cara, y su competitividad débil. El flujo comercial irá del país de mayor al de menor productividad, generando superávit comercial al primero y arruinando a los productores del segundo.
El fenómeno no es nuevo. Desde 1759, la Revolución Industrial permitió a Inglaterra abaratar su producción e inundar con sus mercancías el mercado mundial, consolidando así su imperio a lo largo del Siglo XIX. Nosotros llegamos tarde al capitalismo. Durante la Colonia se nos prohibió la industrialización para favorecer la política mercantilista de la metrópoli. El feudalismo que nos fue impuesto frenó nuestro desarrollo capitalista, que terminaría consolidándose solo hasta después de la Revolución Mexicana. Ello nos hizo dependientes de las potencias ya industrializadas, como hoy, en mil y un productos: maquinaria agrícola, automóviles, computadoras; no diseñamos, ensamblamos; somos maquiladores. Poseemos inmensas materias primas, pero las vendemos casi en bruto. Necesitamos transformarlas mediante procesos industriales que implican conocimiento, lo cual hace necesario un modelo económico que privilegie la ciencia como factor productivo.
Sin embargo, cada día se invierte menos en eso. El GIDE (Gasto público y privado en Investigación y Desarrollo Experimental) en México, como porcentaje del PIB, en 2018 fue 0.48 por ciento, mientras el promedio de la OCDE era 2.6, superior 5.4 veces al nuestro; para 2021, caímos a 0.38 (menos que en las dos últimas décadas): debemos aumentarlo en 6.8 veces, para estar al menos a la par con los países de la OCDE. En el PEF 2022, el Ramo 38 (Conacyt) Ciencia, Tecnología e Innovación (CTI) recibió más que en 2021, pero menos que en 2018. Este año se aplica 0.33 por ciento, un tercio de lo que ordena la Ley de Ciencia y Tecnología (uno por ciento del PIB). Para cumplir con la ley, “… este año se tendría que asignar un presupuesto 3.5 veces mayor (…) equivalente a la suma de lo asignado al Tren Maya, ambas modalidades de la beca Benito Juárez y los programas Sembrando Vida y Jóvenes Construyendo el Futuro” (fundar.org). Nadie por encima de la ley, dicen, pero aquí se viola. Para colmo, desde 2009 el presupuesto ejercido en CTI es inferior al asignado.
Como consecuencia, se cancelan los recursos del Foro Consultivo Científico y Tecnológico; se extinguen 65 fideicomisos de ciencia y tecnología; desaparecen los fondos mixtos sectoriales; cae el apoyo a Cátedras Conacyt, y también las becas para posgrados en el extranjero: de cinco mil 406 en 2015, a dos mil 521 en 2021, el nivel más bajo desde 2007 (UV, 25 de mayo de 2022). Aumentando dos mil 885 becas recuperaríamos apenas el nivel previo, pero lejos aún de lo necesario para poder adquirir conocimiento de punta en el mundo.
En 2017 aplicábamos 0.5 por ciento del PIB en Ciencia, Tecnología e Innovación, por abajo del promedio latinoamericano: Brasil, 1.28; Argentina y Costa Rica, 0.63. En otros países, Corea del Sur e Israel, 4.2; Japón, 3.1; Alemania, 2.9; Estados Unidos, 2.7; China, 2.1; Rusia, 1.1, Sudáfrica, 0.8 (Conacyt). En los países de la OCDE (2020) hay en promedio 8.7 investigadores científicos por cada mil trabajadores; en México, 1.1; debemos multiplicar casi por nueve el número de investigadores para estar a la par con la OCDE.
Nuestra baja inversión en CTI no es casual. Es esencial al modelo neoliberal, que nos hace competir con otras “estrategias” –determinadas por el carácter atrasado y primitivo de nuestro capitalismo–, como vender fuerza de trabajo barata, una legislación ambiental laxa para atraer inversión extranjera y un sistema fiscal regresivo, donde los más ricos no pagan impuestos o pagan poco, favorecidos además en el gasto público con múltiples facilidades. Impera una visión cortoplacista de desarrollo. Gastar en CTI es muy caro, nos dicen; conviene comprar tecnología ya hecha, pagando patentes o en alianzas estratégicas (obviamente, esto no puede desecharse, pero en sano equilibrio con tecnología nuestra). Esa visión favorece al imperio y sus monopolios, incluso en el ámbito militar, garantizándole la supremacía de la fuerza sobre las naciones débiles.
Debemos romper esa dependencia tecnológica para abrir paso a un desarrollo armonioso y con bienestar social, como han hecho Rusia, China y Cuba; por ejemplo, todos desarrollaron vacunas contra el Covid-19; nosotros, en cambio, las mendigamos a Estados Unidos y las farmacéuticas. Para esto, en efecto, “gobernar no exige mucha ciencia” (AMLO dixit). Marx dice que para abrir paso a una sociedad superior se requiere un amplio desarrollo económico, y resulta patético observar la ideología profundamente reaccionaria de cierta izquierda tradicional que vive de espaldas al futuro, teorizando el atraso. Luditas a ultranza opuestos al avance tecnológico.
Aparte de aumentar el gasto en CTI, debe reorientarse la investigación, atendiendo, como recomiendan la Cepal, la Unesco y otras instituciones, sectores estratégicos, por ejemplo: agricultura, ecología, bioeconomía; salud, para generar medicamentos y lograr autosuficiencia sanitaria; nanotecnología, nuevos materiales, computación, tecnologías de información y comunicación; desarrollo urbano, educación, producción sustentable, petróleo, oceanografía. Asimismo, energías renovables y transición energética; al respecto, la Unesco propone constituir parques científicos con esfuerzo conjunto de investigadores, empresas privadas y organismos públicos para promover desarrollo tecnológico e incubadoras tecnológicas. También manejo de cuencas, tratamiento de aguas residuales y rescate de cuerpos de agua, manejo de desechos y residuos tóxicos. Varios de estos temas deben ser abordados regionalmente, con la ayuda de los 27 centros de investigación y docencia del Conacyt, y de las universidades e instituciones de educación superior en los estados, cuyos presupuestos deben aumentar urgentemente, según sus necesidades. Se debe investigar igualmente sobre estrategias y teoría del desarrollo económico, para una crítica integral del modelo neoliberal y la formulación de otro que lo sustituya. Debe respetarse la libertad de investigación, pero evitando la anarquía, estableciendo líneas estratégicas claras para evitar duplicidades, optimizar recursos y destinarlos a actividades relevantes. El financiamiento no debe ser solo gubernamental; se necesita la participación coordinada del sector privado e instituciones especializadas. En fin, la tarea es compleja y costosa, pero más lo es no hacerla, y condenar al país al atraso y el saqueo.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.