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Explotación de los jornaleros agrícolas
Así trascurren los años, las promesas de progresar se diluyen porque continúan miserables, dejan su juventud, sudor y sangre, en los campos de Sinaloa, Sonora y Baja California.
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El escritor Juan Rulfo resume el problema de la tenencia de la tierra en el cuento Nos han dado la tierra, ya que en el reparto efectuado por los gobiernos de la Revolución Mexicana (1910-1929), las parcelas fueron fragmentadas y las mejores se quedaron en manos de los terratenientes. Una posterior modificación al Artículo 27° Constitucional permitió que las tierras comunales y ejidales volvieran a concentrarse aceleradamente en manos de unos cuantos empresarios agrícolas.

Desde entonces, comuneros, ejidatarios y pequeños propietarios comenzaron a proletarizarse gradualmente y los pocos campesinos con tierra propia cuentan con predios de un tamaño menor a dos hectáreas, que además están erosionadas, son de temporal, solo dan empleo a familiares y la mayoría son mujeres o ancianos, porque los jóvenes huyen a las grandes ciudades o se van de braceros a Estados Unidos (EE. UU.).

Familias completas del medio rural, sobre todo de los estados de Veracruz, Chiapas, Guerrero, Oaxaca y Puebla, trabajan en fincas y grandes ranchos en el norte del país. Son empresas trasnacionales que explotan superficies mayores a 700 hectáreas en cultivos de exportación hacia el país vecino del norte y aunque los salarios que pagan son mayores a los del sur, los ingresos no compensan a los jornaleros por los meses de ausencia y el abandono de sus hijos pequeños. En esas fincas se les confina en galeras-dormitorio sin servicios sanitarios; la comida que les brindan resulta insuficiente y de baja calidad; el hacinamiento permite el abuso sobre las mujeres jornaleras y les pagan después de tres o seis meses que dura el contrato.

Pero si el trabajador requiere medicamentos o víveres para completar su alimentación y otros productos, solo puede conseguirlos en las tiendas de los dueños –incluidas distracciones y vicios– muy parecidas a las que existieron en las haciendas durante el porfiriato. Estas empresas agropecuarias están lejos de cumplir con su obligación de ofrecer vacaciones a sus trabajadores, descansos obligatorios, aguinaldos y seguridad. Después del contrato regresan a sus hogares con unos 20 mil pesos que les quedan una vez descontado el transporte y los gastos realizados en las “tiendas de raya”, los que se gastan rápidamente en las primeras semanas mientras esperan la siguiente temporada.

Así trascurren los años, las promesas de progresar se diluyen porque continúan miserables, dejan su juventud, sudor y sangre, en los campos de Sinaloa, Sonora y Baja California, después de contribuir a engordar los bolsillos de los terratenientes agrícolas. Éstos cuentan con la complicidad de los gobiernos estatales y los funcionarios federales; para ellos, las leyes son laxas o no existen, pues la corrupción les permite obtener jugosas ganancias a costa de la mano de obra que emigra a esas entidades.

Una mano de obra joven, con baja instrucción y nula educación política se encuentra limitada para defender sus intereses. Por ello resulta crucial atender las necesidades de educación y organización en las zonas rurales, para que estén en mejores condiciones de defender sus derechos; asimismo, que haya inversiones públicas que creen condiciones de empleo en el sur; y que esa mano de obra se arraigue en sus lugares de nacimiento. Si se logra emplear esta mano de obra, el desempleo disminuiría considerablemente y con ello estaría en mejores condiciones de vender su fuerza de trabajo en los estados de norte. Eso sí sería transformador.


Escrito por Capitán Nemo

COLUMNISTA


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